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La paz prohibicionista: el riesgo de replicar errores en Medellín

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Elementa DD.HH. y Maria Clara Zea
06 de agosto de 2025 - 05:00 p. m.
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Medellín carga con un estigma convertido en paradoja: mientras se celebra su reducción de homicidios como “laboratorio de paz”, se ha puesto en el centro de la discusión de la Mesa de Paz Urbana una demanda anacrónica: la eliminación de la heroína y el fentanilo en la ciudad. Este giro, plasmado en el piloto de este espacio de diálogo en diciembre de 2024, no solo desconoce tres décadas de aprendizajes, sino que revive el fantasma de políticas fracasadas bajo el disfraz de la innovación.

¿De qué se trató ese piloto? El acuerdo incluyó compromisos como el cese de confrontaciones entre grupos armados, eliminación de “fronteras invisibles”, reducción de homicidios, erradicación de la extorsión y, controversialmente, la eliminación del expendio y consumo de sustancias como la heroína y el fentanilo en puntos clave del territorio desde el 19 de diciembre de 2024 hasta el 19 de enero de 2025.

Exigir a grupos armados la eliminación de estas sustancias como parte de un acuerdo de paz plantea una contradicción profunda. El propio gobierno como par negociante, al incluir esta prohibición en el piloto de la Mesa de Paz Urbana, avala una lógica que históricamente ha fracasado en Colombia. Al sumarse a esta demanda prohibicionista, el Estado y los grupos terminan co-produciendo un mecanismo de control territorial que, lejos de reducir la violencia, puede exacerbarla: los grupos impondrán la restricción mediante métodos represivos, mientras el Estado legitima tácitamente su autoridad para hacerlo. Como documenta la investigación de Elementa, Derechos en Contexto Medellín: Drogas y Disputas por el espacio, este enfoque no solo normaliza el poder de facto sobre el territorio sino que criminaliza a los consumidores más vulnerables.

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Con la radicación en el Congreso del Proyecto de Ley 02 de 2025 sobre la Paz Total, se establece un marco jurídico fundamental para implementar un tratamiento penal diferenciado a grupos y estructuras criminales. Este avance jurídico reaviva el debate sobre la viabilidad y la rapidez con que se podrá consolidar este proceso de paz integral. En este contexto, resulta crucial hacer una reflexión crítica sobre la inclusión de los temas relacionados con las drogas en las negociaciones de paz. Acá algunos argumentos para contrarrestar esto.

Primero, vincular de manera estrecha la prohibición de las drogas con la construcción de paz urbana en Medellín puede desviar el debate público y político hacia una percepción reduccionista y errada, donde consumir drogas se convierte en el “motor del conflicto” en los territorios. Este sesgo corre el riesgo de minimizar problemas estructurales que son verdaderamente fundamentales para la paz y el bienestar social en la ciudad, como la redistribución equitativa de oportunidades, el acceso a servicios y mercados formales, la inclusión social efectiva y la superación de la marginalización de comunidades históricamente vulnerables.

Al focalizar la agenda en drogas, no en regularlas sino prohibirlas, se abren también espacios para políticas punitivas y militarizadas que, lejos de promover una paz duradera, terminan reforzando dinámicas de control y violencia, desplazando así el foco de la verdadera construcción de paz hacia intervenciones securitarias que, como ha ocurrido reiteradamente, no logran soluciones sostenibles ni transformadoras en Medellín.

En segundo lugar, resulta fundamental entender que la percepción social del consumo de drogas no es neutral ni homogénea, sino que está determinada por procesos de construcción simbólica y moral que asignan a ciertas sustancias un estatus de rechazo y estigma mucho mayor que a otras. Elementa constató que, en Medellín, opera un espectro de aceptabilidad del consumo, evidenciando que existen drogas “orgullosas” y otras “vergonzantes”, categoría en la cual la heroína se encuentra fuertemente estigmatizada y asociada a espacios marginales y comunidades que viven bajo una suerte de apartheid urbano, entre ellas, personas habitantes de calle que usan sustancias inyectables.

