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El 16 de enero de 2025, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) desató una de las arremetidas militares más violentas de los últimos años en Colombia. No fue solo una ofensiva armada; fue una sentencia de muerte social para decenas de miles de familias que, después de años de sufrimiento y desplazamiento, tuvieron que abandonar sus tierras, sus sueños y su historia. Unas 60.000 familias fueron forzadas a dejar sus hogares, muchas de ellas desplazadas por tercera o cuarta vez, en un país donde la violencia se hereda más que se supera.
Entre ellas estaba Dairo Abril, firmante de paz de las extintas FARC, quien, después de firmar el acuerdo en 2016, trató de reintegrarse en la región del Catatumbo, en el norte del país. Con él se desplazaron 60 familias campesinas, algunas de las cuales también habían sido víctimas del conflicto armado. De esas 60 familias, solo tres eran firmantes de paz. A pesar de su esfuerzo por construir un futuro en paz, la violencia los siguió. El ELN los acusó injustamente de ser auxiliadores de guerrilleros, condenando a estas personas a una vida de estigmatización y persecución. Entre las familias que Dairo lideraba había 49 niños y varias mujeres embarazadas, que también tuvieron que vivir el mismo calvario.
En busca de un lugar donde pudieran finalmente vivir en paz, la Agencia Nacional de Tierras les ofreció un catálogo de posibles predios para su reubicación. Uno de los nombres que apareció en ese catálogo fue Puerto Boyacá, una zona que se presentaba como un municipio pacífico, donde la paz, supuestamente, había sido alcanzada tras la desmovilización de las AUC. La narrativa oficial vendía a Puerto Boyacá como un ejemplo de cómo se podía lograr la pacificación en el país. Con esa esperanza, la comunidad desplazada del Catatumbo eligió un predio en la vereda Las Pavitas, en Puerto Boyacá. Quizá, en su desesperación, no quisieron esperar más el acompañamiento institucional y decidieron hacer el traslado sin la protección de las entidades que usualmente acompañan estos procesos.
Lo que encontraron allí fue una realidad mucho más dura que la que habían imaginado. Puerto Boyacá no es hoy un municipio de paz, ni mucho menos. En 2024, el municipio duplicó el número de homicidios anuales de Duitama, con 23 casos de muertes violentas. Este es solo uno de los muchos síntomas de que el municipio sigue siendo un territorio en disputa, donde las mafias y grupos armados ilegales siguen marcando el paso de la violencia. El caos en la finca Las Pavitas fue total. Los líderes de las juntas de acción comunal, la alcaldía e incluso la personería local expresaron su rechazo rotundo a la presencia de estas familias desplazadas. En un momento, el mismo alcalde de Puerto Boyacá, Jhon Feiber Urrea, quien proviene de una familia desplazada, rechazó vehemente la llegada de estas personas a su municipio. En un video que circuló ampliamente por redes sociales, Urrea aseguró que acoger a estas familias sería “desconocer la trayectoria del municipio”. Curiosamente, Puerto Boyacá había sido conocido en el pasado por recibir a sus visitantes con un lema macabro: “Bienvenidos a la tierra paramilitar”. En ese contexto histórico, la llegada de personas desplazadas que habían sido firmantes de paz no parecía bienvenida.
La situación en Las Pavitas se complicó rápidamente. Las familias fueron confinadas y se les limitó el acceso a alimentos y agua durante varios días. Incluso el único mercado que llegó a ellas fue enviado por un grupo que se autodenomina paramilitar, lo que complicó aún más la situación. A pesar de este contexto tan adverso, las familias no culpan a la comunidad local, sino a un fantasma del pasado, el paramilitarismo, que sigue siendo una presencia invisible pero palpable en las dinámicas de poder y control territorial en la región. Según las denuncias, las mismas fuerzas que controlaban el municipio en tiempos de las AUC no han desaparecido completamente. Ese fantasma del paramilitarismo sigue operando de manera subterránea, alimentando el miedo, el rechazo y la violencia.
