Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La transición que puso como escenario el Acuerdo Final de Paz ha tenido grandes obstáculos y frustraciones en su implementación. Asimismo, las transiciones que podrían traer nuevos acuerdos de paz y sometimiento aún no avizoran un rol claro para la sociedad civil y las comunidades organizadas.
Los informes de diversas organizaciones de derechos humanos ratifican que se han intensificado las violencias en muchas regiones de Colombia. Una explicación a esta exacerbación es que los grupos armados ilegales estarían intentando ganar terreno para la negociación en el marco de las conversaciones que adelantan con el gobierno nacional. En el fondo, sería preferible que esta fuera la verdadera motivación.
Pero es más probable que se trate de una carrera por el control de territorios y los negocios que allí se mueven. La reconfiguración de los actores armados, en especial para el caso de los grupos armados heredados de las antiguas FARC, ha jalonado consigo unos intentos de reconfigurar la “base social”, es decir, esas comunidades que les protegían y que hacían las veces de su sustento social, al identificarse con la existencia del grupo armado como respuesta a unas necesidades compartidas. Hoy en día, en medio de fragmentación, frustración e incertidumbre (de nuevo se escucha “es que no se sabe quién es quién”), esa reconfiguración está siendo profundamente violenta y degradada, sin mucha claridad además sobre la participación de grupos de mercenarios con el aval de la fuerza pública, pescando en río revuelto.
La prioridad de los armados, más allá del control territorial, es sostener el pulso por el control poblacional, con un control social que ha traído de vuelta medidas como la carnetización y el control de la circulación de las personas, la cooptación de juntas de acción comunal y de liderazgos locales, en un ejercicio estratégico que les permite expandir y consolidar un poder que se hace económico, social y político, y que desafortunadamente lo que trae es un incremento tanto de la desigualdad social como de la degradación ambiental. Es decir, un desarrollo, si se quiere, alternativo, pero más insostenible y depredador que el que históricamente ha afectado territorios como Putumayo o Arauca, por ejemplo.
A lo anterior se le suman los riesgos por el período electoral que se avecina, no solo por las amenazas que ya han proferido los grupos armados ilegales, sino además porque es un escenario que va a saturarse de ruidos e intereses que inevitablemente afectarán muchos procesos que adelantan comunidades y organizaciones rurales, cediendo terreno en un momento de oportunidades políticas que no van a durar mucho tiempo.
Oportunidades que se expresan en esencia en la apuesta de territorialización de las instituciones del Estado, que depende hoy por hoy de los avances de las diferentes conversaciones de paz. Prácticamente ninguna agencia del Estado puede adelantar su agenda si no va de la mano de los avances de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, cuya gestión es percibida por muchas comunidades como distante, desconectada y extremadamente vertical, lo que está generando incertidumbres y crecientes desconfianzas en el proceso.
En este complicado marco, un conjunto de organizaciones campesinas de diferentes lugares del país, la mayoría de ellas golpeadas y sometidas a las situaciones mencionadas arriba, ha decidido tomar la que es quizás la única opción posible: juntarse. Y en un ejercicio de apuesta de “unidad popular por la base y en la acción”, han lanzado la Juntanza Nacional Campesina y Popular Luz Perly Córdoba Mosquera (en homenaje a la lideresa campesina araucana que falleció en el 2020), que exige respeto por la independencia y autonomía de las comunidades y sus organizaciones, y que “nace en un contexto de guerra declarada a la paz con justicia social”. Entre espada y espada, juntarse como un acto esperanzador de solidaridad, dignidad y resistencia.