La idea fue de Jordany. Su primera sobrina debería tener por nombre Alison. Se lo propuso a su hermana, hoy de ocho meses de embarazo, como una forma de mantener viva la memoria de una joven llamada así que hace semanas optó por quitarse la vida tras una presunta agresión sexual del Esmad en Popayán. De ese talante y sensibilidad era Jordany Yesid Rosero Estrella. Como Lucas Villa en Pereira o Dilan Cruz en Bogotá, este joven universitario encarna el trágico y oneroso precio que se sigue pagando en Colombia por alzar la voz. De allí que hoy en el Putumayo sea el símbolo de la resistencia de un pueblo que, además de atención estatal y garantías para su desarrollo, ahora reclama justicia.
Como muchos en la región del bajo Putumayo, el mayor de los cuatro hijos de Juan Elías Rosero y Mireya Estrella vio en el paro nacional una oportunidad para manifestarse contra la pobreza, reivindicar el derecho al territorio, condenar la contaminación ambiental y exigir mínimos como salud o educación. Justo eso representa para las comunidades esta oleada de protestas: una oportunidad. Sin embargo, a días de cumplir 22 años y mientras cursaba séptimo semestre de Ingeniería Civil en la Universidad del Cauca, Jordany fue sorprendido por un impacto de bala que acabó con su vida. Ocurrió el pasado 31 de mayo, en medio de enfrentamientos entre manifestantes y la Policía en una vía de Villagarzón.
En el momento de realizar este reportaje no habían pasado ocho días de su muerte. No obstante, su padre decide hablar, todavía temeroso de lo que ese simple gesto –exponer una idea– puede llegar a costar. Lo vivió en carne propia con quien era su hijo, su amigo y su respaldo. Aún le cuesta alzar la mirada, hay fatiga en sus ojos y agonía en cada palabra. Sin dejar de cruzar las manos y con la cabeza baja, solo nos hace una petición: ir a un lugar cerrado para poder dialogar. Al final entendí el porqué: don Juan, un hombre de 40 años que entregó su vida al campo, quería un espacio íntimo y privado para exponer su drama, ese que se vive detrás de las cifras. Pese a que el caso de su hijo no deja de ser público, su tragedia es personal.
Si bien se contemplaron algunos escenarios, fue don Juan el que propuso el más cómodo para él: ir a su casa, en zona rural de Villagarzón, para conocer de cerca a aquel “que le daba las fuerzas”. Son 18 kilómetros los que separan la cabecera del municipio con la vereda La Castellana, “una tierra muy bonita”, donde junto a doña Mireya criaron a Jordany y a sus tres hermanas.
“Era muy amigo mío. Estaba muy pendiente de sus hermanas. Era como un padre para ellas. Para mí, era un apoyo en todos los espacios de mi vida. Me hacía el padre más feliz y orgulloso. Además, era mi respaldo, mi compañero de jornadas para cultivar y recoger el chontaduro que después vendíamos en Cali. Él siempre estaba conmigo para apoyarme. Era muy apegado a mí. Cuando era niño, yo me iba a trabajar y él se venía detrás. Cuando yo me daba cuenta, ya venía corriendo detrás de mí y resolví llevármelo. Le empaqué su almuercito y nos fuimos a trabajar. Él me veía trabajar”, dice don Juan, que hace pausas al hablar y a quien se le entrecorta la voz con cada recuerdo, hasta que finalmente se deshace en llanto.
Antes de entrar a su casa –donde permanecen de visita tíos, primos y allegados–, muestra un lote contiguo donde padre e hijo, juntos “como siempre lo fueron”, levantaban lo que sería una vivienda mucho más grande y cómoda. El proyecto apenas arrancaba, pero marchaba bien y había avances. Detrás estaba el compromiso de Jordany, un estudiante destacado y comprometido, que quería poner su profesión al servicio del país. No lo dice, pero para don Juan quizá sea ya un proyecto inconcluso, un sueño que no logrará realizar –al menos como quería– al lado de su hijo. Y justo eso representa su pérdida: un anhelo que ya no fue.
“Fue un niño que nació de ocho meses. No hubo mayores complicaciones. Éramos muy felices con él. Era un niño muy bonito y muy cariñoso. Creció y entró a estudiar al colegio, donde le dieron muchos títulos y se fue ganando los primeros puestos. Era muy querido por sus compañeros”, explica desde una habitación donde la familia conserva los reconocimientos que alcanzó su hijo mayor, así como fotografías que evidenciaban lo feliz que era, lo feliz que los hacía.
