De nuestras clases de biología en el colegio es probable que aún nos acordemos de Darwin y su teoría de la selección natural. De cómo Charles Darwin, el padre de la evolución, tras viajar con una expedición científica entre 1831 y 1836, regresó con un montón de observaciones sobre plantas y animales que lo llevaron a crear una especie de hito fundacional sobre cómo se adaptan las especies al medio ambiente en el que viven. (Le puede interesar: “Evolutivamente, las mujeres queremos sexo, pero no necesariamente hijos”)
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
La lógica detrás es sencilla: cuando un individuo tiene un rasgo que lo ayuda a sobrevivir a ese medio ambiente, como ser oscuro si vive en el lodo, es más probable que pueda sobrevivir y reproducirse. Ese espécimen tendrá crías con rasgos parecidos que también se reproducirán y, con el tiempo, los individuos con rasgos que no los benefician, como tener un color claro para este caso, terminarán desapareciendo.
Darwin, tan brillante como era, basó estos conocimientos solamente en agudas observaciones, pero como lo recuerda Rowan Barret, biólogo evolucionista de la Universidad McGill de Canadá, “Darwin no tenía conocimiento de genética o herencia”. Y tuvieron que pasar más de 150 años hasta que Barret y un equipo de científicos de varios países lograran vincular todos los pasos de la selección natural en un solo estudio: desde cómo una población va adaptando sus rasgos al ambiente al que vive hasta encontrar exactamente cuál es el gen que va mutando.
El doctor Barret acepta que es terco. Desde que escuchó a una colega dar una charla sobre cómo funcionaba la genética detrás de la pigmentación de los ratones ciervo (Peromyscus maniculatus) mientras hacía el doctorado en zoología en la Universidad de British Columbia, lo obsesionó trabajar con ellos. El hecho de que se supiera tanto sobre su sistema genético, creyó, lo podría ayudar a responder una pregunta que ha perseguido la biología por ya bastante tiempo: ¿cómo responden los genomas y los rasgos a la selección natural? O en otras palabras, ¿cómo van mutando los genes de una especie para poder sobrevivir mejor a ciertos ambientes?
Con los ratones ciervos en mente, a Barret le restaba encontrar un lugar. Las dunas de Sandhills, en el centro de Nebraska (Estados Unidos), resultaban ser lo más lógico: allí habitaban los ratones ciervo y el color del suelo cambia por mosaicos, de arenas claras a oscuras. Con ambas pistas en mente, solo debía encontrar la manera de hacer el estudio, quizá uno de los más grandes que se hayan hecho sobre el tema. (Acá también: Estas lagartijas ayudaron a comprobar una teoría evolutiva propuesta hace 100 años)
“Me tomó un mes conducir por Nebraska para encontrar el lugar correcto para hacer el trabajo”, recuerda. Era el 2010 y los granjeros de la zona veían con escepticismo que un grupo de científicos extranjeros quisieran crear grandes cerramientos al aire libre para confinar a un grupo de ratones y ver cómo se reproducían. Paradójicamente, Barret eligió hacer su experimento en Nebraska, un estado en donde un tercio de la población no cree en la evolución, sino que los animales vinieron al mundo tal cual dios los creó. Pero en un bar, curiosamente, y a punto de renunciar, se encontró a una persona que le prestó la tierra.
Lo siguiente fue esperar, o más bien dejar que la selección natural hiciera lo suyo. Si la lógica de Darwin estaba bien, las poblaciones de ratones que deberían encontrar después de un tiempo deberían ser en mayoría de pelaje claro para los encerramientos de arena clara y más oscuros para los encerramientos de tierra oscura. Tras 14 meses y cinco períodos de muestreo cada dos semanas, cuando la mortalidad había alcanzado el 100 % en la mayoría de los encerramientos, las tasas del color de pelaje de los ratones habían dado un vuelco.
Hasta aquí Barret solo había reiterado lo que Darwin había dicho. De hecho, casi había replicado, con mejores y más refinadas técnicas, el experimento que hizo Bernard Kettwell en 1953 con la coloración de las polillas salpicadas. En este estudio, que se convirtió también en un clásico de los libros de biología para explicar la selección natural, Kettwell encontró que las polillas se iban haciendo más oscuras cuando vivían en una ciudad industrial, bajo las enormes presiones de la polución.
Pero lo importante, lo que venía cautivando desde hacía tiempo a Barret, era encontrar cómo estaba cambiando la genética tras estos cambios de color. Ahí empezó otra fase, en el laboratorio.
“De estudios previos teníamos conocimiento previo que sugerían que el gen Agouti afectaba el color del pelaje en ratones. Por lo tanto, secuenciamos este gen en todos los individuos para cuantificar los cambios en la frecuencia de los alelos —o las formas alternativas que puede tener un mismo gen— después de la mortandad selectiva”, explica. El resultado fue que los cambios, o las mutaciones, entre los genes de las poblaciones fundadoras y las más jóvenes eran tan significativos que no podían ser explicados por casualidad.
Generaciones después, la genética entre los primeros y los últimos ratones había cambiado así: el gen Agouti había atravesado siete mutaciones que eran más comunes entre los ratones que sacaron de los encierros con arena clara, pero relativamente rara en los individuos que nacieron en los encierros oscuros. Entre estas siete mutaciones, una que llamaron delta-Ser parecía ser la más importante.
Entender el rol de la mutación delta-Ser puede ser algo agotador, pero no por eso menos sorprendente. Lo que se sabe del gen Agouti es que tiene el rol de producir un pigmento que afecta el pelaje de los ratones ciervo. Pero es un trabajo que no hace solo, necesita “aliarse” con otros genes cercanos para producir bien ese pigmento. Pero ante la presencia de la mutación delta-Ser el gen Agouti no puede “aliarse” con otros genes para crear el pigmento, por lo que termina trabajando solo y, por ende, dando menos pigmento.
Barret y sus colegas, diez años después de poner el primer encerramiento, lograron unir todos los puntos. Desde someter a una población a que cambiara según su ambiente, hasta encontrar exactamente el gen que responde a estas presiones. Condensaron, en un mínimo tiempo, lo que puede suceder en una evolución que, de otra manera, tomaría siglos. (Vea: Charles Darwin y el origen de las especies)
A cambio logró cargarse de datos y de resultados que le cerrarían la boca a cualquier persona que a estas alturas de la historia científica quiera negar la evolución. “Es un estudio que proporciona un ejemplo claro y real de cómo funciona la evolución. Si existe una variación en un rasgo, y ese rasgo es heredable, influye en la supervivencia”.