Herman Moreno, el heredero de Llinás

Al cerrar su laboratorio en la Universidad de Nueva York, Rodolfo Llinás le dijo al neurólogo colombiano Herman Moreno, que trabaja descifrando enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer: “Llévese lo que quiera. Hay que seguir haciendo cosas buenas con estos equipos”.

PABLO CORREA
25 de marzo de 2018 - 02:40 a. m.
Herman Moreno, de 53 años, es profesor asociado de la Universidad del Estado de Nueva York y profesor adjunto en la Universidad de Columbia. / Gustavo Torrijos
Herman Moreno, de 53 años, es profesor asociado de la Universidad del Estado de Nueva York y profesor adjunto en la Universidad de Columbia. / Gustavo Torrijos

No podían ser más distintos. Llinás es solemne. Moreno es desparpajado. Llinás, sobrio con las palabras. Moreno, elocuente y profuso. Llinás, más irascible. Moreno, apacible y cómico. Llinás, más metódico y clásico. Moreno, más sinuoso en su pensamiento. Uno de rutinas precisas. El otro más caótico. Son dos fuerzas contrarias con una misma obsesión: entender los mecanismos más elementales del cerebro.

Herman Moreno, hoy de 53 años, se apareció en el laboratorio de Rodolfo Llinás cuando apenas tenía 23 años y Llinás ya era un científico renombrado. Había terminado la carrera de medicina en la Universidad de Caldas un par de años atrás. No le gustaba mucho la medicina, a decir verdad. Su mente divagaba entre la filosofía, la física, la química, la literatura y la música. Pero su mamá, una matrona pereirana, creía que “más importante que el conocimiento es la disciplina”, y no tuvo otra opción que terminar lo empezado. Su papá sólo tenía una exigencia: que no fuera chofer. Promesa que cumplió a tal punto que ni siquiera saber conducir bien.

Después de un tiempo como asistente en los laboratorios de fisiología de la Universidad Nacional y en el hospital San Juan de Dios, en Bogotá, al lado de los médicos especialistas en cuidado intensivo, viajó a Nueva York. Su plan consistía en aprender inglés y regalarse unos meses como asistente en un laboratorio de investigación. Luego regresaría a Colombia. Una profesora de inglés, a quien él le recomendaba autores latinoamericanos, entre ellos su favorito, el cubano José Lezama Lima, le dijo que sabía de un colombiano que enseñaba neurofisiología en la Universidad de Nueva York. Después de tres intentos, por fin logró que Llinás lo atendiera.

—¿Qué quiere? —dijo Llinás sin muchos preámbulos.

—Quiero observar qué hacen en un laboratorio.

—¿Usted qué ha hecho en la vida?

—Soy médico. Hice dos años de cuidado intensivo y escribí un artículo sobre neurotoxinas de peces en Colombia.

Llinás lo interrumpió para ponerlo a prueba:

—¿Cual es la ecuación de Katz, Huxley y Hodgkin?

—¿Quiénes? Sinceramente, nunca había oído mencionar a esos señores —respondió Moreno.

Llinás perdió la paciencia:

—Esos señores son los más importantes de la biofísica contemporánea. Sin eso no puede estar hablando de canales de sodio. Es un atrevimiento académico.

Moreno, consciente de que no tenía mucho que perder y que lo más probable es que no volvería a ver a Llinás, respondió con nobleza, sin miedo: “No los conozco pero puedo aprender. Si miro la ecuación y me la explican, puedo entenderla”.

Unos minutos más tarde, Llinás tomó el teléfono de su oficina en el cuarto piso del Langone Medical Center y llamó a Bernardo Rudy, en el primer piso, un profesor mexicano famoso por sus trabajos en canales de potasio y transmisión sináptica, mensajes entre neuronas. Le dijo que tenía a un joven colombiano interesado en trabajar en investigación, pero que ni siquiera sabía quiénes eran Bernard Katz, Alan Hodgkin y Andrew Huxley.

Bernardo Rudy, de pelo rojo, barba roja, un tipo corpulento que había estudiado al lado de Hodgkin, lo esperó en un pasillo y le explicó que su tarea consistiría en operar ranas y sacarles los huevos. De esos huevos salían las células que usaban para estudiar diferentes proteínas que jugaban algún papel dentro de las células nerviosas. Durante los siguientes tres meses, Herman Moreno se hizo cargo de las tareas básicas del laboratorio, preocupándose por tener siempre listos los huevos de rana que necesitaba el estudiante de doctorado, el chino Jen-Wei Lin.

