Los cambios en la economía global del narcotráfico y otros negocios ilícitos, están creando nuevas realidades en los territorios rurales y urbanos de la Colombia profunda. Nuevas realidades desafiantes. Los grandes cargamentos de cocaína no están circulando a los mercados internacionales.
Los compradores han dejado de aparecer en las regiones productoras, como en el Catatumbo y en el sur del país. Se habla de que el crimen organizado hará crecer el mercado del consumo interno y diversificará sus actividades delictivas (extorsión, secuestro, minería ilegal, trata de personas). ¿Son acaso operaciones controladas de estructuras transnacionales para que fluctúe el precio de la droga, o los signos de la sustitución de la vieja economía del narcotráfico por la nueva economía de las drogas sintéticas? ¿O ambas cosas?
Los nuevos y viejos ejércitos en las zonas rurales, en la periferia de las grandes ciudades o en el corazón de Quibdó y Buenaventura se enfrentan con armas largas en balaceras a plena luz del día, mientras los funcionarios de la Oficina del Alto Comisionado de Paz, obispos de la Iglesia Católica y organismos internacionales buscan consolidar y sostener acuerdos de paz urbana. Esos ejércitos también se enfrentan o articulan con mafias de todas las nacionalidades y clanes colombianos que ya no conocen las fronteras de países ni continentes.
Los integrantes de estos grupos son los excombatientes rearmados de todas las disidencias y desmovilizaciones fracasadas, los veteranos de la Fuerza Pública que no alcanzaron un retiro digno, que se disputan a sangre y fuego, con métodos atroces los espacios para imponer el control de las poblaciones. También son niños y adolescentes huérfanos, violentados o abandonados por sus padres, cuya única opción ante la ausencia del Estado social de derecho, han sido las bandas y “oficinas” en las que ya no responden ni siquiera al mando de sus propios jefes.
Y mientras esto ocurre bajo nuestras narices, la única idea que se les ocurre a algunos políticos, juristas y “expertos” citadinos es volver a las fumigaciones para erradicar la coca, repetir el viejo esquema de “seguridad” -que precisamente nos ha traído hasta aquí-, importar el “modelo Bukele”, o realizar una política de paz lo más mezquina posible. Ven la realidad desde su computadora. O el fiscal general Barbosa y la procuradora Cabello, cuya labor esencial consiste en encontrar todas las formas posibles para entrabar y atacar la política de paz.
Es la entronización de las economías de la muerte y la “necropolítica” que ya se observa en algunas regiones del África, como las ha definido el filósofo Achille Mbembe. O dicho con el lenguaje de lo que nos ha enseñado nuestra propia historia, el comienzo del tercer ciclo de violencia del que visionariamente habló Francisco Gutiérrez. Son las violencias del siglo XXI que vienen a reemplazar la época de la Violencia de mediados del siglo pasado y el conflicto armado que se desarrolló desde mediados de la década de 1960.
Por eso, la política de Paz Total es la única solución posible. Su ejecución no está exenta de defectos y equivocaciones. Pero plantea la cuestión que hoy es ineludible afrontar. Ya no es posible desactivar la carga explosiva por partes. Es urgente atender la pobreza, el abandono y el atraso en los territorios no solo con la nunca llevada a cabo presencia social del Estado, sino con pactos que vinculen a los empresarios a alianzas productivas que desarrollen la economía rural y urbana.
Nada de eso es posible sin un Acuerdo Nacional que encuentre los consensos democráticos básicos para salir juntos de esta vorágine. Necesitamos un gobierno de concertación nacional que nos permita encontrar el camino colectivo para acabar con la violencia en la política y en la economía, realizar las tantas veces aplazadas reformas estructurales, implementar los acuerdos de paz y los acuerdos sociales, pactar una visión conjunta sobre el tratamiento del problema de las drogas y el cambio climático. Y esa concertación debemos construirla ahora. Antes de que sea demasiado tarde.