Cumple una década uno de los estudios científicos más relevantes en materia de conflicto armado y medios masivos de comunicación publicado por David Yanagizawa-Drott. La evidencia del autor sugiere que durante el conflicto Hutu-Tutsi en Ruanda, hasta un 23% de la violencia organizada se explica en propaganda radial, incitando al exterminio de la minoría Tutsi. Esto bien podría estar detrás de unos 22 mil perpetradores y, en el más optimista de los casos, de un 10% de las muertes. El estudio de Yanagizawa utiliza el término “radio de odio” explicando que esa incitación al exterminio facilitó la coordinación de los grupos de milicias y que, indirectamente, alteró la composición de la violencia, ya que una mayor parte de las atrocidades en las aldeas era colectiva cuando las aldeas vecinas tenían acceso a las transmisiones de radio.
Se estima que el genocidio de la etnia Tutsi, en Ruanda, acabó con la vida del 75% de dicha población; mientras las cifras aún oscilan entre medio millón y 800 mil muertes en total durante el conflicto que terminó a mediados de 1994.
Casi 30 años después del conflicto Hutu-Tutsi, estamos ante una mezcla de nuevos fenómenos que invitan a re-leer el célebre estudio de Yanagizawa: la evolución de las redes sociales, el perfeccionamiento de los algoritmos predictivos que buscan a cada usuario con publicidad dirigida y personalizada, la evidente presencia de discursos de odio en redes, el mercado de “influencers”, entre otros, están llevando a que la propaganda sustituya al debate. Cada usuario recibe un mensaje personalizado que fragmenta al público y moldea al tiempo ciertas creencias. Un estudio del Oxford Internet Institute muestra un preocupante incremento de las campañas organizadas de manipulación dentro de las redes sociales: de tenerlas en 28 países en 2017 pasamos a 70 en 2019. En cada país documentan el uso de las redes sociales para moldear las actitudes públicas a nivel nacional.
La aceleración digital en el debate público combinada con el probado potencial que tiene la manipulación de la información en fenómenos como la violencia, deberían considerarse en Colombia como factores de riesgo frente a la construcción de paz en el país. Concedido: las redes prometieron en su momento darle una voz a la ciudadanía que antes se consideraba silenciada (p.ej. la primavera árabe, el Euromaidán y las movilizaciones en Hong-Kong). Pero hay que leer esta evidencia con cautela puesto que la movilización en sí misma no implica paz, ni democracia. Como ya lo ha documentado el filósofo Byung-Chul Han, la construcción democrática necesita del debate, de la discusión; exige abrazar la diferencia para administrarla por medio de instituciones que no acudan a la cancelación del otro. No hay mérito en la convivencia entre quienes están de acuerdo en todo.
A los colombianos nos ha costado, desde el inicio de nuestra era republicana, ponernos de acuerdo en principios fundamentales para organizarnos como país. Y en el siglo 21 esto no cambia: el camino iniciado con el Acuerdo para la Terminación del Conflicto en 2016 viene enfrentando tanto discursos de odio en redes sociales como una constante desinformación. La estigmatización sustituye a la discusión sobre el tema; las “tendencias” relevan a los datos (tal vez también a los hechos); y, al menos en la esfera pública, la posibilidad de reconciliación y construcción colectivas se mueven como chalupas en medio de una borrasca de informaciones sin contexto ni evidencia.
Seguramente existen razones económicas, sociológicas o psicológicas que expliquen cómo es posible que un llamado a la guerra convoque con fuerza a cometer atrocidades (como en Ruanda), mientras que un llamado a la paz divida (como en Colombia). Pero el papel subyacente y determinante de la propaganda negra para movilizar intereses que moldean la percepción pública es bien claro en ambos casos. Y la aceleración digital bien puede estar aumentando ese potencial destructivo en varios órdenes de magnitud, puesto que la comunicación de masas a finales del siglo 20 requería un acervo de capital que hoy un influencer, un meme, un hashtag o una tendencia, no necesitan para hacerse virales.
Hay una corresponsabilidad en el consumo y difusión de información que todos debiéramos aceptar y acoger, como requisito fundamental para que hagamos la paz entre todos como ciudadanos. Hoy, esto ya sucede por fuera de los medios digitales: las emisoras de paz hechas en Colombia operan para llevar historias de reconciliación y cultura. 12 frecuencias sonoras, producidas por el Sistema de Medios Públicos de la Radio Nacional de Colombia, únicas en el mundo, que dan cumplimiento al punto 6.5 del Acuerdo.
Algo se aprendió de Ruanda en los 90, a Colombia en 2022.