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Cauca, junto con Antioquia, se ha consolidado como el epicentro del posconflicto en Colombia y no porque allí haya desaparecido la violencia y se vea la mano de la institucionalidad, sino porque hoy son el corazón de la disputa territorial entre los viejos y los nuevos actores armados. Indepaz registra para este año la ocurrencia de cinco masacres en territorio caucano, que han dejado 18 muertos. La misma entidad sostiene que el año pasado ocurrieron 91 masacres, de las cuales 14 se registraron en Cauca. Esta semana fue asesinada en Caldono, norte del departamento, Sandra Liliana Peña, destacada líder indígena. El Espectador realizó un recorrido por algunos municipios del norte de Cauca para conocer sobre qué versa este “posconflicto”, que más tiene cara de una nueva guerra.
A una hora de Cali en dirección norte, por la vía que conduce hacia Restrepo, se encuentra el municipio de La Cumbre (Valle). Un pueblo pintoresco por el que pasó el ferrocarril, del cual solo queda la carrilera como atracción turística. Por su clima y sus paisajes, cuenta la historia local, familias ricas de Cali establecieron allí sus casas de descanso, adonde van a pasar los fines de semana. En este ambiente de reposo, lideresas y algunos dirigentes sociales del norte de Cauca se dieron cita para hacer una jornada de sanación e intercambio de lo que ocurre en sus municipios. Los asistentes llegaron alarmados con lo que han vivido en este largo año de pandemia.
(Lea la primera entrega: Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro)
Asistieron unas cincuenta personas de varios municipios del norte del Cauca. Buenos Aires, Guachené, Caloto, Santander de Quilichao, Padilla, Corinto y Puerto Tejada son algunos de los lugares en los que viven o, mejor dicho, sobreviven estas personas. Aunque cada pueblo vive situaciones particularidades de inseguridad, coinciden en que lo que está ocurriendo en cada uno de los trece municipios del norte del Cauca es una verdadera tragedia. Una tragedia convertida en cotidianidad, en el drama que ocurre todos los días, a plena luz y ante los ojos de un Estado pasmado y acostumbrado a mirarse los pies desde Bogotá, Cali y Medellín. Según cifras de la Defensoría del Pueblo, el año pasado se registraron 731 homicidios en el Cauca. En abril del año pasado los asesinados eran 166; a corte del 18 de este mes van 199 homicidios (33 más que el año pasado).
Guachené
Guachené es un pueblo que está a dos horas de Cali y, como ocurre con la mayoría de pueblos colombianos, su nombre solo sale en los noticieros porque allí nació un jugador de fútbol o, en su defecto, porque allí se registró una masacre. En este caso, fue la historia de un héroe con zapatos de barro el que lo puso a sonar. En Guachené nació Yerry Mina, el espigado defensor de la selección de Colombia que puso a soñar a todo el país con el gol que le marcó a Inglaterra en el Mundial pasado. Antes de que surgiera esta figura, Guachené solo aparecía en el mapa de los industriales cañeros, que desde hace décadas le han sacado jugo sin dejar nada a cambio.
La economía de este pueblo, ubicado en pleno centro del norte de Cauca, está monopolizada por los cultivos de caña de azúcar, ante la cual resiste la agricultura familiar, que crece abundante en un suelo fértil y generoso. También hay minería de oro, de material de arrastre y de arcilla, pero, sobre todo, cañaduzales. En Guachené estuvo el sexto frente de las Farc, y con su salida para la firma del Acuerdo de Paz, en 2016, empezó a ingresar el Eln. Es una tierra en la que el Estado ha promovido los conflictos comunitarios entre indígenas, afros y colonos. “La gente está obligada a sembrar caña porque las fincas de la gente están encerradas por las haciendas azucareras, y si uno no siembra caña cuando ellos queman los cultivos o fumigan la caña, los sembrados de la gente quedan afectados”, explica una lideresa comunitaria que pide reserva de su identidad, por motivos de seguridad.
