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Algunos celebran con euforia la elevada participación ciudadana en la elección presidencial en primera vuelta, aunque sin compararla con altos porcentajes en países con voto obligatorio. Sabemos que la apatía electoral en Colombia ha sido históricamente notable. Aunque el 27 de mayo alcanzó niveles más bajos, el 46,62% es una cifra claramente indicativa del gran desencanto ciudadano.
Algunos nunca han votado, otros se marginan voluntariamente porque conocen el habitual incumplimiento de los políticos; o se alejan de las urnas al repasar episodios de traición remotos, recientes o en curso: la frustrada revolución comunera del Siglo XVIII, el exterminio de la UP a finales del XX; o al hallar tremendas semblanzas en quienes hoy incurren en la falacia de afirmar que quieren la paz pero no la que se pactó. Y anuncian paladinamente la revisión de los acuerdos. Como si ello no configurara una traición artera a lo que ya firmó el Estado.
El candidato con la mayor votación individual encarna la derecha que hoy no oculta su filiación y antes bien la exhibe con palmario orgullo. La disimula solo en su actual pesca descarnada de electores adicionales en el ajeno centro. Sus propios votos, sin desconocer su habilidad mediática, son la sumatoria de ocho largos años del gobierno mesiánico de su mentor, que penetró con su verbo de apocalíptica destrucción la mentalidad de vastos sectores del pueblo a los que encauzó irreparablemente en la dirección de la guerra permanente, engañoso elixir de su versión de paz imposible. Esta es forma despreciable de corrupción, de sórdidas implicaciones. Y a ella se suman ahora impúdicos mercaderes de la política, de bien dispares ideologías, que presumiblemente negocian a cambio inconfesables prebendas, cuando la histórica colectividad confiada a su cuidado se desploma con estruendo. Guerra y corrupción, vuelta a un pasado reciente y conocido, asustan sin duda. ¡Y mucho!
De otro lado, está el candidato que, con firme convicción, manifiesta voluntad de defender los acuerdos de paz. Él mismo fue beneficiario de otro excepcional proceso que lo transportó de la lucha armada a la candidatura presidencial. Juiciosos o improvisados planteamientos hizo en su fugaz campaña. Rechazados algunos, aceptados otros. Todos generaron impacto indudable. Y asimismo produjeron miedo que no se sabe si tiene fundamento real o es exagerada propaganda de campaña que destaca su compleja personalidad autoritaria, su presunta simpatía con la dictadura venezolana, sus veladas sugerencias de expropiaciones arbitrarias, su incapacidad para trabajar en equipo o su preocupante tendencia a generar confrontaciones entre estamentos colombianos. Sin embargo, en un país hoy tan conservatizado, el pánico se dispara porque sus propuestas de cambio evidencian muy resuelta voluntad de ejecutarlas.
Ante todo ello, algunos de sus potenciales electores nuevos, presuntamente en un centro más cercano a él que al otro candidato, se irán nostálgicamente resignados al bando de la derecha; también los oportunistas de toda laya que simulan temblor incontrolable; otros muchos entrarán a engrosar el nutrido grupo de abstencionistas o de los que inútilmente votarán ahora en blanco. Al cambio en el país no parece entonces estársele posibilitando la entrada. El cambio en Colombia recibe portazo tras portazo y los que lo lideran se encuentran siempre en absurda división debilitante.
¿Seguiremos los electores el próximo 17 de junio atrapados por los pánicos, los oportunismos, la parálisis ante los cambios, confundidos por las redes sociales o manipulados por encuestas y pronósticos? Los abstencionistas probablemente aumentarán significativamente en esta ocasión y los amigos de la paz no tendrán ya tiempo de movilizarlos en su defensa.
¿Qué podríamos hacer entonces para lograr que en un futuro no lejano la más importante afirmación nacional, la de la urgencia ineludible de una Colombia en paz, tuviera la necesaria legitimidad para asegurarle perdurable estabilidad? El proceso de paz hasta ahora salvó miles de vidas que se hubieran perdido en la prolongación de la guerra. El acelerado proceso de extinción de los partidos políticos debería obligarnos a emprender prontamente audaces cruzadas de rectificación.
Valdría la pena, por ejemplo, pensar en establecer el voto obligatorio. El voto facultativo, como derecho, es expresión equívoca e insuficiente de la soberanía individual y nos ha conducido a la apatía y en ocasiones a condescender con lo inequitativo y corrupto. La opinión valiosa de millones de compatriotas se desconoce y desperdicia.
Votar todos para corregir el rumbo no sería solo derecho sino riguroso deber. Su ejercicio recibiría siempre estímulos y jamás castigos. En el camino de la paz debemos contener y reprimir la corrupción electoral y estimular la participación, garantizando por ejemplo fácil acceso a las urnas en sectores rurales, extender a dos días las votaciones y otras previsiones por el estilo. Podría ser voto obligatorio o mixto: obligatorio hasta cierta edad, facultativo al superarla.
El voto, como la paz, se entendería como derecho y deber de obligatorio cumplimiento. Reduciríamos la nociva brecha entre el país político y el país nacional, del que hablara Gaitán. Nada de eso sería desestabilizador; todo lo contrario, dignificaría y legitimaría la política, remozaría y vigorizaría nuestra democracia. Es otra posibilidad de protesta pacífica y eficaz.
La energía libre y frecuente de tantos compatriotas en las urnas serviría de antídoto seguro contra muchas falencias y pondría fin a los marginamientos voluntarios que son irresponsables en coyunturas tan cruciales como esta.