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Contratos para países cojos

Ana Lyda Melo
06 de abril de 2022 - 05:29 p. m.
Contratos para países cojos
Foto: El Espectador

En medio de las disrupciones del equilibrio de un mundo que cojea y es interpelado continuamente y de diversas maneras para buscar su armonía, como bien lo señalaba el filósofo e historiador Michel Serres, el presente artículo tiene como propósito exaltar el valor de los contratos o acuerdos para regular y dirimir las guerras internacionales y no internacionales cuyos efectos amenazan la estabilidad nacional, global y aumentan el sufrimiento humano.

Un recuento histórico sobre el origen de los contratos en la guerra, la explicación sobre su tipología y su relación con el compromiso de los ciudadanos para establecerlos e implementarlos solidaria, responsable, generosa y comprometidamente, será el recorrido que permitirá dimensionar la necesidad de buscar cada vez más los contratos de paz en vez de perpetuar las guerras.

Desde el 22 de noviembre de 1864, se estableció el Derecho Humanitario Contemporáneo como resultado del Convenio Internacional en la Conferencia Diplomática de Ginebra, esto con el fin de mejorar las condiciones de los militares heridos en combate, independientemente del bando al que estos pertenecieran. Este referente de los derechos humanos en la guerra fue adoptado por los países de Europa y luego por otros estados internacionales, entre ellos Colombia.

El Convenio Internacional fue promovido y alentado por el empresario, político y filántropo Jean-Henry Dunant y el ingeniero militar, Guillaume-Henri Dufour. Este Convenio dio pie a la creación del Comité Internacional del Socorro a los militares heridos y a otros de tipo nacional, el Movimiento de la Cruz Roja y la Luna Roja en Suiza. Todo esto, por la necesidad de crear y pactar un principio universal, neutral y humanitario que protegiera a las víctimas en la guerra.

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El ápice inspirador de ese logro fue el libro titulado: Un Recuerdo de Solferino, escrito por Dunant en 1862, quien junto a Dufour, recibieron el premio Nobel de paz en 1901 y a manera de crónica, relató su experiencia en un campo de batalla, cuando decidió viajar a Solferino de Italia porque buscaba a Napoleón Bonaparte para hablar sobre negocios.

Al llegar a Solferino, Dunant observó los enfrentamientos de los ejércitos austriaco y francés en el marco de la unificación italiana, y totalmente impresionado por los vejámenes de la guerra, decidió escribir la experiencia vivida. Una vez terminado su libro, lo compartió con algunos conocidos y en su difusión espontánea, el libro fue bien recibido por militares, políticos y empresarios filántropos.

Dunant relató cómo las armas de fuego daban en el blanco de la integridad humana de los combatientes, su heroísmo y sacrificio al ser impactados por las balas de armas y cañones defendiendo una bandera, a la que cada uno había protegido así se convirtiera en un retazo teñido por la sangre de sus protectores y sus cuerpos yacieran en el suelo. Un retazo que pasó de mano en mano como si fuera una posta o un tesoro invaluable al que se cuidó de no caer en manos del enemigo. Una bandera que simbolizaba todo un país, cuya dignidad y libertad era el fin último de la batalla y de sus vidas.

Dunant detallaba el panorama de la guerra ante sus ojos, unos hombres con graves heridas y otros muertos. Los muertos, tumbados en medio de su propia sangre o la de otros, mientras a su paso, los heridos y agonizantes imploraban por algún alivio, padeciendo sed, dolor y sufrimiento. Los soldados cuidaban de sus pares y comandantes y aún en su momento de agonía no los abandonaban, los protegían a costa de sus propias vidas, una relación de respeto, lealtad y compromiso, que los aferraba amorosamente a ese humano moribundo.

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Un enfrentamiento del que de uno y otro lado, las habilidades de los cazadores, tiradores, granaderos y artilleros, se convirtieron en las capacidades y fortalezas de los ejércitos para mantenerse vivos. Nobles y militares enfrentados en una lucha encarnizada, en la que la muerte de los propios aumentaba la furia, excitación y deseo de venganza para matar al adversario con frenesí y alevosía.