Una de las particularidades de este municipio, explican, es que es de los pocos municipios del norte de Cauca donde no hay cultivos ilícitos; eso sí, como la mayoría de sus vecinos, son corredor de tráfico. “Esto ha constituido nuestra tragedia colectiva, pues ha cobrado las vidas de mucha gente. Los cálculos que hemos hecho son de llorar: entre el año 2000 y el 2006 —cuando los paras dominaron el pueblo— fueron asesinados 2.000 jóvenes. Ni la masacre del Naya iguala en cifras lo que hemos vivido nosotros”, advierte esta mujer que ya llega a los cuarenta años.
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Compararse con la masacre del Naya no es cualquier cosa, ya que se refiere a una masacre perpetrada por el paramilitarismo cuya característica es que fue una matanza colectiva, para ponerlo en términos que el Gobierno entienda, que se prolongó en el tiempo y el espacio. Se trató de un recorrido que hicieron dos frentes del paramilitarismo en Semana Santa de 2001 entre Bueno Aires y el río Naya. A su paso sembraron el dolor y asesinaron a cerca de cien personas, varias de ellas fueron torturadas. La operación paramilitar ocurrió con la absoluta condescendencia del Estado, que no quiso darse cuenta de que dos contingentes de paras, que según algunos datos estaban integrados por 400 hombres —otros dicen que fueron cien—, atravesaron dos departamentos, desde Timba hasta Puerto Merizalde, matando gente sin que nadie los detuviera.
Puerto Tejada, relato en primera persona
Guachené y Puerto Tejada son pueblos hermanos. Los separan catorce kilómetros que se recorren en veinte minutos, pero viven las mismas problemáticas. Los territorios y la cultura del pueblo negro han sido asfixiados por los cultivos de caña de azúcar de los industriales del Valle del Cauca, que se expandieron a esta zona en busca de tierras fértiles y baratas. Otra realidad que comparten es que el paso del paramilitarismo instauró la “limpieza social” como método de control de la juventud. Miles de muchachos han sido desaparecidos, reclutados o asesinados en las últimas dos décadas. Además, los paras promovieron la creación y captación de pandillas para realizar los asesinatos y mover la droga. Hoy la guerra es de bandolas, casi que al estilo Buenaventura. Lo que allí ocurre me lo narró, con la voz entrecortada, una lideresa que ronda los cincuenta años, cuyos rasgos muestran a una mujer golpeada por la guerra. Sus palabras son tan limpias y precisas que no requieren ser contextualizadas ni interpretadas. Así es el relato de esta mujer que ha visto la muerte y el despojo de la tierra en la que nació.
“En Puerto Tejada los paras pusieron su centro de operaciones para el norte de Cauca, pero la violencia fue causada por la revolución industrial. Los ingenios, los empresarios, se dieron cuenta de que era tierra muy buena y seguramente pensaron que es demasiado buena para estar en manos de los pobres. No fue no más que pensaran eso y empezó la matazón, y la gente se fue yendo, vendiendo lo que tenía, desplazándose; a otros los mataron, hubo familias enteras desaparecidas. Los paras llegaron y cooptaron a las pandillas que había, promovieron que se fundaran banditas, armaron a los pelados e impulsaron la ‘limpieza social’. A nosotros se nos volvió costumbre ir al cementerio. Hoy en Puerto Tejada, una población de 46.000 habitantes, hay 26 pandillas. Pandillas que nos tienen asolados. Hay barrios enteros desocupados, donde no vive nadie porque a la gente la sacaron. Las Farc siempre estuvieron, hubo paras y ahora llegó el Eln. Cuando se firmó el Acuerdo de Paz hubo como un descanso. La gente alcanzó a tener un poco de esperanza de que todo iba a cambiar, pero fue poco, apenas unos meses, porque a lo que salieron los de las Farc y llegaron antes que el Estado, antes que un solo profesor, primero llegaron otros grupos”.
