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Haciendo País

Entre la decepción, el desconcierto y el pánico ¿Y la paz qué?

Jorge Gaviria Liévano
16 de mayo de 2018 - 03:44 p. m.

¿Será que uno de esos tres estados de ánimo fruto de íntima convicción o manipulación por una multimillonaria propaganda política que con mensajes explícitos o subliminales ha venido calando en nuestras conciencias y generando una cultura de dócil rebaño gregario? 

Lo cierto es que los colombianos de hoy somos presa de visiones fantásticas o claudicantes: en los extremos, poderosos salvadores mesiánicos en vuelo de retorno, o potentes amenazas, con ansias de pronto ascenso; algún otro grupo mimetizado de aquella derecha con cambios radicales de bando y procurando mostrarse, a  caza desesperada de votos que escapen a su aceitada maquinaria, en posición de imposible equilibrio; y,  en el centro, escuálidos voceros de la sensatez, a quienes se escucha atentamente con fe pero a los que se descarta prontamente sin esperanza.

Y en medio de la confusión reinante vienen las inevitables desbandadas:  hacia el grupo que cultiva la ilusión de regresar a la guerra sin cuartel,  se suman miles, situados apenas en el anillo periférico del movimiento, pero necesitados de tranquilizar su hondo desconcierto ante el sugerido  retorno al conflicto armado, que se creía superado, divisando de nuevo para ello, detrás de una réplica más joven, pero ideológicamente igual de añeja, con la máscara engañosa de una simulada tolerancia, la imagen que los alivia del “salvador”, del genio de la propaganda que logró venderle a muchos colombianos interesados o ingenuos, en medio de los fuegos cruzados del exterminio sin victorias, la falaz idea de que la seguridad de pocos era la democracia de todos.

Otros buscan acercarse al sector político que comanda hoy  quien con fortaleza intelectual indiscutible pero con el designio  de  gobernar  solo en favor de un sector de colombianos, el mayoritario y desposeído,  en contra del minoritario y privilegiado, está capturando la voluntad del pueblo largamente burlado. Su autoritarismo nato, sin embargo, hace reflexionar a muchos de los que admiran sus pasadas ejecutorias solidarias con un pueblo que las demanda y espera. Su incapacidad para trabajar en equipo, que en contacto con él se desgrana prontamente, es una preocupación  adicional para quienes entienden que la democracia debe ser expresión de consultas y consensos permanentes, no de solitarias o caprichosas determinaciones. Quizás a ello le atribuyan su ineficacia administrativa. 

A este grupo reflexivo se suma uno crítico más amplio  que,  debiendo acompañarlo sin reservas por el beneficio que le representaría sus propuestas, dice estar  atrapado por el pánico. Está conformado por una vasta franja, insegura acerca de su posibilidad real de  acceder a las mieles de la clase alta a la que emula, y es a la que más horroriza caer en el abismo irreversible del pueblo desposeído. Le acomoda más arrimársele a los poderosos, sin percatarse de que están ahí hace tiempo acurrucados para recoger las migajas descuidadas  que caen por accidente de la mesa opulenta del banquete. Pero se los oye repetir que están  en el mismo pánico que atrapa a los privilegiados, dándose indolente aire de artificial elegancia, y  como si el sumarse al coro de los poderosos los hiciera vibrar en su misma frecuencia.

Pese a todas esas aprehensiones el líder, con su verbo encendido y sus promesas, atiborra plazas con espontáneos sectores populares. Crece así el pánico, que  paradójicamente apuntala al fatídico grupo de los guerreristas por convicción o por desconcierto. ¿Y ante qué es el pánico? En el fondo es miedo al cambio, en unos; en otros, a que el líder termine enfrentando una clase de colombianos contra otra. Es lo que reitera la obsesiva propaganda que lo ubica en el mismo corazón de la Venezuela en picada.   

Y al margen del desconcierto que invade a las huestes derechistas, que no a sus caudillos o jefes; del pánico frente a la inminente izquierda, está la inmensa masa de colombianos del centro, muchos decepcionados, en donde se incluyen sectores importantes de jóvenes. Desencantados con la irresponsabilidad, corrupción,  impunidad, incongruencia política frente a justas aspiraciones de paz en un país encendido durante siglos, insensibilidad con los injustos desequilibrios. ¿Esta agrupación inmensa, votará en blanco? ¿Se abstendrá? ¿Reservará su gran protesta para asumir algún día responsabilidades? Será necesario establecer el voto obligatorio para que los decepcionados, entre ellos los que no han opinado o los que nunca opinan, resuelvan sobre los cambios fundamentales. Ponderada reflexión cabría.

Entonces las elecciones próximas se desatarán tristemente entre extremos, alimentados por desbandadas de desconcertados pero conformes por el posible retorno a la guerra; los que están en pánico por la posibilidad del cambio y los   decepcionados por no percibir el equilibrio. ¿No hay acaso mejor alternativa democrática? ¿Y dónde queda el colosal esfuerzo por aclimatar la paz? ¿Perdido? 

Habrá que trabajar denodadamente por encontrar esa mejor opción para vencer el aparente fatalismo recurrente de nuestro actual destino.

*Director del Observatorio de Paz de la Universidad Libre

 

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