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Mientras el Gobierno insiste en mostrar avances, los líderes indígenas advierten que no hay una desmovilización real. Opinión de Laura Bonilla, subdirectora de la Fundación Pares.

En Ricaurte, Nariño, el pasado 3 de junio, fue asesinado Luis Aurelio Araujo, junto con los dos integrantes de su esquema de protección de la Unidad Nacional de Protección (UNP), Jesús Albeiro Chávez y Jackson Solarte, quienes además fueron incinerados de forma atroz. Como señalé en columnas anteriores, lo que el Estado colombiano ha hecho —o dejado de hacer— en materia de protección es, sencillamente, infame. Este no fue un hecho aislado. El pueblo Awá ha sido declarado objetivo militar por los actores armados que hacen presencia en su territorio y que los perciben como una amenaza para su control.
En Ricaurte operan actualmente los Comuneros del Sur, grupo con el que el Gobierno adelanta un proceso de negociación, así como una estructura disidente denominada Coordinadora Guerrillera del Pacífico. Esta última hace parte de la Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano, junto con los Comandos de la Frontera, quienes a su vez se escindieron de la Segunda Marquetalia para continuar negociaciones independientes con el Estado. Una característica de este ciclo de violencia es su velocidad: todo ocurre más rápido, las alianzas y las rupturas, las escisiones y las reconfiguraciones.
El Frente Comuneros del Sur no es un actor nuevo. Surgió en 1992, en el municipio de Samaniego, como una iniciativa político-comunitaria inspirada por los aires reformistas de la Constitución del 91. Pero, como tantas otras apuestas sociales, fue absorbido por las lógicas del conflicto. Se integró al ELN, se armó y terminó ejerciendo dominio militar y territorial sobre buena parte del piedemonte nariñense. Desde entonces, ha operado en al menos diez municipios, combinando control armado con economías ilegales como el narcotráfico y la minería, y sostenido por relaciones de coacción con la población civil.
En 2013, asumió el mando Gabriel Yepes Mejía, alias “Samuel” o “HH”. Bajo su liderazgo, el grupo se consolidó en una estructura con tres compañías: Jaime Toño Obando, José Luis Cabrera y Elder Santos. En 2024, rompieron con el Comando Central del ELN y se declararon independientes. Esa ruptura les permitió instalar una mesa de diálogos directa con el Gobierno nacional. El 13 de septiembre de ese año se formalizó el proceso, con la presencia de garantes como la Conferencia Episcopal, la Misión de Apoyo de la OEA y el Reino de los Países Bajos. En abril de 2025 entregaron más de 500 artefactos explosivos y se firmaron acuerdos para la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos y la transformación territorial en las zonas bajo su influencia.
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Pero en el caso de Comuneros del Sur hay un trasfondo aún más grave detrás de los recientes asesinatos: las víctimas estaban denunciando lo que ya es un secreto a voces en el territorio. Según líderes indígenas, los combatientes desmovilizados son, en su mayoría, hombres mayores, ya agotados por la guerra. Mientras tanto, los más jóvenes y operativos simplemente han cambiado de brazalete: ahora se identifican como Autodefensas Unidas de Nariño (AUN), como “Los Cuyes” o como cualquier otra sigla que convenga al momento. Las autoridades indígenas estaban denunciando esta farsa y, por hacerlo, fueron asesinadas.
Lo que está ocurriendo hoy en Nariño debería ser motivo de preocupación nacional. Mientras el Gobierno insiste en mostrar avances y promocionar el proceso como exitoso, las lideresas y líderes indígenas advierten que no hay una desmovilización real. Lo que hay es una reconfiguración estratégica. Los brazaletes cambian, pero los fusiles permanecen en las mismas manos.
Las comunidades no hablan de una escisión parcial o de la aparición de una nueva facción. Lo que están describiendo es más grave: son exactamente los mismos hombres, con los mismos mandos, los mismos territorios, el mismo poder armado. La gente los conoce. Sabe que siguen armados. Y sobre todo, sabe que siguen causando daño.
La crítica del movimiento indígena es estructural. No se trata solamente de la falta de información por parte del grupo —aunque esa falta es real—. Se trata de que el proceso está fallando en lo más básico: proteger a las comunidades donde se implementa. No hay garantías mínimas de verdad, justicia ni reparación. No hay mecanismos de verificación efectivos. Y sin todo eso, lo que se está construyendo no es paz, sino repetición. No a largo plazo: a corto plazo. Porque la violencia ya se está replicando en tiempo real.
El Gobierno nacional y el presidente Gustavo Petro deben tomarse esta advertencia con absoluta seriedad, y por eso lo diré sin rodeos: el rearme ya está ocurriendo, están asesinando a líderes indígenas, y la Paz Total no se va a salvar por aferrarse a un proceso que no está funcionando. Presidente, usted está al borde de una trampa conocida como la falacia del costo hundido: esa lógica perversa en la que se continúa invirtiendo tiempo, recursos y legitimidad en algo que ya fracasó, solo porque se ha invertido demasiado.
Por usted, por la paz que aún es posible y, sobre todo, por las comunidades indígenas —que han sido su gran base de apoyo—, es mejor detenerse a tiempo, rediseñar la estrategia y aceptar la realidad, aunque duela. Porque aún se puede corregir. Porque salvar el proceso no debe ser más importante que salvar vidas. Y porque, estoy segura, ese sigue siendo su verdadero propósito.
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