“Ahora la guerrilla ha vuelto con más fuerza. Los mismos que eran de las Farc regresaron convertidos dizque en Dagoberto Ramos y Jacobo Arenas. Y regresaron la zozobra, la angustia, la extorsión. No sé cómo se consiguen el teléfono de la gente, pero lo llaman a uno al celular a pedirle la vacuna. En mi barrio empezaron a aparecer listados de la gente que iban a matar. Uno pues al principio mira con escepticismo si es que es de verdad o es por meter miedo. Pero aparece el primer muerto de la lista y ya uno se da de cuenta de que es en serio. A uno de los muchachos que apareció en la lista lo mataron, lo echaron a una zanja y dieron la orden de que no se podía recoger. Dígame ese dolor de la familia; lo velaron ahí mismito, en la zanja, y el miedo de la gente. ¡Ay, Dios, esto se va a poner feo!”.
(Lea la tercera entrega: Caloto, la industrialización de la bonanza marimbera)
Las disidencias han llegado aprovechándose de la pandemia para presentarse a los muchachos casi que como empleadores, y claro, los pela’os con ese colegio virtual o con las tales guías pues mantienen es aburridos en la casa. Aparte no hay trabajo ni rebusque ni comida y todos metidos en casitas pequeñas con papás y hermanos, pues adivine quién salió ganando en esta pandemia. El vecino pandillero que sí tiene moto y se presenta ante los chinos como un espejismo. Ellos tienen muchas estrategias para entrar a los pueblos. Suman los cincuenta años de lucha guerrillera. Entran a las veredas disfrazados de vendedores ambulantes, chatarreros, y por ahí empiezan a hacer la inteligencia a la gente. Eso es jodido para las comunidades, porque por ahí empieza a resquebrajarse la confianza. Uno con estas situaciones de que están merodeando, lo primero que hace es volverse desconfiado con todo”.
“En 2006, el día de la masacre de Guachené, mataron a seis personas. Eso fue horrible porque llegaron disparando para todos lados. No buscaban matar a Pedro, ni a Perencejo, no: llegaron fue a matar, al que fuera, al que le cayera la bala. Fue horrible. La gente corriendo de miedo, cogiendo a sus muchachitos al vuelo. Mucha violencia hemos visto en este pueblo, y eso que es chiquito. Ah, pero lo único que le importa a este país es el fútbol, entonces, por fortuna apareció un jugador de fútbol: Yerry Mina, a ver si así nos oyen, nos ven y se dan cuenta de que nos están matando”.
“Guachené y Puerto Tejada son pueblos hermanos, y es mucho lo que hemos sufrido. Ahora estamos con el Eln y las disidencias hasta el cuello, y eso que ellos tienen sus arreglos. Un día se matan y otro se toleran. Aquí no hay coca, pero atraviesa el corredor por el que la pasan. El camino va así: Corinto, Miranda, Caloto, Puerto Tejada y Guachené. Ahí ya salen pa’ Buenaventura o Cali. La guerra se empeoró desde que se desmovilizaron las Farc, porque cuando ellos estaban uno sabía quiénes eran, con quién hablar, a dónde ir a buscarlos, cómo actuaban. Si había un problema uno sabía qué hacer, ahora no. Esto se volvió horrible porque a los de ahora les dio porque la gente es objetivo de ellos, ¡no joda! Uno dice cualquier cosa y aparece en una de sus listas y se le acaba la tranquilidad, a uno y a su familia, y toca salir y dejar todo. Además, en este pueblo todo se sabe. La vez pasada tuvimos una reunión dizque con los del Gobierno y a los pocos días llegó la amenaza”.
“Cuando uno es líder social asume muchos riesgos. No solo el de la seguridad por defender lo colectivo, sino el de ser desprestigiado, estigmatizado. Yo he vivido situaciones muy difíciles por oponerme a los deseos de empresarios y grupos armados. Como que todo el que quiere entrar a un territorio primero lo hace regalando chupetas y pintando castillos de humo, y si alguien duda de sus intenciones, viene la estrategia del desprestigio y la presión colectiva con el discurso del bien común y de que uno se opone al desarrollo, a la seguridad, que uno lo hace porque es un guerrillero encubierto, etc.”.