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En busca de la materia perdida del universo

El astrónomo Jean-Pierre Macquart falleció esta semana justo cuando su trabajo para aclarar este misterio del universo le daba la vuelta al mundo.

Juan Diego Soler

12 de junio de 2020 - 05:38 p. m.
Una nueva técnica de medición explica el problema de la materia escondida en el universo: las ráfagas rápidas de ondas de radio.
Foto: Agencia EFE
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Materia oscura. Energía oscura. Dos términos que nos acostumbramos a escuchar como si solamente por tener nombres ya estuvieran amaestrados. Dos conceptos que aún desafían a quienes trabajan en la vanguardia de la cosmología, la ciencia que estudia el universo como un todo. Y tal vez por el misterio que envuelven la materia y la energía oscura, un enigma aún mayor pasaba inadvertido: no sabíamos en dónde estaba gran parte de la materia que sí podemos medir directamente. Hasta la semana pasada. (Lea: Buscando una sorpresa del universo en el confín del mundo)

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El modelo que -hasta donde sabemos- describe mejor el inicio y la evolución del universo está apuntalado en cuatro observaciones. Primera, la existencia de una radiación de fondo en frecuencias de microondas que llena el universo entero y haría que usted viera el cielo resplandecer en todas las direcciones del firmamento si sus ojos fueran sensibles a ese tipo de luz. Segunda, la distribución de las galaxias a gran escala, algo que se ha medido observando el cielo más allá de nuestra galaxia en múltiples frecuencias. Tercera, la abundancia de hidrógeno, deuterio (hidrógeno con un neutrón en el núcleo), helio y litio, que son los elementos químicos más básicos y se miden usando observaciones de la luz en múltiples frecuencias, pero también muestras de cometas y meteoritos. Finalmente, la expansión acelerada del universo que se determina midiendo la luz emitida por las supernovas, las explosiones de estrellas masivas que momentáneamente pueden ser tan brillantes como galaxias enteras.

Cualquier idea sobre nuestro universo tiene que explicar esas observaciones de su naturaleza. Han sido posibles gracias a generaciones de hombres y mujeres trabajando en física, astronomía e ingeniería en los casi 100 años de historia de la cosmología. Se condensan en el modelo que conocemos comúnmente como teoría del Big Bang, pero que en los libros de física se llama Lambda CDM. Lambda es la letra griega que Einstein usó en sus ecuaciones y está relacionada con la energía oscura, responsable por la expansión acelerada del universo. CDM son las siglas en inglés de materia oscura fría, que explica -por ejemplo- los patrones de rotación de las galaxias. Antes de que arroje el periódico por la ventana, -o peor aún, deje de leer esta noticia- recuerde que descifrar las leyes que rigen el universo es como entender las reglas del fútbol viendo por primera vez un partido ya comenzado.

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Uno de los resultados claves de la teoría del Big Bang es una estimación de la materia que existe en el universo, no la materia oscura, sino la materia común y corriente (que los físicos llaman materia bariónica) de la que estamos hechos usted y yo, y todos los objetos que usted usa y ve diariamente. Y uno de los problemas abiertos de esa teoría es que esa estimación no cuadraba con el inventario que se puede hacer midiendo la cantidad de materia bariónica en las estrellas, galaxias y cúmulos de galaxias. A la cosmología moderna no le cuadraban las cuentas, le faltaban por lo menos tres cuartas partes de la materia que sí deberíamos ver. (Puede leer: Telescopio espacial Hubble: un longevo portal al universo)

Existen alternativas científicas razonables a la teoría del Big Bang. Algunas que implican que las leyes de la física cambian en el tiempo -imagínese si le tocara actualizarse con una clase de física cada año- o un universo en oscilación. Pero antes de demoler el edificio había que medir. Esa materia podría estar escondida en el gas tenue que rodea las galaxias, que es tremendamente difícil de medir con las técnicas observacionales de las que disponíamos hasta hace muy poco. Hizo falta una nueva técnica de medición -desconocida hasta hace poco- para solucionar el problema de la materia escondida en el universo: las ráfagas rápidas de ondas de radio.

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Las ráfagas rápidas de ondas de radio fueron descubiertas en 2007 por el astrónomo -y talentoso guitarrista de jazz- Duncan Lorimer y su estudiante David Narkevic cuando revisaban el archivo de las observaciones hechas con el radiotelescopio Parkes, en Australia, el 24 de julio de 2001. Se trataba de un pulso de una milésima de segundo, unas mil veces más tenue que la señal de un teléfono celular en la Luna, medido desde la Tierra. Otras ráfagas similares fueron encontradas en los archivos de Parkes y de otros radiotelescopios y por fin en 2015 se registró la primera observación en vivo.

No sabemos con seguridad cuál es el origen de estas ráfagas de ondas de radio, y es uno de los temas de investigación en astrofísica más atractivos en este momento. Aunque algunas de estas ráfagas se repiten con regularidad, otras aparecen completamente al azar. Pero si dejamos a un lado el hecho que no sabemos cuál es su fuente, estas ráfagas son una herramienta increíblemente poderosa para observar el universo. Son como el destello de un faro en una noche nublada. Como un comentario de Hernán Peláez en medio del partido que está jugando el universo. Y efectivamente nos han dado la mejor pista para resolver el misterio de la materia perdida. (Lea también: Isaac Newton y la física en los tiempos de la peste bubónica)

La semana pasada, un equipo de investigadores encabezados por el profesor Jean-Pierre Macquart, de la Universidad Curtin en Perth, Australia, reportó la observación de cuatro ráfagas de ondas de radio a partir de las cuales determinaron densidades de materia que son consistentes con las predicciones de la teoría del Big Bang, que ya sabemos que en realidad se llama Lambda CDM. Estas observaciones fueron posibles gracias al Australian Square Kilometre Array Pathfinder (ASKAP), un conjunto de 36 antenas parabólicas idénticas, cada una de 12 metros de diámetro, que observan simultáneamente desde el occidente de Australia, en uno de los lugares más remotos del planeta Tierra.

Este hallazgo no solamente resuelve uno de los interrogantes abiertos en el modelo que usamos para entender el universo y vislumbra lo que será una nueva era de descubrimientos. ASKAP es apenas un sistema de pruebas para SKA, siglas en inglés de la matriz internacional de kilómetros cuadrados, el radiotelescopio más grande y sensible del mundo que reunirá la observaciones de antenas en Australia y África, uno de los proyectos científicos más ambiciosos del siglo XXI que desde ahora ya desafía los limites de nuestra tecnología. La operación del SKA producirá un volumen de datos 10 veces mayor al del tráfico de internet en todo el planeta en ese momento, y las redes que permiten manejar y analizar esa cascada de información aún están en construcción. No dude que las soluciones que se exploren en el SKA serán sendas que indique el camino para la telecomunicación global del futuro.

Es poco probable que el primer humano en preguntarse por el origen del universo haya imaginado las interminables ramificaciones de los caminos que hemos recorrido para obtener una respuesta. Es difícil que haya pensado en la belleza y la diversidad de los fenómenos que envuelven esa pregunta. Las respuestas simples, los bosques de canela que se persiguen en las novelas de William Ospina, son las primeras que inundan las mentes de los hombres. Pero cuando nuestros nietos aprendan sobre las ráfagas de ondas de radio y las mediciones de la materia en el universo en las enciclopedias del futuro también les parecerá increíble que esas respuestas no se nos hubieran ocurrido. (Podría leer: Así resolvieron el misterio de “la materia faltante” en el cosmos)

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Astrofísico colombiano, del Instituto Max Planck en Heidelberg, Alemania.

Por Juan Diego Soler

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