Por Esteban Linares
Rosalba, Jeison, Manuel, Esther, doña Carmen, Rodrigo, Rafael, Aldemar, Diomedes, Eleazar y Luis, hacen parte de una asociación de pequeños productores de base comunitaria que vieron violados sus derechos humanos, destruidas sus vidas y frustrados sus proyectos, por aspersiones aéreas con glifosato entre 2008 y 2013. Se trata de al menos 146 familias que en 2005 decidieron organizarse por sus propios medios para sustituir cultivos de coca por una expectativa de más de 700 hectáreas de cacao, pero que ahora llevan diez años esperando que la justicia le adjudique la responsabilidad del daño al Estado colombiano, y principalmente, les otorgue medidas de reparación y garantías de no repetición.
Como este caso son miles, en los que las comunidades fueron forzadas a desplazarse a las fronteras agrícolas menos fértiles y a convertirse en los primeros eslabones de la economía de la coca, la única fuente posible de ingresos capaz de otorgar un ingreso económico por ser flexible y adaptable a la situación de precariedad. En donde, además, el Estado arremetió con un baño del agrotóxico más popular de la guerra contra las drogas que nunca tuvo posibilidad de acabar con la cocaína. Por el contrario, vulneró el derecho a la salud, el derecho al medio ambiente sano, el derecho a la alimentación, el derecho a los beneficios de la cultura, entre otros. Janeth Valderrama es un caso lamentable que ejemplifica todo lo mencionado anteriormente.
Desde 2001, se han fumigado al menos 1′700.000 hectáreas de coca, casi diez veces la extensión del páramo de Sumapaz, el más grande del mundo, pero esto no ha representado una disminución significativa en el crecimiento de las hectáreas sembradas, ni mucho menos en el potencial de producción de cocaína. Entre 2005 y 2014, nueve años, el Estado gastó 79.9 billones en aspersión aérea con glifosato, lo que equivale a dos veces el presupuesto asignado para la implementación del Acuerdo de Paz, según el Plan Plurianual de Inversiones del gobierno de Gustavo Petro, y eso sin contar la variación por inflación. Adicionalmente, entre 2013 y 2015, el Estado pagó 1.7 billones de pesos por demandas por afectaciones a la salud por aspersiones aéreas.
Incluso con todo lo que cuesta la aspersión, en términos humanos y económicos, la reanudación o eliminación de esta práctica es una suerte de voluntad política en medio de la puja entre cegados ante la evidencia y las comunidades que se organizan para exigir el respeto de sus derechos y el papel de las altas cortes. Así sucedió esta semana hace 6 años, tras una tutela de las comunidades de Nóvita (Chocó), la Corte Constitucional expidió la sentencia T-236 de 2017 y puso el camino más difícil para el uso de la aspersión aérea con glifosato. Con esta se obligó al Estado a suspender las aspersiones, protegió los derechos a la consulta previa, a la salud, al medio ambiente sano y a la integridad étnica y cultural.
Ahora bien, las expectativas con las que llegó el nuevo gobierno y congreso frente a los necesarios cambios de estrategia con las drogas ilícitas se están quedando en un limbo de timidez e inacción, nada más a finales del año pasado se mantenían las erradicaciones forzadas por todo el país.
Aunque se emitió por parte del Ministerio de Justicia un proyecto de decreto para derogar el Plan de Manejo Ambiental que dejó Iván Duque para la reanudación de esta práctica y se han hecho guiños con la reducción de las metas de erradicación, ni legislativo, ni ejecutivo parecieran querer asumir la agenda radical para la prohibición del uso del glifosato, que blinde a futuro la posibilidad de que este flagelo vuelva sobre las comunidades, que represente un ejercicio de reconocimiento de los errores y que permita a las víctimas obtener garantías reales de no repetición.
Pero la prohibición por sí sola se queda corta, se tienen que reconocer a las víctimas sus derechos a la verdad, la memoria y la reparación. Es posible que la Jurisdicción Especial de Paz evalúe la aspersión con glifosato como uno de los flancos de la guerra anti-insurgente desarrollada por el Estado; pero mientras tanto, es necesario que las otras instancias que adelantan las demandas por responsabilidad del Estado flexibilicen los estándares probatorios, que además recaen sobre las víctimas, y que mida la magnitud de los daños de la aspersión con base en las particularidades de cada comunidad afectada, una vara que además trascienda de la evaluación individual y profundice en el daño colectivo.
Sin lo anterior, el capítulo de los fumigados nunca podrá cerrarse en el país. Por las víctimas, nunca más glifosato.