Raspar coca. Raspar la muerte

Albeiro Guiral
23 de febrero de 2025 - 05:25 p. m.
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El mundo no estaba triste en la mañana del 25 de enero de 1999. Empezó a desquebrajarse, a romperse, a aullar como un animal herido de muerte después de la 1:13 de la tarde, cuando Armenia fue derrumbada y Pereira perdió su corazón por el terremoto. La catástrofe para mi familia empezó a la misma hora, sí, pero la sacudida fue otra: Carlos Enrique Guiral, un tío materno de 27 años, subió a un avión con rumbo a Miraflores, Guaviare, para no regresar.

Acostumbraba a irse por largas temporadas allí, cuando no había cosecha de café, a raspar hoja de coca. Enviaba una carta, hacía una llamada, guardaba silencio, pero regresaba, lleno de anécdotas y de sus artefactos de tahúr al estilo Melquíades. Sin embargo, desde aquella tarde no escribió, ni llamó, ni regresó jamás.

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Desde entonces, me he acostumbrado a esperarlo día tras día, como si presintiera su regreso, y he vivido con la paranoia de que quienquiera que toque la puerta pueda ser él, de que cualquier vagabundo pueda ser él, que vuelve, como si fuera Ulises y yo el perro de la memoria.

Le he atribuido a esa partida el hecho de que yo haga literatura, como algunos saben, partiendo de las cartas que le he escrito desde entonces y que algunos amigos dicen que son poemas. Palabras todas que son una misiva para la muerte, una petición de que lo deje a uno vivir a pesar de sí mismo, de entender la desesperanza como una necesidad humana.

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A veces creo que todo lo que escribo lo hago para ese muerto, porque ¿podría estar vivo todavía? O, digámoslo así, para ese desaparecido. A veces creo que uno se inventa sus recuerdos cuando la verdad de la vida nos supera o se hace insoportable. A veces creo que uno prefiere la ficción, como ahora, que nos sentamos en casa, a la mesa, y alguien menciona al desaparecido. Si estuviera aquí hoy. Si pudiéramos enterrarlo. Si le pudiera pagar las palabras que le quedé debiendo. Y, aunque se intente evitarlo, la comida sabe a sangre, como cuando en la finca, de súbito, un carro que reversaba aplastó a uno de los cachorros y, al intentar auxiliarlo, el olor de la muerte se te metió en los pulmones y te hizo vomitar. Olor y sabor de animal agonizante que regresa cuando comías con la abuela preguntando, en vano, a la nada—porque no es a ti, tú no sabes más que huir—por su hijo muerto. Olor de animal que ya no estará cuando mamá decía que quisiera cortarle el cabello a su hermano menor. Que lo esperaba para ello. La abuela murió y no supo el paradero de su hijo. Mamá se fue detrás de la abuela y sus tijeras ya no cortan más.

La memoria tiene ese olor de los animales atropellados, de las zarigüeyas encandiladas por la linterna del hambre. A veces creo que uno se inventa sus recuerdos, pero sé que la verdad es más sencilla: uno ya no puede distinguir entre lo inventado y lo cierto. Haber leído y escrito toda una suerte de cartas para nadie así lo demuestra.

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Hoy sigo escribiendo para ese desaparecido y para mis amadas muertas. Al menos queda la convicción de que, mientras uno quiera fingir que vivir es importante, es necesario escribir. Bien se podría aquí citar el ejemplo de Borges, que se sentía orgulloso de sus lecturas más que de lo que escribía, pero en este momento de la noche del alma, acudiendo a mi condición de nadie, quisiera brindar por la escritura. No con vino ni con café; brindar con mi propia sangre. No porque sea el tejido de un poncho que podría arroparnos del frío, sino porque es una buena distracción del dolor. No es fácil empujar un muerto hacia su lugar de origen, más si ese muerto, con el tiempo, se va convirtiendo en uno mismo.

Uno se va empujando hacia el inicio y se ve parado en la entrada de un avión. No mira hacia atrás porque nadie fue a despedirlo. Es el primer día del olvido, y sabe para qué alguien le escribirá cartas que no podrá leer: para ir llenando, verso a verso, el ataúd de la memoria.

Por Albeiro Guiral

 

Celyceron(11609)24 de febrero de 2025 - 10:21 p. m.
Lamentable tragedia la de su familia y la de todos los que lamentan la desaparición de un ser querido. Siga escribiendo para que amaine su pena.
yadeliz esther roca sarmiento(24704)23 de febrero de 2025 - 11:45 p. m.
Lindo
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