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Legado del bicentenario, el respeto por el enemigo

Kenneth Burbano Villamarín
21 de agosto de 2019 - 05:10 p. m.

Cuando se hace alusión a la guerra o como se denomina actualmente al conflicto armado, que puede ser internacional si se enfrentan los ejércitos de los Estados, y no internacional o interno, cuando se enfrentan las fuerzas armadas del Estado con grupos armados organizados de particulares o entre estos, como el que en forma prolongada hay en Colombia, se acude al Derecho Internacional Humanitario (DIH), cuyo origen deviene de la creación del Primer Convenio de Ginebra de 1864, instrumento para la protección de los enfermos y heridos en los campos de batalla, tras el formidable legado de Henry Dunant y su libro Recuerdos de Solferino, en el que narró los horrores de una batalla que se libró el 24 de junio de 1859 en Solferino, una pequeña población al norte de Italia donde se enfrentaron  los franceses -aliados de los sardos-, al mando del emperador Napoleón III y  las tropas austríacas, dejando miles de muertos y heridos. Desde aquel entonces el DIH se considera como un conjunto de normas consuetudinarias y convencionales que regulan los conflictos armados, para hacerlos menos gravosos y destinadas a proteger especialmente a quienes no participan en las hostilidades.

Sin negar la importancia de los anteriores hechos y la consolidación de esa normatividad, en territorio venezolano se produjo el Tratado de Regularización de la Guerra celebrado entre los Gobiernos de España y Colombia, firmado en Trujillo Venezuela el 26 de noviembre de 1820. A propósito de la conmemoración del bicentenario de la Batalla de Boyacá del 7 de agosto de 1819, este Tratado es un aporte trascendental porque constituye un compendio de disposiciones humanitarias generadas en el territorio de la Gran Colombia, surgidas mucho antes del DIH ginebrino, y, además, con plena aplicación en la guerra de entonces.

Se quería manifestar al mundo por los gobiernos firmantes el horror con que veían la guerra de exterminio que había devastado esos territorios, convirtiéndolos en un teatro de sangre; se buscaba aprovechar el primer momento de calma que se presentaba para regularizar la guerra que existía entre ambos Gobiernos, conforme a las leyes de las naciones cultas, y a los principios más liberales y filantrópicos.

Esto era consonante con toda una doctrina que se venía gestando en Europa para humanizar los conflictos armados, que limitaba los combates entre militares, excluyendo a la población civil y a los bienes que no tuvieran interés militar, hace parte de esas preceptivas el decreto de la Convención del 25 de mayo de 1793 que siguiendo los principios de la Revolución Francesa ordenó dar tratamiento obligatorio e igual, en los hospitales militares, a los soldados enemigos y a los soldados nacionales.

Disponía el Tratado de Trujillo, entre otros asuntos, el tratamiento debido a los prisioneros de guerra, se estableció el canje en forma obligatoria y pronta; los heridos o enfermos aprehendidos en los hospitales o fuera de ellos no se consideraban prisioneros de guerra y conservaban la libertad para restituirse a las banderas a que pertenecieran luego que se hubiesen restablecido, para lo cual gozaban de la asistencia, cuidado y alivio por parte del ejército que los tuviera en su poder.

Respecto a los habitantes de los pueblos que alternativamente se ocuparen por las armas de ambos Gobiernos, serían respetados, y gozarían de absoluta libertad y seguridad, sean cuales fueren o hayan sido sus opiniones, destinos, servicios y conducta con respecto a las partes beligerantes; se proscribió la pena de muerte como castigo para los desertores, conspiradores y desafectos de una y otra parte; el Tratado debía cumplirse por las partes de buena fe y en forma estricta.

Aunque es claro, que una cosa son las guerras de independencia de la Nueva Granada y Venezuela, y otra el actual conflicto armado de Colombia, donde se combinan diferentes formas de violencia como la guerrillera y/o política, el mencionado instrumento de Regularización se mantiene hasta nuestros días en sus principios y filosofía; hay un llamado a la racionalidad, a lo humanitario, lo que es plenamente aplicable para reforzar el propósito de reconciliación del Acuerdo Final de Paz con las FARC e igualmente regular el conflicto armado interno que aún subsiste con otros actores armados.

Si bien es cierto que instituciones o amparos como el de los prisioneros de guerra se aplican para los conflictos armados internacionales, en la confrontación colombiana la privación de la libertad se sujeta al trato humanitario, sin que puedan imponerse penas o castigos que lesionen la integridad física o moral de las partes en conflicto, ni operar bajo condiciones que comporten discriminación. La atención médica y hospitalaria a los heridos o enfermos de las fuerzas del Estado o de los grupos alzados en armas, el canje humanitario y el cumplimiento de lo pactado de buena fe, hacen parte de ese cuerpo ético y legal aplicable a nuestra escalada bélica.

Lo que se quiso contrarrestar con el Tratado de Regularización eran las viejas prácticas de la guerra a muerte, se pacta un armisticio disponiéndose una tregua de seis meses; ese acuerdo de voluntades se suscribe por el excelentísimo general en jefe del Ejército expedicionario de Costa Firme, don Pablo Morillo, conde de Cartagena, de parte del Gobierno español, y el excelentísimo señor presidente de la República de Colombia Simón Bolívar, como jefe de la República, entre otros comisionados nombrados para tal fin.

Lo más emblemático, del que da cuenta el monumento de Santa Ana de Trujillo erigido en la Plaza de Armisticio el 24 de julio de 1912, es el abrazo entre el libertador y presidente Simón Bolívar y el jefe militar y pacificador Pablo Morillo; sin duda hay un gran mensaje, si es posible aún para los enemigos más férreos hacer un alto en el camino, conversar y llegar a acuerdos.

Aunque el armisticio se rompió antes de lo pactado porque se declaró a la provincia de Maracaibo unida a la Gran Colombia, los bandos acordaron el reinicio de las hostilidades el 28 de abril de 1821; en adelante los enfrentamientos hasta el final del conflicto de independencia en Venezuela como en el resto de Suramérica, se sujetaron al Tratado de Regularización de la Guerra.  Estas reglas como las que hoy se encuentran en los Cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y sus Protocolos adicionales I y II, prevén que hasta la guerra tiene límites, que los actos de ferocidad y barbarie no están permitidos en los conflictos armados y que es necesario respetar un mínimo de disposiciones humanitarias.

La conmemoración del bicentenario de la Batalla de Boyacá, que rinde homenaje a quienes forjaron la independencia debe estar alejada del patrioterismo y venir acompañada de una reflexión sobre los estragos del conflicto armado y que aunque se esté frente a causas como la búsqueda de la independencia, la liberación de los pueblos o la luchas contra grupos armados desestabilizantes o al margen de la ley, no son admisibles los actos de terror o las ejecuciones arbitrarias; que es imperativo distinguir entre quienes combaten y las personas protegidas como la población civil, limitar los métodos o la estrategia militar y los medios de combate como el uso de ciertas armas que causan daños desproporcionados. Desde la educación para la democracia y los derechos humanos y no desde el adoctrinamiento para la guerra, el paradigma de nuestra independencia debe permitir comprender que también la persona del enemigo merece respeto.           

 

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