En el Congreso se radicó un proyecto hace unas semanas de ley que busca prohibir el ingreso, importación, producción, comercialización, exportación y liberación de semillas genéticamente modificadas, también conocidas como transgénicas, a través de una modificación de la constitución.
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La propuesta legislativa fue presentada y firmada por 13 congresistas de la bancada del Gobierno (Pacto Histórico, Comunes, CITREP, entre otros), liderado por los representantes Eduard Sarmiento, Robert Daza, Gabriel Becerra, entre otros. Es una de las propuestas legislativas más restrictivas que se han discutido en los últimos años. No es la primera vez que hay un proyecto de este tipo en el Congreso. Ya otros tres han intentado lograr algo similar, pero han sido archivados.
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Como en otras ocasiones, la idea de prohibir que en el país haya Organismos Genéticamente Modificados (OGM) —que son organismos a los que se les ha transferido un gen para que expresen una característica útil— ha despertado inquietud entre varios científicos. Entre se encuentra Felipe Sarmiento, líder del grupo de Ingeniería Genética de Plantas de la Universidad Nacional, un centro de investigación dedicado a la generación de semillas y especies transgénicas.
Sarmiento es claro cuando opina sobre el proyecto: “se trata de una propuesta basada en verdades a medias y en literatura gris, en el mejor de los casos. Si bien busca objetivos loables como proteger semillas criollas de la contaminación, frenar la pérdida de biodiversidad y, entre otras cosas, tomar medidas preventivas frente al riesgo del desarrollo de cáncer por el uso de glifosato en estos cultivos, no es demuestra claramente que la prohibición sea el camino”.
En la misma línea, Luis Fernando Echeverri, doctor en Ciencias Químicas de la Universidad de Antioquia, asegura que es un proyecto que podría tener graves consecuencias en el país. “Hace poco en México se prohibió el cultivo de maíz transgénico, y lo que estamos viendo ahora en el Congreso es un poco una adaptación burda de esto, pues se prohíbe tanto la comercialización como la dispersión. Y esto puede tener implicaciones graves, si se piensa, por ejemplo, en cómo se alimentan los pollos o animales en Colombia. Si se aprueba el proyecto, quedaría prohibida gran parte de la comida”. A sus ojos, en estos debates hay que reconocer tanto críticas como virtudes.
Sesgos y un mundo de matices
Los organismos genéticamente modificados (OGM), lanzados en el mercado en la década de 1990, son individuos a los que se les introdujeron genes de otras especies para resistir a herbicidas e insectos herbívoros (que generaban consecuencias de miles de millones de dólares a la economía global) o a los que les suprimieron secuencias genéticas para retardar el proceso que hace que las frutas se pudran.
Esta fue, de hecho, una de las características del primer producto comercial transgénico exitoso: Flavr Savr, conocido como el “supertomate”, cuya vida útil era más larga en comparación con las versiones no modificadas. Fue producido por la firma Calgene, luego fue comprada por Monsanto.
Estos cambios que iniciaron con Flavr Savr se han logrado utilizando, entre otras técnicas, bacterias como Agrobacterium tumefaciens, que tiene la capacidad, de manera resumida, de insertar genes en otros organismos. Cultivos de maíz, de algodón, entre otros, empezaron a usar estas técnicas, después de esa primera semilla.
Como lo muestran cifras del más reciente GM Monitor, que es el seguimiento más estricto que se le hace a este tipo de biotecnologías y que puede ver en el mapa que acompaña estas páginas, desde 2002, el uso de transgénicos en el mundo ha venido en un aumento constante. Solo en 2024, en Colombia se cultivó un estimado de 150.000 hectáreas de cultivos transgénicos, un 1,8 % más que el año anterior. El maíz, que es el principal cultivo de este tipo en el país, creció un 2,6 % con respecto al año anterior.
El proyecto de ley que está en curso en el Congreso también muestra algunas cifras sobre esos cultivos en el país. El 72 % del área total sembrada de soya en Colombia es transgénica, indica el documento. Lo mismo sucede con el 32 % del maíz. “Todos estos datos muestran, sin lugar a duda, que los transgénicos son una realidad en Colombia”, dice Sarmiento, de la Universidad Nacional. “Tanto humanos como animales domésticos y de producción los venimos consumiendo hace décadas”.
La propuesta de los congresistas hace énfasis en un asunto que siempre sale a flote cuando se habla de transgénicos: sus supuestos efectos en la salud humana. “No existen estudios de bioseguridad completos y sistemáticos que evalúen las posibles afectaciones en toda la cadena alimentaria en humanos”, se lee en un apartado.