Esta construcción social negativa no solo responde a características objetivas del consumo, sino a prejuicios históricos, culturales y socioeconómicos que marcan a quienes consumen heroína como sujetos relegados y “no deseables” en el paisaje urbano. Lo notable es que, pese a estos imaginarios, el consumo real de heroína en la ciudad es bajo —con apenas el 0,1% de la población habiéndola consumido alguna vez, según los datos del DANE de su última encuesta del 2019— y mucho menor que el de otras sustancias, ilegales como el tusi (0,8%) o legales como el alcohol (32%), que ni siquiera figura con el mismo nivel de atención o fiscalización.

Esta selección sesgada de las sustancias que construimos colectivamente como “problemáticas” revela una lógica moralizante que no solo profundiza la exclusión social y territorial, sino que simplifica una problemática compleja, desviando la mirada de las causas estructurales del conflicto y la desigualdad urbana. Al centrar la agenda en un estigma construido más que en datos o impactos reales, se perpetúan políticas que criminalizan y segregan en lugar de ofrecer respuestas integrales de salud pública, reducción de riesgos y daños, y justicia social.

Tercero, un proceso de paz implica necesariamente la cesación de actividades ilícitas que alimentan el conflicto, entre ellas el expendio y tráfico de drogas. Sin embargo, tal como fue establecido en el Acuerdo de Paz con las FARC, esta cesación no se traduce en una mera prohibición o negación del fenómeno de las drogas, sino que se aborda a través de modelos integrales de sustitución de economías ilícitas, especialmente en el caso de los cultivos para la producción de sustancias declaradas ilícitas.

Debemos reconocer que las drogas forman parte de la realidad social actual y que existen personas, incluyendo quienes consumen sustancias inyectables, que requieren acceso a ellas. La ausencia de una respuesta estatal que garantice un acceso seguro y controlado obliga a estas personas a recurrir a un mercado ilegal, donde enfrentan múltiples riesgos tanto personales como comunitarios. Esto dificulta la reducción del sufrimiento social y limita el ejercicio de su derecho al consumo de drogas de manera informada y segura.

La construcción de paz urbana en Medellín no será posible si se continúa apostando por discursos y prácticas que estigmatizan y criminalizan en lugar de transformar. El reto real está en desplazar el foco de los símbolos impuestos —como la prohibición de sustancias específicas— hacia la atención de las raíces profundas del conflicto. Pero para ello, se debe mirar más allá de paquetes prohibicionistas y reconocer que negar o expulsar a quienes enfrentan la complejidad del consumo no produce seguridad ni convivencia, sino resistencia, fractura y dolor.

* Maria Clara Zea, investigadora de Elementa DDHH

** Elementa es una organización de derechos humanos feminista con sede en Colombia y México que trabaja desde un enfoque socio-jurídico y político en temas de política de drogas y verdad, justicia y reparación.

Por Elementa DD.HH.

Elementa DDHH es un equipo multidisciplinario y feminista que trabaja desde un enfoque socio-jurídico y político, para aportar a la construcción y fortalecimiento regional de los derechos humanos a través de sus sedes en Colombia y México. Sus áreas de trabajo son políticas de drogas y derechos humanos y verdad, justicia y reparación.

Por Maria Clara Zea

 

Jairo Rivera(48451)08 de agosto de 2025 - 02:13 p. m.
La necesidad a las drogas es una necesidad creada, originada en una autolesión y en el delito de comprar de manera ilegal un producto nocivo. Combatir el delito es un deber cívico y evitar que los niños y jóvenes caigan en ese flagelo es una obligación de la sociedad. Ni el estado ni la sociedad debe favorecer el consumo de drogas inyectables, es irresponsable…. Es que el estado se haga partícipe acelerando la muerte de los consumidores, con el pretexto de la inclusión social.
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