Cuando en 1992 ingresé al Ejército en calidad de oficial profesional o del cuerpo administrativo −previa experiencia como redactor de judiciales en El Tiempo y luego como comunicador organizacional en la empresa privada−, las instituciones castrenses aún navegaban en el oscurantismo de la comunicación pública. Para la época resultaba natural que los comandantes confundieran la prensa con la propaganda, al mejor estilo de los preceptos de Goebbels.
De hecho, existía un manual −EJC-5 Público, si mal no recuerdo−, que, en su lectura, me recordaba las hilarantes parodias del humorista Jaime Garzón en Notiquac sobre cómo el mando estilaba la entrega de resultados. Verbo y gracia, la cartilla ordenaba a los responsables de prensa en las divisiones y brigadas iniciar los comunicados así: “[...] El comando de (equis o ye unidad) se permite informar a la opinión pública que...” A renglón seguido, usando números arábigos, se enunciaban los hechos sin ningún orden noticioso y siempre se remataba el escrito con una frase de cajón: “[...] El comando de (equis o ye unidad) agradece a la ciudadanía la información suministrada...”
Entonces, hice parte de una generación de oficiales, suboficiales, soldados y civiles a quienes se nos dio la misión de hacer que los mandos advirtieran errores crasos como este y proponerles un mejor camino. Qué entendieran que el deber de comunicar nada tenía que ver con las doctrinas militares de operaciones sicológicas o de asuntos civiles −vigentes en aquellos tiempos− y que a la prensa no se le podía atribuir el rótulo de “amiga” o “enemiga”, calificativos erróneos que algunos endilgaban caprichosamente según los altibajos de la obligada relación fuente-periodista.
Los comandantes de ese momento entendieron que la prensa no se “maneja” y que allí media el relacionamiento en sus diferentes niveles: con el periodista que cubre la fuente, con el editor y/o jefe de redacción de este colega, con el director del medio y con el propietario o propietarios de este. Había un eje o punto cardinal: la información pública, a diferencia de la propaganda, exige verdades diáfanas por inconvenientes que estas sean o parezcan. Avezados periodistas del ayer y del hoy como Carlos Barragán, José Luis Rodríguez, Vicky Dávila, Édgar Téllez, Óscar Montes o Yolanda Ruiz, por citar algunos nombres, pueden dar fe de ello.
Este fue el punto de inflexión para la creación de la Agencia de Noticias del Ejército y la legalización de las emisoras existentes y la apertura de nuevas estaciones. Luego, esta arista de la comunicación se complementó con otras igualmente importantes, a saber: campañas de imagen como ‘Hacemos lo que la Constitución nos manda’, ‘Nuestro compromiso es Colombia’ o ‘Los héroes en Colombia sí existen’; coproducción de programas como ‘Hombres de honor’ o ‘Comandos’, a mi juicio el primer reality de la televisión colombiana; colocación de marca en seriados como ‘Francisco el matemático’ y aparición de publirreportajes en diarios de circulación nacional como El Tiempo y El Espectador.
Pero como la comunicación es un proceso continuo de prueba, error y acierto −que en países como el nuestro se ve avasallado por la crudeza de la coyuntura− nos tocó aprender sobre cómo afrontar crisis en esta área. Las tomas de las bases de Las Delicias, Miraflores y Patascoy, los golpes a unidades élite en El Billar y La Carpa o la muerte de niños durante un paseo escolar en Pueblorrico (Antioquia) a manos de una patrulla militar, por ejemplo, pusieron a prueba nuestra capacidad y la de la institución.
Con la llegada de Juan Carlos Pinzón al ministerio parecía que por fin la comunicación iba a dar ese salto estratégico en el sector. Él ordenó que en las Fuerzas se evolucionara del concepto de oficinas de información pública y prensa al de oficinas de comunicación estratégica. Por fin, pensábamos muchos, se iba a presentar el esperado cisma entre las operaciones de información y de propaganda −parte de la doctrina militar de acción integral− y la comunicación pública.
(Vea también: Los falsos positivos de la JEP)
Con todo, esta propuesta de avanzada nació predestinada al fracaso por dos razones que, a mi juicio, hoy aprecio con mayor claridad. En primer lugar, la independencia y los avances que había logrado la comunicación pública militar fueron contenidos a partir de la llegada de Uribe a la Casa de Nariño, situación que se agudizó durante la era Santos: la vocería institucional se centralizó en el ministerio o en la presidencia y los comandantes de Fuerza y en los diferentes niveles del mando fueron cediendo terreno a la hora de comunicar su gestión y resultados. En segundo lugar, las oficinas de prensa adoptaron el sugestivo nombre de comunicaciones estratégicas, mas dicho cambió jamás se surtió en la mente y en el espíritu de los operadores que allí laboran.
Tanto los mandos como los comunicadores militares de hoy no comprenden que la comunicación es un proceso holístico y de gestión, esta última palabra clave para preguntarnos ¿qué pasa con las oficinas de comunicación en el sector Defensa? Un reclamo justificado cuando nuevamente la institución se encuentra en el ojo del huracán por cuenta de una operación del Ejército en el Putumayo ampliamente cuestionada y que algunos sectores de opinión califican como un nuevo “falso positivo”.
La gestión de esta crisis ha sido muy pobre en términos de comunicación, iniciando por las desafortunadas salidas en falso a las que nos tiene acostumbrado el ministro Diego Molano, quien, dicho sea de paso, tras su posesión declaró insubsistentes a varios asesores de su oficina de prensa, todos con vasta experiencia, para otorgar dos contratos −al parecer, de manera directa y del tipo tracto sucesivo− por 1.493 millones de pesos a la firma Alotrópico, con escasa experiencia, una de cuyas propietarias sería esposa de un oficial de la Policía que el MinDefensa nombró como su ayudante personal.
Gestionar la comunicación en situaciones de crisis como las del Putumayo exige la mayor trasparencia posible, desechando la entrega de informaciones apresuradas, a medias o que induzcan al error, dando paso así a la desinformación y atizando la controversia. El quid del asunto está en constituirse en un puente entre el hecho en si, la prensa y la comunidad que exige saber qué y cómo pasó. Una obligación moral que cobra especial relevancia en un país que, gústenos o no, navega en las aguas de la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición por cuenta de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV) como resultado del Acuerdo Final. Como reza el refrán, “al caído, ¡caerle!”.