Para soportar ese punto, los congresistas referencia a un estudio del año 2012 realizado por Gilles-Éric Séralini, que suelen citar quienes se oponen a los alimentos transgénicos. En ese experimento, el investigador francés aseguró que los ratones expuestos a maíz transgénico desarrollaron tumores. Lo que no cuentan los congresistas es que esta investigación estuvo llena de problemas. La comunidad científica la criticó por omitir detalles claves del diseño, la realización y el análisis, por lo que no se podría confiar en las inferencias realizadas por el estudio. Incluso, tuvo que ser retractada. Una investigación de Escuela de Biociencias de la Universidad de Nottingham que abordó el mismo tema no encontró la relación que planteaba Séralini. Otro estudio publicado en 2023, que fue realizado por la Universidad Renmin de China expuso a ratones por más de 90 días a maíz genéticamente modificado sin encontrar “mortalidad ni efectos biológicamente relevantes o alteraciones toxicológicamente significativas”.
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¿Qué ha dicho recientemente la ciencia sobre los organismos genéticamente modificados? La respuesta no es sencilla, ni definitiva, pero existen algunas pistas. Una revisión científica de 2016 de la Academia Nacional de Ciencia, Ingeniería y Medicina de Estados Unidos concluyó que, aunque es difícil garantizar la seguridad absoluta de cualquier alimento, no existen evidencias de que los transgénicos actuales representen mayores riesgos para la salud humana o la seguridad alimentaria en comparación con sus versiones convencionales.
Además, un estudio publicado en la revista Nature muestra que no existe evidencia de la transferencia de genes de transgénicos al cuerpo humano, y que estos se descomponen por su paso por el intestino. Además, una investigación publicada en 2024 la revista PLoS One, que estudio los efectos de soya transgénica en ratones durante 120 días, encontró que “el consumo de soja transgénica no presentaba efectos adversos sobre las variables fisiológicas y la microbiota intestinal. Sin embargo, los resultados del antibiograma obtenidos indicaron que es necesario seguir investigando la resistencia a los antibióticos de la microbiota intestinal cuando se consumen alimentos GMO”.
Otra de las preocupaciones que señala el proyecto de ley no tiene que ver directamente con los transgénicos, sino con el uso de glifosato, el popular herbicida. El documento recoge un argumento: “la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer clasificó el glifosato como un probable carcinógeno humano”.
Pero, para Echeverri, de la UdeA, se deben considerar algunos matices frente a esta categorización de esta entidad de la Organización Mundial para la Salud (OMS), pues “lo que esto indica es que hay pruebas de que es cancerígeno en cierto tipo de animales, pero no en humanos. Sigue existiendo una nube gris, y por eso en lugares con regulaciones estrictas como Europa no se ha prohibido el glifosato”.
Sarmiento, de la U. Nacional, cree que lo correcto es diferenciar un poco mejor esas dos categorías: “Estos elementos siguen siendo más resultado de las prácticas en torno a los monocultivos que de los transgénicos. No por prohibir estas semillas se detendrán estos sistemas y el daño que causan en los ecosistemas”.
Otro de los propósitos del proyecto de ley es cumplir con la sentencia T-247/23 que reconoció la falta de protección estatal frente a la “contaminación transgénica de semillas nativas”. Pero, hay algo que omiten: algunos estudios apuntan a que estos procesos de hibridación natural ocurren en los ecosistemas y que la presencia de diferentes tipos de una misma especie lleva a que se crucen genes a través del polen y los procesos de reproducción.
¿Y la soberanía alimentaria?
Como explica el científico Sheldon Krimsky, en su libro OGM Decodificados, “una de las transformaciones más notables de los transgénicos es el cambio de la relación entre los desarrolladores de las semillas y los agricultores. Uno de los casos más apelativos fue Monsanto [ahora propiedad de Bayer] que otorgaba licencias limitadas para el uso de ciertas semillas. La compañía licenciaba semillas de manera similar a como Microsoft licencia el software para sus computadores. Así, el que quisiera usar las semillas debía contar con la aprobación de Monsanto”.
El punto que aborda Krimsky ilustra lo que ha sido una de las principales preocupaciones en torno al uso de estas biotecnologías: ¿Cómo utilizar estas tecnologías con libertad cuando se rigen por mecanismos de propiedad intelectual? Esa inquietud es también otro de los argumentos de los legisladores en el proyecto de ley que quiere prohibir las semillas transgénicas en Colombia.
