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La foto del expresidente Duque al lado del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y la campaña política que ha desatado la derecha colombiana de cara a las próximas elecciones puede leerse como un spoiler completo de lo que ocurriría en Colombia si, tras los avances democráticos, volviera a gobernar la clase política que ha hecho de nuestro país uno de los más desiguales del mundo.
Mientras en el mundo se despliegan 50 embarcaciones de 44 países con el fin de condenar el genocidio y romper el cerco que el Estado de Israel impuso sobre el pueblo palestino, causando hambruna y desolación a miles de personas, en Colombia los sectores aliados a Netanyahu impulsan acciones para quebrantar el Acuerdo de Paz firmado en 2016.
El marco jurídico internacional que a inicios de este siglo buscaba sancionar a los responsables de los peores crímenes de derecho internacional mediante la Corte Penal Internacional, hoy queda sin legitimidad alguna cuando, en menos de dos años, han sido exterminados más de 64.000 palestinos.
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En Colombia, los aliados del genocidio palestino buscan regresar al país a la guerra. No solo ambientan el escenario preelectoral con un discurso de odio y calumnias mediáticas que pretende deshumanizar al contradictor político, sin ofrecer ninguna propuesta real ni efectiva para garantizar más derechos a la población colombiana, sino que además han enfilado uno de sus ataques más directos contra una de las aspiraciones supremas de la Constitución de 1991: el derecho a la paz.
El comité promotor del referéndum constitucional derogatorio del Acuerdo Final de Paz de 2016, integrado por movimientos políticos que dicen defender la Constitución y presentarse como continuadores de los “acuerdos sobre lo fundamental” para promover consensos en la sociedad política, parece olvidar que la Corte Constitucional ha sido clara e insistente desde 2003 (Sentencia C-551/03) en señalar que los mecanismos de participación no pueden vulnerar ni los derechos fundamentales ni los compromisos internacionales del Estado colombiano.
El Acuerdo Final de Paz es un documento oficial del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, incorporado en la resolución S/2017/272, producto de la declaración unilateral del Estado colombiano hecha por el entonces presidente y jefe de Estado, que genera obligaciones políticas y jurídicas vinculantes, e incluye compromisos humanitarios para la materialización del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario.
El Acuerdo de 2016 no es solo una norma jurídica, sino la expresión reforzada y profunda de los principios consignados en la Constitución de 1991, materializada en actos legislativos, leyes y más de un centenar de normas que aún no han sido expedidas en su totalidad. De ahí que, aunque la Registraduría reconoció que el comité promotor cumplió con una formalidad al autorizar la recolección de firmas, no es menos cierto que posteriormente deberá ser objeto de control legal y constitucional.
Lo que sí debe llamar la atención es que nuevamente el Acuerdo de Paz entre el Estado y las extintas FARC —y, con él, la posibilidad de materializar ese bien común— vuelve a estar en el fiel de la balanza de la contienda electoral. Una vez más, Colombia se debate entre la paz y la guerra. Dependerá del gobierno actual emprender acciones decididas para completar el marco de implementación integral de la paz y de la sociedad en su conjunto permitir, o no, que a través de percepciones nos conduzcan por un camino de odio, alejado de la reconciliación que tanto necesitamos.
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