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Lo llamaré Isaías, aunque no sea su nombre. Su identidad debe ser protegida por motivos de seguridad. Se trata de un líder embera del occidente antioqueño, cuyo compromiso en la defensa de la vida brilla entre su gente.
“Yo apoyo la resistencia del compañero Isaías”, afirmaba semanas atrás otra autoridad indígena de la región, durante un espontáneo acto de reconocimiento hacia la lucha emprendida por el personaje: un esfuerzo desde la no violencia activa frente al avance de la colonización armada en territorios ancestrales.
Isaías no siempre fue la persona pulcra que hoy celebran otros. Tres décadas atrás, se prestaba para que algunos foráneos entraran a talar maderas finas junto a los nacimientos de agua. Vendiendo oro, él mismo se hacía a algunos pesos. Y, casi ya como rutina, le pegaba a su mujer cuando estaba borracho.
Ahora cuenta todo esto como quien se siente orgulloso, no de sus errores sino del vuelco que dio su vida para bien, por obra de uno de los fundadores de la Organización Indígena de Antioquia. Según dice, fue Mariano quien se ocupó de corregirlo, con la certeza de que rectificaría. Y así fue: hoy Isaías es un guardián embera que abre caminos de liderazgo, haciendo escuela entre las nuevas generaciones.
Su comunidad mantiene a raya a los actores armados y el líder no se deja tentar. Dos motosierras hubieran bastado, meses atrás, para talar en socia 10 hectáreas y sembrar coca. Pero “yo paré eso”, declara orgulloso. Así como saca pecho explicando cómo ha liberado del reclutamiento forzado a varios muchachos.
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Montaña arriba, en límites entre Antioquia y Chocó, quien se va detrás de los fusiles todavía tiene una oportunidad para volver junto a los suyos. Si regresa, ciertamente, será sancionado; pero el castigo no lo dañará, porque este tiene el propósito de corregir. El joven deberá entregarse a sembrar plátano u otros productos, para bien de su gente. No podrá salir de la comunidad durante un par de años, pero, a cambio, verá abiertos los caminos para convertirse en alguien respetable. Eso sí, en caso de recaer, volviendo a entablar relación con algún grupo armado en contra de los suyos, será expulsado de la comunidad; y su nombre, eliminado del censo. Toda una condena esto, cuando lo que define al embera es su trato con el territorio.
Si tocan a uno, tocan a todos
“¡Guardia, guardia! ¡Fuerza, fuerza!”. Como en el Cauca, en algunos lugares del occidente antioqueño se oye el grito indígena en defensa de la tierra. “¿Hasta cuándo?”, pregunta, a primeras horas de la mañana, el actual gobernador de la comunidad fundada por Isaías. “Hasta siempre”, contestan varios jóvenes con las manos en sus bastones.
Son la nueva generación de la guardia indígena en esta región del país y ya atesoran milagros. Una vez los paramilitares se llevaron a un muchacho, pero este logró evadirse, diciéndoles que antes de incorporarse debía ir una vez más a su comunidad. Cuando los suyos lo vieron llegar y escucharon su relato, lo rodearon. Parecía como si se le fuera a estallar el corazón. Toda la noche prestaron guardia en torno a él y al día siguiente buscaron la forma de sacarlo a algún casco urbano, para salvarle la vida. De paso por un puesto de control de las AGC, los paramilitares identificaron al joven y lo intentaron matar. Pero la comunidad, protegida por su guardia indígena, impidió el homicidio. Los violentos podían asesinar a uno, pero no acabar con todos. Aquello fue una gran lección. A los embera eyábida no se les vence fácilmente cuando están unidos.
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“Indio que no baila no está armonizado”
Una educación propia para la unidad, la cultura, el territorio y la autonomía es el propósito de un puñado de profesores indígenas en el occidente antioqueño, quienes creen que en todo niño hay un guardián, un líder como Isaías; y que todos los miembros de la comunidad deben ser como el bastón tradicional, que no sirve para matar sino para proteger. Entre dichos profesores, algunos han sido alcanzados por la violencia, pero han encontrado sanación en la danza, en la medicina tradicional o en las palabras dulces de su lengua materna.
“Indio que no baila no está armonizado”, dice un maestro en plena clase. Es de noche, pero brillan las luciérnagas y se oyen los arrullos del agua a lo lejos. Los estudiantes se abrazan de corazón a corazón. Saltan en el tambo al ritmo de la música tradicional y un murciélago vuela en círculos, uniéndose a la fiesta.
“Todo lo que vemos es una historia”, le explica el joven a sus estudiantes, señalándoles un canasto con maíz. “La coca no es nada para nosotros”, sentencia, crítico a las formas de economía ilegal que los foráneos han traído consigo, para integrar a ella a los embera, esclavizándolos. Lo escuchan los padres de familia, unos más serios que otros. “Nosotros somos hijos del agua”, añade el profesor y se entrega, histriónico, a la narración de una de las historias de origen que promueven entre los indígenas una ética del cuidado del bosque, del cuerpo y de la comunidad.
Además de profesores así, formados en diálogo con otros pueblos, en varios rincones del occidente antioqueño hay cosecha de nuevas formas de liderazgo femenino. Algunas mujeres protestan radicalmente en cuanto sienten que su propia espiritualidad es menospreciada. No se muerden la lengua ni se tragan el cuento de que el indígena nace presa del diablo. Otras líderes cuestionan, incluso, las formas tradicionales de autoridad. No conciben que el maltrato contra una mujer sea legítimo como forma de aleccionamiento. Se dan a los suyos de día y de noche. Atentas a cualquier urgencia, colaboran en lo que haga falta y si no tienen con qué, lo consiguen. Median entre las autoridades civiles y las indígenas. Erguidas, dan testimonio de solidaridad pero también de fortaleza, aun con lágrimas en los ojos. Algunas son mamás y al mismo tiempo guardias indígenas. Sus hijos maman lucha social desde la teta.
Dichas mujeres visten con orgullo los símbolos de su organización y le suman a sus atuendos tradicionales la pañoleta del CRIC, como una expresión de unidad con el movimiento indígena a nivel nacional. No se arredran ante el desprecio de los colonos, porque saben que “el 12 de octubre no se ha cerrado” y que el silencio favorece al usurpador. Sin hipotecar su franqueza, les abren las puertas a quienes penetran en su territorio de buena fe. Pero no están dispuestas a ser personajes secundarios. Quieren liderar.
Esas mujeres, así como Isaías y los profesores comprometidos con la formación de guardianes en cada niño, representan una garantía para los suyos. Quienes quieran contribuir al porvenir embera, deben trabajar bajo su orientación. Aprendiendo y desaprendiendo lo que haga falta.