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Ha cobrado mucha importancia la discusión acerca de si lo que ocurre en Gaza es o no un genocidio. Algunas personas, como la escritora Carolina Sanín, asumen que se trata de un asunto de adecuación típica fácil y su conclusión es que no hay tal. Según sus comentarios, “la fascinación por la palabra, sin ver qué significa, ni cómo algo puede ser terrible y ser un crimen de lesa humanidad y un crimen de guerra y una masacre sin ser genocidio” es, por decir lo menos, el síntoma de un antisemitismo latente.
El genocidio ha sido señalado como un concepto esencialmente problemático. Las discusiones alrededor de su adopción en la Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio no se han agotado, de ninguna manera. Entre ellas, Bjornlund, Markusen y Menneke han resaltado tres principales: la cuestión de la intencionalidad del genocidio, la del carácter de los grupos incluidos en la definición, y la del grado total o parcial del aniquilamiento que exigiría la definición. ¿Se necesita un plan explícito de exterminio de un grupo para que haya genocidio? ¿Sólo pueden sufrir genocidio los grupos étnicos, raciales o religiosos, o también están incluidos los grupos políticos? ¿Es necesario que el aniquilamiento de mesas sea total para hablar de genocidio, o puede considerarse este tipo aún frente al aniquilamiento parcial, con fines de expulsión irreversible de un territorio más que de exterminio de su existencia en el planeta?
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Estas y otras cuestiones no resueltas han implicado al menos dos consecuencias. Por una parte, allí donde existen denuncias de genocidio afloran estas discusiones con fuerza. En el caso colombiano, por ejemplo, se ha posicionado el uso de la palabra genocidio para hablar de los crímenes cometidos contra la Unión Patriótica pero la reciente sentencia de la Corte Interamericana de derechos humanos excluye la palabra porque su marco regulatorio no la incluye cuando se trata de un grupo político. Pero otra consecuencia, de la que poco se ha hablado, es que los casos de genocidio han sido juzgados mucho tiempo después de su ocurrencia, de manera que siendo “genocidio” un término cargado de gravedad máxima, no opera a ese nivel como disuasorio ni preventivo, y básicamente las situaciones que podrían ser genocidio se normalizan, se toman como objeto de polémicas complejas supuestamente incomprensibles y acaso se juzgan cuando ya es tarde.
La calificación jurídica de lo que ocurre en Gaza no se hace en una columna de opinión. Lo que sí es claro es que pretender excluir la palabra genocidio que porque no hay un plan de exterminio explícito, o que porque no se busca un exterminio de los palestinos sino su desplazamiento masivo para acabar con Hamás, es atrevido y facilista. Más allá, acusar entonces a quienes sí usan esa palabra de antisemitismo es, como dijo Bassem Youssef a Pirce Morgan, un abuso. La confusión entre la indignación justa y el antisemitismo ilustra la crisis del derecho internacional en lo que llamamos occidente, que ha convivido durante muchos años con situaciones absolutamente incoherentes, como al Apartheid en Sudáfrica o el bloqueo a Cuba.
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En diferentes casos de genocidio como Camboya, Irak, Bosnia y Ruanda, en vez de planes explícitos de exterminio aparecen declaraciones de legítima defensa. Sobre eso se ha referido Francesa Albanese, Relatora Especial sobre la situación de los derechos humanos en territorio palestino, al decir que “Israel no puede reclamar el derecho de legítima defensa contra una amenaza que emana del territorio que ocupa”. Ahí está el punto. Y es que lo que no puede soslayarse en la discusión sobre genocidio en este caso es el asunto de la ocupación reconocida como inaceptable e ilegal por la ONU. Sin esa comprensión todo se reduce a una operación militar ejecutada desde 7 de octubre y sus posibles excesos.