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El Catatumbo ha sido construido en el imaginario colectivo como un territorio peligroso, marcado por el abandono estatal y la disputa entre grupos armados debido a su ubicación estratégica en la frontera con Venezuela. Su importancia geopolítica, los flujos migratorios y su papel como el mayor enclave de cultivos declarados ilícitos del país lo han convertido en un escenario recurrente de conflicto. Sin embargo, poco se habla de sus esfuerzos por convertirse en un laboratorio de paz, de las iniciativas de resistencia comunitaria que han intentado abrir caminos distintos a la violencia.
Hoy, en medio de una de las peores crisis humanitarias que ha vivido Colombia en décadas, el Catatumbo enfrenta una realidad devastadora. Según la Defensoría del Pueblo, más de 49.021 personas han sido desplazadas, 28.549 permanecen confinadas y se han registrado más de 60 homicidios, muchos de ellos contra líderes sociales, personas cultivadoras de hoja de coca y excombatientes. Detrás de estas cifras hay historias de vidas truncadas, de comunidades enteras que sobreviven entre el fuego cruzado, mientras el país sigue sin responder con la urgencia y profundidad que esta tragedia exige.
Ante la emergencia, el presidente Gustavo Petro expidió el decreto 062 de 2025, mediante el cual declaró el estado de conmoción interior en Catatumbo y Cúcuta, ampliando así la capacidad presupuestal y de acción del Estado en la zona. Esta medida abre la puerta a la adopción de acciones para superar la crisis, entre ellas la ampliación o modificación del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos (PNIS), mencionado en el decreto como una respuesta insuficiente para promover la sustitución de cultivos declarados ilícitos y facilitar la transición de las economías campesinas.
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Esta situación abre un desafío crucial en el actual panorama del país, poniendo nuevamente en el centro del debate las políticas de drogas y la implementación de los acuerdos de paz. ¿Qué alternativas puede ofrecer el Estado frente a este escenario? ¿Se cumplirán los compromisos adquiridos con los 2.328 núcleos familiares de cultivadores, no cultivadores y recolectores del Catatumbo que hacen parte del PNIS y han sustituido 1.157 hectáreas de coca de las 43.178 existentes en la zona? ¿Existen garantías de seguridad para quienes han creído en estos procesos, en medio de un contexto que ha desgastado profundamente el liderazgo social y ha tenido un costo reputacional? ¿Es este realmente el camino adecuado?
Es imposible no realizar paralelismos con lo que pasó hace tres meses en el Plateado, Cauca, cuando Gustavo Petro anunció que el Gobierno nacional compraría la cosecha de coca como parte de la estrategia para recuperar esa zona del país a la delincuencia. Esto en el marco del borrador de decreto para aprovechar los usos alternativos, científicos y medicinales de la hoja de coca y amapola, una propuesta que hasta la fecha no ha logrado concretarse.
En medio de profundas tragedias humanitarias, el gobierno ha intentado posicionar nuevas narrativas y estrategias frente a la fallida guerra contra las drogas. Sin embargo, la gran pregunta sigue siendo: ¿qué avances reales se han logrado hasta ahora?
Sí, se ha avanzado en la estrategia de “asfixia” mencionada en la Política Nacional de Drogas 2023-2033 del Ministerio de Justicia, como la destrucción controlada de laboratorios de producción de clorhidrato de cocaína en el Catatumbo. Sin embargo, no se puede perder de vista la necesidad de estrategias complementarias que brinden “oxígeno” a la región, incluyendo pilares clave como la modernización y el desarrollo territorial, una regulación justa y responsable, la seguridad humana, la justicia social y la transformación cultural, entre otros. Sin estas apuestas integrales, cualquier intento de solución seguirá siendo parcial e insuficiente.
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Además de esta decisión gubernamental, y en el contexto de la crisis actual, figuras políticas como Iván Cepeda han subrayado la necesidad de avanzar en la legalización de las drogas y en el debilitamiento financiero de las estructuras armadas como estrategias clave para el desescalamiento de la violencia. Se trata de una deuda histórica no solo con las víctimas de la mal llamada “guerra contra las drogas”, sino también con quienes han sufrido las consecuencias directas del conflicto armado colombiano.
Aunque es apremiante, la realidad legislativa muestra un panorama desalentador. Hasta la fecha, 14 proyectos de ley y actos legislativos sobre la regulación del cannabis de uso adulto han sido radicados en el Congreso, sin que ninguno haya llegado a término. Mientras el debate político sigue entrampado en el inmovilismo y la falta de consenso, en los territorios la violencia no da tregua y las comunidades siguen esperando soluciones que vayan más allá de la retórica.