Como explicó hace unos años a este diario, Diana Córdoba, profesora de la Universidad de Queens, de Canadá, e investigadora de desarrollo agrario, las patentes de la tecnología para modificar las semillas pueden afectar la soberanía de los productores sobre lo que cultivan. “Usualmente, los agricultores guardan y tratan de replicar las semillas para la siguiente cosecha, pero eso no se puede hacer con los transgénicos”, decía. A su parecer, las dinámicas que generan los OGM son menos democráticas que las usuales, por esta relación que se crea entre pequeños productores y grandes multinacionales. “No es que la tecnología sea mala o buena en sí misma, sino todo el sistema tecnológico que se crea alrededor”, opinaba.
Diana Vernot, investigadora de la Facultad de Estudios Ambientales de la Universidad Javeriana, también cree que prohibir este tipo de semillas ayudaría a “promover modelos agrícolas alternativos, como los de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, para lograr sistemas agroalimentarios sostenibles y equitativos”. Aunque advierte que hay que considerar las implicaciones políticas y económicas de tal decisión, especialmente debido a los tratados de libre comercio.
“Por un lado, las semillas transgénicas dependen altamente de paquetes tecnológicos como fertilizantes, pesticidas, fungicidas sintéticos que contaminan el agua y generan gases de efecto invernadero. Por otro, la adopción de estas semillas va desplazando una variedad de especies que estos grupos han cultivado y adoptado para alimentarse y que emplean en diferentes platillos en fiestas, rituales y otros eventos. Esto quiere decir, que cada vez tenemos menos agrobiodiversidad”, argumenta Vernot.
Pero Sarmiento, de la Universidad Nacional, y quien lleva más de dos años estudiando el tema, opina que este es un punto en el que hay matices, pues ya no es tan claro el monopolio en torno a estas tecnologías. En primer lugar, dice, gran parte de estas tecnologías restrictivas fueron retiradas del mercado y, además, las patentes globales de estas semillas ya se vencieron o están a punto de hacerlo.
Esto ha abierto el camino para el desarrollo de lo que se conoce como ‘agrobiogenéricos’, que son tecnologías de dominio público que pueden ser desarrolladas de acuerdo con las necesidades de cada país o territorio. Incluso, ya hay algunas universidades o centros de investigación que han desarrollado transgénicos libres de patentes. Por ejemplo, la Universidad de Arkansas divulgó dos variedades de soja resistente a plagas. Es algo que también está ocurriendo en Colombia.
“En este momento, estamos trabajando con Fenalce (el gremio de los cultivos de grano en Colombia) para el desarrollo de patentes de dos plantas colombianas transgénicas para soya y maíz resistentes al glifosato. Todo eso como medidas de seguridad para todos y para el ambiente”, cuenta Sarmiento, de la U. Nacional.
Por su parte, para Echeverri, de la UdeA, este tipo de colaboraciones están ocurriendo a través de diferentes modelos entre científicos en el mundo. “Hay colombianos colaborando con investigadores en Francia o Canadá en este tipo de cuestiones. Prohibir las semillas cortaría los resultados de este tipo de asociaciones en el país. Lo que se tiene que impulsar es este tipo de investigaciones en el país, es una oportunidad para todos los actores”.
Hoy, la utilización de estas semillas en Colombia está altamente regulada: debe ser autorizada por un comité interministerial conformado por representantes del Ministerio de Salud, el Ministerio de Ambiente, el Ministerio de Ciencia y el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), encargado de aprobar el permiso para los cultivos transgénicos que vayan a ser importados o exportados. El proceso para dar el sí puede demorar hasta tres años, según el ICA.
Además, como hemos contado en estas páginas, las plantas transgénicas están siendo utilizadas en varios proyectos de restauración de paisajes en Colombia. Por ejemplo, como cuenta Celia Zapata, lideresa de la Zona Bananera (Magdalena), “muchos campesinos están implementando palmas africanas transgénicas que necesitan menos agua para sobrevivir y producir, y con eso disminuimos la demanda hídrica en la región”.
Hay otros ejemplos en el mundo del desarrollo de tecnologías en torno a los OGM que permiten, por ejemplo, la producción de vacunas a través de plantas con nuevas características. A esto se suma que hace un par de años, una compañía japonesa liberó un tomate editado con la tecnología CRISPR-Cas9 para la venta directa a consumidores. El alimento fue modificado para tener cinco veces la cantidad de un aminoácido llamado GABA por sus siglas en inglés, que, según la compañía, ayuda a disminuir la presión arterial.
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