El par de colombianas que está arrasando con los premios de física

Paola Pinilla y Alexandra Olaya Castro han sido reconocidas a nivel internacional. Pinilla es la única colombiana que ha ganado el premio Sofja Kovalevskaja de Alemania y Olaya fue la primera latinoamericana en recibir la Medalla Maxwell.

Camila Taborda y María Mónica Monsalve
08 de marzo de 2019 - 11:27 a. m.
Izquierda, Alexandra Olaya Castro y, derecha, Paola Pinilla.  / Ilustración: Eder Leandro Rodríguez
Izquierda, Alexandra Olaya Castro y, derecha, Paola Pinilla. / Ilustración: Eder Leandro Rodríguez

Son miles las mujeres que en Colombia están contribuyendo desde la ciencia a construir un mejor país y un mejor mundo. En reconocimiento a todas ellas, cada 15 días El Espectador está publicando perfiles sobre su investigación y trabajo bajo el #ColombianasEnLaCiencia. Aquí la historia de Paola Pinilla y Alexandra Olaya Castro, físicas que han sido reconocidas internacionalmente.

 (Vea acá la primera entrega: Tres astrónomas colombianas que la están rompiendo)

(Vea acá la segunda entrega: Científicas colombianas que luchan contra el cambio climático)

Paola Pinilla, una científica que labra su estrella

El año pasado, cuando se estrenaba como madre, Paola Pinilla se convirtió en la única colombiana en ganar uno de los mayores premios científicos de Alemania, el Sofja Kovalevskaja. Esta es la historia de una mujer que, con apenas 33 años, ha recorrido el mundo tras las estrellas.

La mezcla entre un hermano mayor aficionado a las estrellas, una madre que los ponía a ver la serie Cosmos de Carl Sagan. Un talento innato para el cálculo matemático y media docena de amigas amantes a las ferias de ciencia en Nuestra Señora del Buen Consejo, en Bogotá, son suficientes para comprender el rumbo de Paola Pinilla.

Cuando se graduó del colegio se decidió por estudiar Física en la Universidad de los Andes y empatar allí mismo con una maestría en Física Cuántica. Sólo el 33 % de su generación, contándola a ella, eran mujeres y del 2003 al 2009, sólo dos profesoras dictaron clases en su facultad. Al terminar se fue Alemania con ambos títulos.

Llegó a la ciudad de Heidelberg, un lugar que sobrevivió a los bombardeos de las guerras y que ella recuerda como un pesebre bajo el árbol de Navidad. Se instaló en la universidad y arrancó su doctorado con un fin: retomar lo que la había hecho enamorarse de su profesión, la astronomía.

Desde eso fijó los ojos en el cielo, de donde vino el primer enigma que la desvelaría: la formación de las estrellas. Se trataba de una contradicción entre los cálculos teóricos y los datos adquiridos a través de observaciones. Se sabía que toda estrella joven es orbitada por un disco de polvo y gas, de donde nacen luego los planetas.

El asunto es que en un principio ese polvo es más pequeño que el grosor del cabello humano. A ese tamaño milimétrico, según los modelos de laboratorio, la presión haría que la estrella consumiera por completo ese polvo, pero los telescopios mostraban lo contrario.

Paola propuso una teoría que lo explicaba. Según ella, los discos no son homogéneos como solía pensarse, sino que existen dentro de ellos regiones donde se concentra el polvo. Así, refugiados en esos lugares, las partículas colisionan y crecen a su gusto. El recién inaugurado observatorio ALMA, considerado el telescopio más grande del mundo, confirmó meses después su teoría y su nombre se esparció dentro la comunidad científica internacional.

Fue ahí cuando las oportunidades reventaron. Se mudó a la Universidad de Leiden, Holanda, a hacer su posdoctorado con apenas 27 años. Aterrizó allí para darle una explicación teórica a los datos que obtenían las 66 antenas que componen a ALMA, ubicado en el Desierto de Atacama, Chile. Se hizo experta en ese tema.

Luego aplicó para la beca de investigación Hubble, una de las más prestigiosas a nivel posdoctoral para astrónomos, otorgada por la NASA y su nombre apareció en la lista de los ganadores. La recibió en 2015 y con ella financió su propia investigación en la Universidad de Arizona, Estados Unidos. Todavía pensando en discos protoplanetarios, en especial en aquellos que están transitando de jóvenes a antiguos, que ya no tienen tanto polvo y gas pero que conservan estas partículas en su centro y en algunos anillos.

Concentrada en ello, el año pasado su fortuna se duplicó. Una nueva beca y un embarazo. Esta vez el premio era uno de los más grandes de Alemania, dado por la Fundación Alexander Von Humboldt. Un premio que consiste en 1.3 millones  de euros para continuar con su investigación y llevarse consigo a tres estudiantes al Instituto Max Planck de Astronomía (MPIA).

