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Retrocedamos tres siglos: Newton había formulado su ley de gravitación universal. Si se le preguntaba cuánto tardaba en transmitirse un cambio gravitacional, debía responder que de inmediato, como si la gravedad viajara a velocidad infinita. Newton mismo intuía que esa acción instantánea era problemática. En 1905, Einstein estableció que nada puede superar la velocidad de la luz. Su relatividad especial corrigió a Newton en lo que éste fallaba, aunque la mecánica clásica siguiera siendo válida para bajas velocidades. Había que construir una teoría de la gravedad que heredara los aciertos de Newton pero no su pecado original de la acción instantánea. Tras años de trabajo, Einstein culminó en 1915 la relatividad general, una de las teorías más bellas de la física.
Entre sus predicciones figuraban las ondas gravitacionales. En 1916 Einstein mostró que masas aceleradas emiten ondulaciones en el espacio-tiempo que viajan a la velocidad de la luz. Poincaré ya había sospechado algo similar, pero sin fundamentación. En 1918 Einstein calculó la potencia radiada por un sistema binario: decepcionantemente pequeña. El Sol y la Tierra, por ejemplo, emiten apenas unos 200 vatios, menos que un bombillo casero. La gravedad es, después de todo, la fuerza más débil de la naturaleza. El propio Einstein llegó a dudar: en 1936, junto con Nathan Rosen, firmó un artículo que negaba su existencia. El trabajo fue rechazado por errores y Einstein admitió no estar seguro de que existieran.
La relatividad general no es sencilla. Requiere descifrar ecuaciones intrincadas y a menudo sus consecuencias no son evidentes. Fue recién en 1957, en un encuentro en Chapel Hill, cuando una nueva generación de físicos concluyó que las ondas gravitacionales eran una predicción inevitable. Uno de los asistentes, Joseph Weber, diseñó los primeros detectores: cilindros de aluminio que vibrarían al paso de una onda. Reportó detecciones en 1969, pero nunca pudieron replicarse.
En 1974 llegó la primera evidencia indirecta. Hulse y Taylor descubrieron un púlsar binario: dos estrellas de neutrones que orbitan a gran velocidad. Uno de los astros emitía pulsos de radio tan regulares que servían de reloj cósmico. El sistema perdía energía, las estrellas se acercaban y su período orbital disminuía, tal como predecía la emisión de ondas gravitacionales. Las mediciones coincidieron con la teoría al 0,5%. No detectó directamente las ondas, pero sí sus efectos. Hulse y Taylor recibieron el Nobel en 1993, y su trabajo incentivó la construcción de nuevos detectores.
Así nació LIGO, un proyecto de interferometría láser concebido en los años ochenta. La idea era sencilla en principio y titánica en la práctica: dos brazos de cuatro kilómetros en forma de L, donde haces de luz medirían cambios minúsculos en la distancia de espejos suspendidos. Una onda gravitacional al pasar estira un brazo y comprime el otro. Pero había que alcanzar sensibilidades absurdas, capaces de registrar variaciones menores al tamaño de un protón. Además, como las señales son tan débiles, se necesitaron dos detectores separados por 3000 km para descartar perturbaciones locales.
El reto no era solo tecnológico. Hacía falta desarrollar toda una disciplina de relatividad numérica para simular, con supercomputadores, las plantillas de señales esperadas en colisiones de agujeros negros o estrellas de neutrones. Solo así sería posible reconocer la firma de una onda real en medio del ruido.
En septiembre de 2015, tras una actualización a Advanced LIGO, llegó la gran noticia. Los dos detectores registraron, casi simultáneamente, una señal inequívoca: la danza final de dos agujeros negros que giraban a la mitad de la velocidad de la luz hasta fundirse. El remanente tenía 62 masas solares; tres masas se habían convertido en energía gravitacional. Durante breves instantes la colisión liberó más energía que todo el universo visible en ondas electromagnéticas, aunque lo que midió LIGO fue apenas una variación microscópica. La humanidad constató la primera detección directa de ondas gravitacionales.
Dos años después, en 2017, hubo otra detección, esta vez producto de la fusión de dos estrellas de neutrones. Esta vez hubo también emisión de rayos gamma, captados por satélites, y cientos de telescopios siguieron el evento. Por primera vez se combinaban mensajeros distintos: ondas gravitacionales y luz. Se comprobó que ambas viajan a la misma velocidad, como predijo Einstein. Y se descubrió algo fascinante: en esas colisiones se forjan elementos pesados como el oro y el platino. Solo en esa kilonova se sintetizó el equivalente a 16 veces la masa de la Tierra en metales preciosos.
Desde entonces, la astronomía de ondas gravitacionales se ha expandido. Nuevos detectores como Virgo en Italia y KAGRA en Japón se unieron a la red, y se construye otro en India. Hoy se cuentan más de doscientas detecciones, de las cuales unas noventa han sido analizadas con detalle. La mayoría provienen de fusiones de agujeros negros, unas pocas de estrellas de neutrones y al menos una de un sistema mixto. Cada evento es una ventana abierta a regiones del cosmos antes inaccesibles.
La fortaleza de las observaciones de ondas gravitacionales es, paradójicamente su debilidad: atraviesan la materia sin ser absorbidas ni alteradas. Eso que las hace tan difíciles de captar, pero las convierte en mensajeros perfectos desde los confines más antiguos del universo. La radiación electromagnética no puede mostrarnos los primeros 400.000 años tras el Big Bang, cuando el universo era un plasma opaco. Pero las ondas gravitacionales primordiales, generadas en los instantes iniciales, sí podrían llegar hasta nosotros y revelar secretos del nacimiento del nuestro universo.
Por eso el futuro es tan prometedor. Se proyectan detectores más sensibles y ambiciosos: el Einstein Telescope en Europa hacia 2037, el Cosmic Explorer en Estados Unidos para 2035, la antena espacial LISA de la ESA en 2034 y el proyecto chino Taiji en 2030. Con ellos podremos explorar frecuencias más bajas y observar fusiones de agujeros negros supermasivos en el corazón de galaxias distantes, o incluso buscar la huella gravitacional de la inflación cósmica.
La formidable detección de las ondas gravitacionales en 2015 es como una metáfora de cuando Galileo inclinó su telescopio a los cielos y fue como presagiar el universo impresionante que hoy nos muestra el telescopio espacial James Webb.
La exploración con ondas gravitacionales está en su tierna infancia, pero desde ya también presagia una nueva manera de vislumbrar el universo. Guarden esto y verán, porque como diría un conocido narrador deportivo: ¡el juego se puso lindo!
*Profesor de la Escuela de Física de la Universidad Industrial de Santander y es realizador de los Podcasts “Astronomía Al Aire”.
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