En un rincón del cuarto, aún sin poder hablar mucho y mirando hacia la nada desde una ventana, permanece doña Mireya. Con cada recuerdo y evocación que hace su esposo al hablar de Jordany, ella conserva las fuerzas para no quebrarse, pero su dolor y su desgracia dejan al desnudo su duelo. Quiere gritar, sigue en búsqueda de un por qué, pero guarda silencio. Sus ojos se llenan de lágrimas cuando don Juan habla de los planes que tenía su hijo, no solo para él, sino para su familia. “Él tenía muchas cosas por hacer. Su sueño era graduarse de ingeniero civil. Me decía: ‘quiero venir a mi departamento a trabajar y ojalá hacer algunas obras en la vereda’. Su meta era ayudar a la familia y él también se fue interesando por el pueblo, empezó a ver lo que acontecía en el país. La falta de oportunidades para ingresar a estudiar o trabajar. Él quería un cambio para nuestro país”.
La última vez que don Juan se comunicó con Jordany fue el sábado 29 de mayo. El domingo no hablaron. Y el lunes se enteró de la muerte. Aunque su sueño de estudiar lo obligó a desplazarse a Cauca para adelantar sus estudios universitarios, la pandemia representó –tanto para él como para muchos– la oportunidad de regresar a su tierra y poder recibir clases en línea. Para Jordany también significó estar cerca de los suyos y, en paralelo, adelantar los proyectos a los que siempre se les saca el cuerpo.
“Me dijo ‘papá, yo estoy adelantando aquí un trabajo y es limpiar chontadurera para tomar unas fotos y poder vender ese pedazo de tierra. Me faltan dos días y termino. Cuando ya haya vía arranco para donde está usted’. Yo estaba en el Cauca trabajando. Le dije que listo, que lo esperaba. El día que ocurrieron los hechos, él iba a acabar de trabajar para estar libre y arrancar cuando abrieran la vía. Pero justo ese día la comunidad salía a la protesta y también salieron sus amigos, por lo que decidió acompañarlos. Lamentablemente no pudo regresar (…) Él venía del Cauca de trabajar conmigo y era su primera salida a la manifestación”, narra don Juan, justo antes de que su dolor nuevamente se manifieste y lo quiebre.
“Yo no lo podía creer. Yo vi a mis primos preocupados y no me decían nada. Me preguntaba por qué tanta angustia en los ojos de ellos. Ellos sabían que eso me iba a destrozar el alma. Se animó un primo y me dijo que había ocurrido una tragedia: ‘mataron a Jordany’. Yo preguntaba cómo, por qué, qué hizo. Me dijeron que estaba en la marcha y lamentablemente lo asesinaron. No sabía qué hacer”, narra don Juan.
Según han denunciado movimientos como Marcha Patriótica, Jordany recibió dos impactos de bala a la altura del tórax. Señalan a uniformados de la Policía como los responsables de la agresión en medio de la manifestación, en la que también hubo otras tres personas heridas. Justo en el informe que entregaron esta semana a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), organizaciones del calibre de Temblores, Indepaz y PAIIS advirtieron que entre el 28 de abril y el 2 de mayo (incluso antes de la muerte de Jordany) al menos 20 personas murieron en medio del paro nacional debido a armas de fuego accionadas posiblemente por uniformados de la Policía.
“Está claro. Son malos procedimientos de la Policía. Eso él lo miraba. Uno también lo mira. Uno ve videos de los atropellos que cometen con la gente. Si la Fuerza Pública mira una manifestación, así no vayan haciendo daños, quieren dispersarlos. Quieren que se vayan. Y no utilizan los métodos adecuados, sino la fuerza desmedida. Utilizan armas letales como un fusil o una pistola. Eso fue lo que pasó ese día. Mi hijo nunca pensó que le iban a tirar bala”, reprocha.
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Lo que ha podido establecer, con base en testimonios de testigos y participantes de la marcha, es que Jordany hacía parte de quienes encabezaban la movilización. Por precaución, dice, decidió tomar un pedazo de lata para protegerse de algún objeto contundente. “Estaba tapado con una valla. Con eso se defendía perfectamente de una piedra. Él estaba agachado, protegiéndose y usando esa valla como escudo. Un ataque con gases lacrimógenos lo podría repeler la valla, pero una bala no. Le perforó el corazón y me lo mató”.