Regresará a la primera ciudad en la que vivió, esta vez para resolver otros desafíos. El nuevo enigma son los planetas gigantes que nacen de discos sin mucha masa. Un asunto imposible según los cálculos pero evidente de acuerdo con la observación. Y, entretanto su hija, que lleva por nombre el de una luna de Jupiter: Elara.  

Es la mamá más feliz del mundo, me lo dijo. En pocos meses se irá a Europa, la bebé continuará en la guardería allí y el rumbo de las cosas será el de siempre. El que la lleva a pensar que ha “hecho todo lo correcto para estar en el momento justo ahí”, en cualquier lugar al que ha ido, con todo lo que ha ganado, bajo las estrellas que todavía la desvelan.

Alexandra Olaya Castro, la física que se preguntó sobre la fotosíntesis

Actualmente es madre de dos niños y profesora de tiempo completo de la University College de Londres (UCL). Fue la primera latinoamericana en recibir la Medalla Maxwell del Institute of Physics de Londres en el 2016.

A la hora de elegir su carrera Alexandra Olaya Castro ni siquiera consideró si eran poquitas o no las mujeres que se movían en ese campo. Quiso estudiar física únicamente motivada por la curiosidad. Porque, en sus palabras, “era una manera distinta de ver el mundo y encontrarse con cosas que contradecían la misma intuición”. Desde que estudió Licenciatura en Física en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, en Bogotá, quedó unida de por vida con la afición de resolver preguntas que, quizá, pocos se hacen.

En física también hizo una maestría en la Universidad de los Andes y viajó a Reino Unido para hacer un doctorado becada en la Universidad de Oxford. Estando allí, sólo tres años después de llegar a otro país, se lanzó por primera vez a hacer investigación independiente. Tenía 29 años, era latina y mujer. Hoy, también mamá de dos niños y profesora de tiempo completo en el Departamento de Física y Astronomía de la University College de Londres, sigue hablando con pasión de la física, planteándose sus propias preguntas y buscando responderlas con el equipo de investigación.

Al preguntarle cuál es el campo qué la cautiva tanto, lo que aún investiga, Alexandra responde con pocas palabras: “Usamos la física cuántica para entender la biología. Especialmente en las moléculas que tienen que ver con la fotosíntesis”. Pero cuando lo explica detalladamente se entiende por qué es un tema que deja sin aliento y por qué la hizo ganadora de la Medalla Maxwell del Institute of Physics de Londres en el 2016. Un premio que, entre otros, también se han llevado personajes como Steven Hawking.

“Queremos entender cómo funciona la naturaleza y una de las cosas en las que me he concentrado es en la fotosíntesis, en cómo las plantas utilizan la luz solar, el CO2 y el agua para producir oxigeno y biomasa."Sabemos que, para atrapar la luz, las plantas tienen unas moléculas muy muy pequeñas, del orden de los nanómetros”, comenta. “Tan pequeñas que es como si cogieras un cubo de azúcar y lo dividieras en un millón de partes y, esos pedazos, los divides en 10 partes, ese es el tamaño. En esa escala no puedes utilizar la física clásica del mundo macroscópico , sino que debes describir los procesos con física cuántica”. En otras palabras, lo que está persiguiendo Alexandra es encontrar cuáles son las leyes de la biofísica a una escala tan mínima que, incluso, nos cuesta dimensionar.

Si se logran descifrar esas leyes, entonces también se pueden reproducir, artificialmente, la forma cómo funcionan sus sistemas para usarlas a nuestro favor. A futuro, comenta, es pensar en “una batería orgánica y alimentada por luz solar para los celulares o tener sistemas microscópicos que sepan aprovechar la luz del sol”.

Aunque al decidir estudiar Física ella ni pensó en que era un campo dominado por hombres, sí lo fue notando a medida que iba subiendo en los escalafones académicos. A Alexandra le ha tocado hacer “piruetas” con sus horarios y tiempos, que sus colegas, en mayoría hombres, ni les ha tocado imaginar. Sólo decidió tener hijos cuando tuvo la estabilidad de ser contratada como profesora asistente, en el 2012, y para ir a congresos, simposios y reuniones en otras ciudades, se llevaba a su hija y alguno de sus padres la acompañaba para estar pendiente.

También tiene presente una anécdota amarga que sucedió en uno de estos eventos. En una conferencia en Alemania, en donde de 100 personas solo había dos mujeres, un colega, en tono de chiste, le preguntó: ¿Qué haces acá, nos vas a servir el vino? “La mayoría de los hombres no estuvieron de acuerdo, pero sí era el imaginario que tenía esta persona, solo una persona, de una generación más anterior a la mía, porque era mujer y latina”, recuerda.

Ahora sabe que, en una ciencia como la física, y sobre todo en su nivel de especialidad, son pocas las mujeres. Tiene las cifras claras: “En Reino Unido sólo el 38% de personas haciendo  investigación son mujeres, un porcentaje parecido con el de Colombia. La diferencia es que mientras acá 4.500 personas por millón hacen ciencia, en Colombia el número se reduce a 90 personas por millón”.

 

Por Camila Taborda y María Mónica Monsalve

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