Todo tipo de juegos de guerra eran posibles: emboscar, fingir y ocultarse para dar un golpe sorpresivo y letal donde a quemarropa, con espada o piedras, se mataba y remataba implacablemente a vencidos, desarmados, reducidos, escondidos y desprevenidos hombres, que portaban un uniforme diferente y contra el que se competía nada más ni nada menos que por la vida.

Muchos jóvenes que por una causa nacionalista fueron obligados a ser homicidas sin comprender el acto descarnado de vencer al otro hasta matarlo y propiciarle la más cruenta de las muertes. Mártires en el nombre de un país, convertidos en carne de cañón sobre una inevitable y ordenada avanzada hacia la muerte.

Y en medio de tanto abandono y orfandad humanitaria, eran los presbíteros quienes llevaban una voz de aliento, compasión y cariño a moribundos y las mujeres en su labor de cantineras, organizadas por Dunant, daban de beber a los heridos bajo el peligro de las balas. Los animales también estuvieron allí, seres que como acompañantes o guerreros sufrieron el impacto de la guerra. Incluso, en medio del caos, los caballos parecían ser más respetuosos que los humanos, jamás pisaban los cadáveres y los perros aún heridos, usando sus últimos esfuerzos, se arrastraban para morir al lado de sus amos fallecidos.

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Todo un ambiente de destrucción en el que los médicos no daban abasto, prestos a identificar banderas rojas, que les indicaban en el terreno dónde estaban los heridos y así prestar su ayuda hasta el desvanecimiento. Eran frecuentes las confusiones en un mismo bando, originadas por la prevención de que cualquier sonido de balas o pasos eran del enemigo, el agua se convertía en elixir preciado que escaseaba y era compartido a gotas, noches de terror de sobrevivientes en contacto con la agonía, donde sólo se escuchaban clamores por piedad y socorro.

Guillaume-Henri Dufour, ingeniero y militar, totalmente conmovido e identificado con el libro de Dunant, trabajó con él sobre el mismo propósito de humanizar la guerra. Durante su tiempo activo como militar se destacó en su carrera, ascendió a general y dirigiendo un ejército de combatientes victoriosos, fue reconocido en toda Europa por su pacifismo y humanitarismo en la guerra. Inculcó en sus oficiales y tropas, el respeto por la dignidad del vencido al desarmar los prisioneros y curar sus heridas, contener la furia de sus propios soldados y proteger a quienes llamó personas inofensivas por su neutralidad en el conflicto: niños, mujeres, ancianos y el clero.

Dufour evitó las guerras, encontrando en la ética y la diplomacia, una forma de llegar a acuerdos sin derramamiento de sangre, filosofía que haría pensar sobre la funcionalidad del contrato para el cese de la guerra y que en palabras de Michel Serres, nos llevarían a diferenciar el social del natural. El contrato social establece límites con decisiones jurídicas para regular los derechos de los oponentes, la duración de los conflictos y evitar el exterminio de la raza humana, las culturas y la historia de las civilizaciones.

El contrato natural por su parte, nos llama a establecer pactos con el mundo, que nos protejan de la violencia global, la cual se traduce en la desmedida explotación humana y de recursos del planeta, los sistemas de producción antiecológicos, la producción de armas, bombas atómicas, nucleares y químicas y el acaparamiento de la riqueza económica. Quienes tienen el poder de lo anterior, usan armas proporcionales a su cobertura y tamaño para dominar los hombres, de ahí la imperiosa necesidad de, colectivamente, ejercer resistencia y pactar “como mínimo la guerra y como óptimo la paz”.

Por Ana Lyda Melo

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Hernando(58851)09 de abril de 2022 - 06:14 p. m.
Me quedo con Dufort... Las guerras no deben darse; no creo que la sangre humana mejore la calidad o feracidad de la tierra y si se emprenden para controlar el exceso de población, sería un modo máximamente perverso. Deberá constituírse un organismo con autoridad y poder suficientes para sanjar una eventual agresión guerrerista.
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