En una asamblea donde estuvieron presentes la Unidad de Víctimas, la Alcaldía, la Personería y la Defensoría del Pueblo, incluso un ex-desmovilizado de las AUC, tras admitir que la situación se había salido de control, aseguró que, si fuera necesario, “volvería a armarse” y pagaría por ello, con tal de sacar a las víctimas desplazadas del Catatumbo de allí. Esta amenaza de rearmarse, pronunciada por alguien que alguna vez fue parte del conflicto armado, es el reflejo de lo que ocurre en muchos territorios de Colombia, donde los viejos actores de violencia siguen teniendo poder, influencia y una capacidad de intimidación aterradora.
Pero la historia de Puerto Boyacá no solo está marcada por la llegada de estas familias desplazadas. También lo está por la violencia sistemática que sigue reinando en la región, aunque no de la magnitud de las confrontaciones armadas que vimos en los años 90 y 2000. El asesinato reciente del empresario esmeraldero Hernando Sánchez el 6 de abril de este año, junto con el homicidio del también esmeraldero Pedro Pechugas (Juan Sebastián Aguilar), son solo algunos ejemplos de la nueva versión de la vieja guerra verde en la región. Es como si, a pesar del proceso de paz, las mafias relacionadas con el narcotráfico y la minería ilegal en el Magdalena Medio estuvieran reencontrándose en un nuevo ciclo de violencia y control territorial.
En Colombia, la violencia no solo es un tema de enfrentamientos armados, sino también un tema de herencias, de trayectorias que se repiten a lo largo de generaciones. Cada vez que creemos que hemos alcanzado la paz, aparece el rearme. En este caso, la reconfiguración de las mafias en Puerto Boyacá ha sido un proceso lento pero continuo, donde las redes locales se han visto absorbidas por estructuras mayores, como el Clan del Golfo. Esta mafia ha aprovechado economías ilegales como la coca, el oro y las esmeraldas para financiar el crimen y expandir su control territorial. En 2024, el municipio fue escenario de una serie de asesinatos selectivos, extorsiones a los campesinos y comerciantes locales, y amenazas a líderes sociales que denunciaron públicamente la presencia de estos grupos armados.
Lo que ocurre en Puerto Boyacá es emblemático de lo que muchos colombianos viven en diferentes regiones del país. Mientras unos celebran la paz, otros ven cómo la violencia nunca se detiene. Las estructuras paramilitares, aunque en muchas ocasiones transformadas o disueltas, siguen operando con nuevos nombres y con nuevos aliados, como el Clan del Golfo, que ha logrado mantener una presencia activa en la región. Las disidencias de las FARC también han intentado adueñarse del control territorial, sumando al caos. Y mientras tanto, la ausencia del Estado sigue siendo una constante.
En este contexto, el país sigue enfrentando una operación silenciosa: las mafias no solo se alimentan de la violencia directa, sino que también juegan su rol con influencia en esferas más discretas, como la política, la economía y la seguridad. La presencia de la Junta del Narcotráfico, a la que el presidente Gustavo Petro se ha referido en varias ocasiones, es una de esas estructuras invisibles que sigue operando sin un control efectivo del Estado. Esta junta, compuesta por líderes de las mafias más poderosas del país, no solo disputa territorios, sino que influye en decisiones clave, usando su poder económico y político para mantener su dominio, a veces en las sombras, a veces de forma abierta. El narcotráfico, las economías ilegales y las mafias regionales siguen dictando el paso, desde el control de las minas de esmeraldas hasta el control de los cultivos de coca, manteniendo una red que va más allá de la simple violencia física, penetrando en las estructuras de poder y desplazando a las comunidades como nunca antes.
Mientras tanto, el drama de Dairo Abril y las 60 familias desplazadas de Catatumbo se reduce a un sueño truncado. Un sueño que se convirtió rápidamente en una pesadilla de doble desplazamiento. Después de ser expulsados por el ELN, fueron expulsados nuevamente, esta vez, por el odio.
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