La primera vez que Cristian Benavides-Cabra le echó un vistazo a las vértebras de un reptil marino que fue a ver a Villa de Leyva, le pareció que eran muy raras. Él estaba buscando piezas de plesiosaurios —que solían tener el cuello muy largo—, pero lo que vio no encajaba muy bien con la forma de esos reptiles que vivieron en lo que hoy conocemos como Boyacá.
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“Se me hicieron muy extrañas. No entendía bien de qué eran”, dice. “Yo estaba haciendo mi tesis de maestría sobre plesiosaurios, pero esas vértebras tenían un tamaño muy grande”. Bastó, luego, una mirada de la profesora María Páramo Fonseca, una conocida paleontóloga colombiana que falleció los primeros días de este año, para despejar las dudas: las vértebras que estaban viendo pertenecieron a un tiburón. Posiblemente, uno gigante.
Hoy Benavides-Cabra tiene completa certeza: las piezas que vio, por primera vez en 2015 en la Fundación Santa Teresa de Ávila, en Villa de Leyva, son de un tiburón de 6,65 metros de longitud, es decir, tan grande como una van de transporte escolar. Un poco más grande, incluso, que buena parte de los tiburones blancos actuales de los que se tiene registro. Las conclusiones a las que llegó, junto con un grupo de colegas, las acaba de publicar en un artículo en la revista Cretaceous Research, muy popular entre quienes se dedican a la paleontología.
Benavides-Cabra también es paleontólogo y hace parte del grupo del Museo Geológico Nacional José Royo y Gómez, del Servicio Geológico Colombiano. Se emociona al explicar sus hallazgos porque sabe que dio con una rareza: además de vértebras y dientes, detectaron rastros de piel, cartílago y músculo, algo muy inusual en fósiles de animales que vivieron entre hace 117 y 113 millones de años, como el Protolamna ricaurtei, el nombre científico de este tiburón lamniforme, un grupo que comparte con especies como el tiburón blanco o el tiburón peregrino.
La aventura con este fósil, en realidad, empezó hace más de 30 años. Como cuenta Benavides-Cabra, la primera persona que encontró esa pieza fue Arquímedes Moreno. La halló en 1993, en la Loma La Catalina, en la vereda Cañuela, en Villa de Leyva. Allí está un yacimiento de la Formación Paja, que es tan grande que se puede extender hasta el departamento de Bolívar.
Aquella vez, Arquímedes Moreno tomó una buena decisión: prefirió no guardarlo, sino dárselo a la junta de acción comunal. Dos décadas más tarde, en 2015, pasó a manos de la Fundación Santa Teresa de Ávila, a donde fue a parar este grupo de paleontólogos en busca de huellas de reptiles.
Como sospecharon que podrían tener entre manos algo fuera de lo común, por esos años empezaron las gestiones para trasladarlo, en préstamo, a la Universidad Nacional. Allí llegó en 2018, cuando empezó la verdadera odisea.
Un tiburón con muchas sorpresas
Es difícil sintetizar en unos pocos párrafos el trabajo que llevó a cabo el equipo de investigadores, cuando esas piezas llegaron al Laboratorio de paleontología de vertebrados de la Universidad Nacional, en Bogotá. José Narváez-Rincón, otro de los autores, prefiere dividirlo en dos grandes “pasos”: primero, un trabajo mecánico en el que remueven con extremo cuidado la roca adherida a los fósiles, pues cualquier error podía echar a perder un valioso tesoro. Segundo, una preparación química que debía ser, reitera, “muy meticulosa”. Cualquier paso en falso en el uso de las sustancias que suelen emplear, podía arruinar las vértebras del tiburón del Cretácico Inferior, como se llama el período en el que vivió ese ejemplar de Protolamna ricaurtei.
Al final de ese proceso, que les tomó siete años y en el que se les atravesó una pandemia, se dieron cuenta de que no solo habían hallado 107 vértebras y más de cien dientes, sino aquellos tejidos blandos que sobrevivieron al paso del tiempo.
Hoy no tienen dudas: es el fósil más completo de tiburón lamniforme del Cretácico Inferior en todo el planeta. Se han hallado piezas en otros países de Sudamérica como Argentina, Brasil, Chile y Venezuela, pero en ningún caso rastros de piel, músculos y cartílago.
¿Para qué sirve haber identificado bajo un microscopio electrónico esos fragmentos? Para muchas cosas: como escriben en el artículo de Cretaceous Research, el análisis de esas piezas les ha permitido saber detalles excepcionales sobre cómo eran esos animales que habitaron esa porción de Colombia. Uno de los principales, es tener la seguridad de que es el fósil de tiburón lamniforme gigante más antiguo conocido.
Además, explican en una videollamada Benavides-Cabra, Narváez-Rincón y Daniel Pomar —otro de los autores—, ahora saben, gracias al análisis de sus dientes, que aquel tiburón se alimentaba de presas no muy grandes como otros tiburones pequeños, peces y algunos crustáceos y cefalópodos.
También saben, por sus dentículos dérmicos (que equivalen a las escamas en peces como la trucha), que no se movía tan rápido como un tiburón blanco, pero no era tan lento como un tiburón peregrino.
Otro par de particularidades encontraron: que, a diferencia de lo que sucede con los cadáveres de estos animales, el de este individuo no se quedó flotando hasta descomponerse, sino que algo lo sostuvo en el fondo del mar. Lo que sospechan es que un grupo de bacterias jugó un papel determinante y permitió que no se perdiera todo el tejido blando.
La otra sorpresa que se llevaron fue el hallazgo de unos huesos de tortuga en ese fósil. Aunque, en principio, pensaron que pudo ser parte de su dieta, hoy creen que, por alguna razón, el cuerpo de ese reptil terminó depositado en el mismo espacio que el del tiburón. “Los huesos de la tortuga están articulados y no presentan rasgos de degradación por ácidos gástricos, como debería haber sucedido”, explica Narváez Rincón.
Pero lo que verdaderamente los dejó boquiabiertos fue el tamaño de los dientes y su relación con la longitud del tiburón. ¿Por qué? Porque hasta el momento, los paleontólogos que estudian este tipo de especies se han guiado por el tamaño de los dientes para calcular cuánto puede medir el cuerpo. Sin embargo, este grupo de científicos está seguro de que tiene en su bolsillo la primera evidencia de que dientes más grandes no corresponden, necesariamente, a un mayor tamaño corporal.
El del tiburón lamniforme que hallaron y que entra en la categoría de “gigante”, tenía unos sorprendentemente pequeños. Tal vez, de ahora en adelante, sus colegas deberán empezar a replantearse esa hipótesis e interpretar los fósiles de estos depredadores con unos nuevos lentes.
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