“El chino no me hablaba. Yo tenía un diario en el que anotaba lo que veía: movió el botón verde arriba; puso el electrodo en agua; movió a la derecha el osciloscopio; tocó el botón rojo”. El trato frío entre Moreno y el Lin se rompió un día después de ver la misma película: El Gatopardo. Lin se impresionó cuando Moreno comenzó a hablar de cine. Ambos resultaron cinéfilos. En los meses siguientes, Lin se dedicó a explicarle paso a paso cada una de las técnicas del laboratorio y las ecuaciones de biofísica más importantes.

Un año y medio más tarde se despidió de todos en el laboratorio. Sin dinero, porque no era un trabajo remunerado, decidió volver a Colombia. “Ni siquiera me despedí de Llinás. Le dije a Bernardo: ‘Me voy. Le agradezco mucho. Usted ha sido una gran persona. Nunca lo voy a olvidar’. Busqué a Jen-Wei. Me dijo: ‘Usted es muy especial para quedarse en un laboratorio. Yo sé que esto era un juego para usted, pero lo tomó con seriedad. Lo apoyo en lo que pueda, donde sea. Vamos a ser amigos toda la vida’”.

Moreno cometió un error. Dejó un número de teléfono que no funcionaba. Bernardo Rudy y Llinás, empecinados en volver a reclutarlo, lo buscaron por todas partes, pero nadie sabía de él. Conjeturaron que debía pertenecer a una célula guerrillera y estaba en el monte. El misterio se resolvió dos años más tarde, cuando Llinás dictaba una conferencia en Bogotá y lo vio en medio del auditorio. “No se me vaya a ir”, le dijo. “Lo vamos a recibir en la universidad”.

Pocos días más tarde, su antiguo tutor le envió US$400 de su propio bolsillo y un pasaje de avión. En los dos años siguientes publicó tres artículos científicos en revistas prestigiosas. Entre ellos uno al lado de Joseph Schlessinger en Nature, una autoridad mundial en enzimas involucradas en la trasmisión de mensajes en las neuronas. “Trabajamos como locos”, recuerda Moreno.

A pesar de eso, sus perspectivas no eran las mejores. No había validado su título como médico en Estados Unidos, no tenía un doctorado ni una especialización. Aunque le ofrecieron un Ph.D. en la Universidad Autónoma de México, lo rechazó. Después de pasar unos meses junto a la colombiana Isabel Llano en el Instituto Max Planck para Biofísica y Bioquímica, en Gotinga (Alemania), decidió tomar el camino aburrido: estudiar para los exámenes de medicina nacionales de Estados Unidos. Una vez superada esa prueba fue aceptado para estudiar neurología en la Universidad del Estado de Nueva York.

“Me recibieron con la amabilidad más espantosa. Pero el primero de los cuatro años fue horroroso. En el hospital más miserable de Brooklyn. Trabajando como médico interno”, cuenta. Luego todo comenzó a mejorar. Sus tutores sabían de su interés por la ciencias básicas y le dieron tiempo para investigar.

Moreno era consciente de que había llegado la hora de definir un camino propio. Elegir enzimas como las que investigaba Rudy era imposible. Competir con Llinás y Lin en canales de calcio era una locura. Esos asientos ya estaban ocupados.

“Decidí trabajar en enfermedades neurodegenerativas. Y lo combiné con lo que había hecho al lado de ellos, con canales de calcio y potasio. En eso es en lo que trabajo ahora”.

En 2003 terminó neurología y realizó una subespecialización en neurocomportamiento en la Universidad de Columbia. Era el lugar ideal para estudiar demencias. El grupo de neurólogos era experto en todo tipo de demencias: asociadas a párkinson, por degeneración de núcleos basales, genéticas, etc. Se quedó un año más como investigador asistente, pero decidió buscar una mejor posición: “Las universidades, mientras más importantes son más estresantes”.

En la Universidad Albert Einstein le ofrecieron una posición, pero la rechazó bajo el contundente argumento de que no quería convertirse en un tumor dentro del laboratorio de otra persona. En la Universidad del Estado de NY, su casa, le ofrecieron más libertad y aceptó ser profesor asociado y dedicar unas horas extra como profesor adjunto en la Universidad de Columbia. Junto con investigadores de Columbia, Duke y Harvard intenta descifrar los mecanismos básicos de las demencias.

