"Las bolas de Cavendish", engaño con apariencia de verdad

El astrofísico colombiano Juan Diego Soler comenta el último ensayo de Fernando Vallejo donde el blanco, esta vez, es la física teórica.

Juan Diego Soler
02 de mayo de 2017 - 06:05 p. m.
"Las bolas de Cavendish" es el sexto libro de ensayos del escritor Fernando Vallejo.  / Archivo El Espectador
"Las bolas de Cavendish" es el sexto libro de ensayos del escritor Fernando Vallejo. / Archivo El Espectador

Las bolas de Cavendish, el título del nuevo libro de Fernando Vallejo, es un juego de palabras que hace referencia a uno de los experimentos clásicos en la historia de la física. En ese experimento, realizado hacia 1789, el físico inglés Henry Cavendish utilizó dos pares de esferas de plomo para estimar la densidad del planeta Tierra e indirectamente realizar la primera medición de la constante de gravitación universal. Es una curiosa elección para el título de la obra porque Vallejo nos hace saber claramente que no le gusta el experimento, no le gusta el artículo en el que Cavendish reportó sus resultados y en general no le gustan muchas cosas de la física. 

En el transcurso del libro, Vallejo se da rienda suelta por la historia de la física. Visita a toda prisa los grandes conceptos y los grandes autores. Va galopando a gran velocidad por un bosque de referencias en donde lo perdemos de vista pero escuchamos los hachazos con los que quiere convertir en leña autores, observaciones y teorías, limpiando enormes espacios y periodos idea tras idea, árbol tras árbol. (Vea también: Las bolas de Vallejo)

Aunque es indudable el conocimiento enciclopédico desplegado en la cascada de referencias sobre las que navega este monólogo, leerlo detenidamente deja en claro que la valoración que hace Vallejo de la física está basada en una única evidencia: su opinión personal. Por eso cae en los lugares comunes en los que he visto caer a los estudiantes cuando se exponen por primera vez a una clase de física y presa de la frustración o el pánico, prefieren renegar de la fuerza centrípeta antes de reconocerla cada vez que el bus que los lleva a estudiar toma una curva.

Es claro que a Vallejo no le gusta en lo absoluto la abstracción que involucran algunos los conceptos de física. Por eso arremete contra los experimentos mentales con los cuales Einstein introducía la teoría de la relatividad y por eso no duda en llamarlo “embaucador” o “farsante”. Tampoco le gustan mucho las ecuaciones, aunque no duda en poner sin pudor en medio de su texto la ecuación de Schrödinger, sin explicar ni uno solo de sus términos. Desde la estatura moral que le da haber nacido en el siglo XX, Vallejo cree poder juzgar a Newton, a Hubble, o a Bohr. Por eso, como un comentarista de fútbol que “predice” la estrategia ganadora después del pitazo final, regaña a los autores por estar ciegos a la interpretación de sus descubrimientos, aunque un visión más serena de la historia demuestraque toma generaciones enteras de físicos para entender el alcance de los grandes descubrimientos. El regaño se extiende por igual a los físicos contemporáneos y a los divulgadores científicos por no leer la obra de Newton como si fuera la Biblia, por usar la palabra nada, por usar la notación científica. Pero el regaño no es una sorpresa, la verdadera sorpresa es que sea tan tibio y superficial.

En un mundo en donde los predicadores salen en los programas de variedades de la mañana mostrando imágenes de galaxias que no entienden pero que usan para predicar su interpretación de quiénsabecuál evangelio, Vallejo elige pelear contra el espectro electromagnético. En un mundo donde la palabra cuántico se usa para vender curas milagrosas y productos inútiles, Vallejo se burla detenidamente, título por título, de los anuncios de los premios Nobel otorgados por trabajos en la teoría cuántica. En lugar de adentrarse en la madriguera del conejo al citar el punto frío en la radiación de fondo de microondas, Vallejo se detiene para celebrar su propio Big Bang personal, su nacimiento. No hay “física exótica”, multiversos ni
energía oscura que lo detengan, la física entera se convierte en una caja de resonancia de su hastío. Pero su crítica se esparce sobre la inmensidad de los conceptos y se reduce apenas a una capa tenue sobre un océano profundo.

Recientemente, se han escrito grandes obras sobre la historia de la física en donde es evidente que hay algo que aún es desconocido más allá del éxito predictivo de las teorias modernas. En “Como los hippies salvaron la física”, David Kaiser muestra el pasado más psicodélico detrás de la aparente seriedad de la física. En “Relojes de Einstein y mapas de Poincaré”, Peter Galison narra como los trenes, el telégrafo y el colonialismo fueron cruciales para el desarrollo de la teoría de la relatividad. En su libro “El nacimiento de un teorema”, el célebre matemático Cédric Villani narra cómo un científico pasa la mayor parte de su tiempo equivocándose y como las teorías que hoy vemos como exitosas no son apenas el producto de la genialidad individual sino también de un ecosistema científico adecuado y de una dosis no despreciable de suerte. Pero la rigurosidad, la comprensión de la actividad científica o la generosidad que se encuentra en esas obras no se asoma en el libro de Vallejo.

Hace falta paciencia y pasión para entender algo de física, por eso explicarla claramente es difícil, pero complicarla es extremadamente fácil. Al llegar a las últimas páginas de “Las bolas de Cavendish” supe que había pagado con mi tiempo para entender que la gran impostura, el engaño con apariencia de verdad, es el mismo libro. Intentar aprender algo sobre física en medio de tanto cinismo es tan productivo como intentar vaciar el océano con una canasta.

Por Juan Diego Soler

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