Para don Juan, no hay duda de que el crimen es responsabilidad del Estado, “porque ellos son en últimas los que dan la orden a los policías”. Incluso, va más allá y denuncia que los uniformados que custodiaban las armas no eran de la unidad antidisturbios, que se supone son especializados en el tratamiento de estas marchas, sino que eran uniformados de la Policía Antinarcóticos, que hacen presencia en la región debido al problema de los cultivos de uso ilícito. “Fueron los antinarcóticos los que hicieron este daño. Este asesinato contra mi hijo. Era una persona inocente. Creo que si lo hubieran conocido un poquito lo hubieran pensado (…) Esto es muy duro porque era el sueño de la mamá, de las hermanas, de la familia, de sus amigos. Él tenía ese potencial de ser buen estudiante y buena persona. No tenía problemas con nadie en la comunidad”, rememora don Juan, en medio del llanto y la indignación.
La trasescena de lo ocurrido son una serie de manifestaciones y protestas lideradas por comunidades campesinas e indígenas que, en desarrollo del paro, unieron esfuerzos como pocas veces para reclamar de manera conjunta por la presencia de la petrolera Gran Tierra en Costayaco. De hecho, dentro de sus instalaciones –pese a la custodia militar– permanece un grupo de indígenas que piden ser escuchados. Alegan que mientras sus tierras son explotadas, se contamina su agua y hay restricciones para recorrer su propio territorio, quienes se benefician son la empresa y el Estado. Ellos en la mitad, agregan, son las víctimas olvidadas que solo son escuchadas cuando hay afectaciones como un bloqueo.
Cuando se registraron los hechos, el coronel Francisco Gelvez, comandante de Policía de Putumayo, declaró que hubo “una confrontación entre el Ejército Nacional y estas personas agreden en forma violenta a los soldados. De esta agresión resultan dos militares gravemente heridos”. Según argumentó, pese a que la versión de los indígenas indica que la Fuerza Pública estuvo detrás del ataque, “tras la investigación de la Fiscalía se maneja la hipótesis de que se trató de un disparo proveniente de una zona aledaña a la base de la Policía Antinarcóticos”.
A su turno, la Gobernación del Putumayo expidió un comunicado de prensa en el que lamentó la muerte y dijo que lo ocurrido es “materia de investigación a cargo de las autoridades competentes”. En esa línea, el ente le pidió a la Fiscalía que esclarezca los hechos para determinar “las circunstancias de modo, tiempo y lugar”. Frente a las protestas, aunque reivindicaron que insistirán en el diálogo, anunciaron que la Fuerza Pública seguirá “en la prevención, control, disuasión y reacción, en la salvaguarda de la seguridad y la convivencia ciudadana”.
Pese a todo, la familia de Jordany sigue sin entender por qué un gesto tan corriente como manifestarse pacíficamente implique en Colombia perder la vida. Por ello, reivindican el derecho a la protesta, a alzar la voz, lo que a la larga estaba haciendo su hijo de forma legítima. El único momento en el que don Juan transmite un dejo de rabia es cuando debe salir a responder los señalamientos de que su hijo era un vándalo. Es tajante. “Hay quienes dicen que a mi hijo le pasó lo que le pasó por estar haciendo vandalismo. Eso es impensable. Él era un muchacho juicioso y aplicado. Él quería ayudar a sus hermanas para que fueran profesionales. Ayudar a su familia en lo que más pudiera. Ayudar a sus vecinos. Respiro y sé que con la ayuda de Dios voy a seguir luchando. No voy a desfallecer en ningún momento”.
En el marco del paro nacional, explica don Juan, su hijo asumió una postura crítica. “Me decía, ‘papá, es que tenemos que despertar y tenemos que alzar nuestra voz. Tenemos que marchar y decir que hay cosas que no están bien en esta Colombia. Tenemos que hacer algo para reformar algunas cosas que están mal’, y esa era su lucha. La gente tiene que despertar, sentir y buscar una nueva alternativa en las urnas para que este país mejore”.
Se prevé que en un mes nazca la primera sobrina de Jordany. La alegría de su llegada contrasta con el dolor y la pena por la ausencia de su tío. Ojalá esa lucha que emprendió Jordany, su semblante y su determinación, sirvan para que su sobrina pueda crecer en un país mejor. Ese que anhelaba Jordany, ese que le arrebató la vida.
*Este reportaje fue posible gracias a la invitación de la ONG Asociación Minga, en el marco de una misión de prensa por el suroccidente del país.