Van detrás de una pista. Hasta ahora, los esfuerzos de la mayoría de investigadores se han centrado en dos proteínas sospechosas de provocar el alzhéimer. La proteína Tau y el amiloide. Pero parece que detrás del alzhéimer en realidad se esconde un desorden de lípidos. “Los factores de riesgo más fuertes para el alzhéimer son hipercolesterolemia y enfermedad cerebrovascular. ¿Por qué los lípidos? No se sabe. Mi trabajo es mirar qué ocurre en la trasmisión nerviosa cada vez que se altera un lípido. Yo pongo en contexto funcional lo que hacen los bioquímicos”.

Uno de esos lípidos, esfingosina 1 fosfato, por ejemplo, está alteradísimo en los pacientes con alzhéimer, pero también tiene un rol importante en el cáncer y la esclerosis múltiple. “El vínculo entre esas tres enfermedades nadie lo ha trabajado. Esa es mi nueva tarea”, dice.

Estados Unidos, principalmente, ha invertido enormes cantidades de dinero para apoyar la investigación de enfermedades neurodegenerativas, en particular el alzhéimer. Con grupos de genetistas, biólogos celulares, bioquímicos, neurofisiólogos, médicos detrás de terapias para las demencias, un grupo de enfermedades que en conjunto afectan a 47 millones de personas en el mundo, y se prevé que esta cifra aumente a 75 millones de aquí a 2030. Se calcula que el número de casos de demencia prácticamente se triplicará para 2050.

“Creo que, aunque aún no ha habido ni una sola respuesta farmacológica o de otro tipo positiva al tratamiento, vamos por el camino adecuado. Y como ocurre con frecuencia en la ciencia y en el pensamiento en general, tuvimos que reconsiderar lo hecho hasta ahora. Quizás necesitamos replantear el paradigma. Muy probablemente estuvimos marchando por una ruta equivocada y, una vez nos enrutemos, puede ser que encontremos una forma de resolver o al menos aliviar este serio problema de salud pública. Pienso entonces que el futuro para el tratamiento de las demencias es promisorio. Lo que sí es triste es ver el mínimo apoyo que tiene la ciencia en Colombia y la falta de interés y conocimiento de los encargados de su administración. Qué doloroso ver esto”, reflexiona el neurocientífico colombiano.

“Herman es una persona muy especial, por el amplio espectro de los temas a que se interesa. Es un poco como aquellos personajes del Renacimiento, con un gran amor por las artes y por la ciencia”, dice su antigua tutora Isabel Llano, al frente del Laboratorio de Fisiología Cerebral de la Universidad París Descartes. “Es muy valioso su trabajo, precisamente porque está haciendo preguntas de neurociencia básica, de cómo funcionan ciertos aspectos de la fisiología de las neuronas, siempre teniendo en mente el modo en que las respuestas que encuentra a sus preguntas pueden cambiar la manera como él entiende la enfermedad”.

A finales del año pasado, Llinás lo llamó para contarle que había llegado la hora de cerrar su laboratorio en la Universidad de Nueva York.

—Venga y llévese lo que quiera. Hay que seguir haciendo cosas buenas con estos equipos.

Pocos días más tarde, Herman Moreno pasó por el laboratorio donde hizo sus primeros experimentos hace 25 años. Eligió un equipo de patch clamp, uno de voltimetría y otro de imágenes.

—Me llevo estos tres —dijo. Pero sus ojos estaban puestos en un equipo láser que hace adquisición de dos o tres fotones. Un sistema que trabaja con todo el espectro de luz. Desde los infrarrojos hasta la luz ultravioleta. Tan potente que permite estudiar pequeños compartimentos dentro de las dendritas de una neurona. Siempre había soñado con un equipo como ese, que supera el millón de dólares.

—Lléveselo —dijo Llinás.

“Me tocó conseguir microgrúas para sacarlo. La mesa solamente pesa 60 toneladas. Fue triste ver cómo Rodolfo cerraba un ciclo y yo empezaba el mío. Mis estudiantes estaban boquiabiertos cuando vieron todos esos equipos”.

¿Por qué cree que Llinás le dejó este legado? Herman Moreno lo piensa un poco antes de responder: “No sé. Es como el albur de la ciencia. Le dan una herramienta y usted mira qué parte de la selva explora”.

Por PABLO CORREA

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar