En el municipio de Bojayá, ubicado a casi 100 kilómetros fluviales de Quibdó, capital del departamento de Chocó, ocho jóvenes indígenas emberá se han suicidado en lo que va de 2021. En todo el departamento van 22. La primera persona en alertar sobre esa situación fue Plácido Bailarín, el presidente de la Federación de Asociaciones de Cabildos Indígenas del departamento del Chocó (Fedeorewa), cuando explicó que el año pasado se presentaron en total tres casos, aún en medio de las dificultades de abastecimiento de alimentos y del estricto control de grupos armados ilegales que vivieron estas comunidades los primeros meses de la pandemia. La mayoría de las víctimas no sobrepasan los 18 años, asegura.
Los suicidios de indígenas en Chocó no son una novedad para los líderes; de hecho, cuando se les pregunta sobre el tema se remiten a los años más críticos para este flagelo: 2010, 2011 y 2015, con 11, 20 y 18 casos cada uno, según las cifras que han recopilado las organizaciones sociales territoriales. De los 22 casos que han documentado en lo corrido de este año, los líderes indígenas sostienen que 20 de ellos serían de menores de edad.
Este flagelo, lejos de ser nuevo, ha sido más bien una problemática no atendida, ignorada. Para el psicólogo Juan Pablo Aranguren, profesor del departamento de Psicología de la Universidad de los Andes, los suicidios han aumentado en los picos de conflicto armado “por los efectos que la guerra trae para la cohesión comunitaria de los grupos indígenas y, además, porque estamos volviendo a ciclos de violencia muy parecidos a los que se vivió a finales de los años 90 y comienzo del 2000”.
Los constantes desplazamientos forzados desde los resguardos hasta cascos urbanos, por ejemplo, han hecho que, en Quibdó, hoy por hoy, haya cinco asentamientos con 2.000 indígenas provenientes de otros territorios y cinco casos documentados de suicidios en estos primeros siete meses del año. Germán Casama, de la Asociación de Autoridades Indígenas Ancestrales del Bajo Atrato en Riosucio (Chocó), relata que “muchos llegamos acá porque no teníamos otra opción, algunos se iban para Bogotá si podían o para otros municipios, pero esta es la cabecera municipal más cercana cuando hay desplazamientos o amenazas”.
Según la Defensoría del Pueblo, en lo que va de este año, 4.011 personas han sido desplazadas en Chocó. La familia de Andrés Dojirama, líder juvenil indígena de 28 años, es parte de ellos. “En 2019 mataron a un líder en Riosucio muy importante, nuestro referente, y ahí tuve que salir del territorio por amenazas”. Él se refiere al líder ‘Aquileito’ Mecheche Baragón, asesinado el 12 de abril de ese año en el resguardo Río Chintadó, quien fue presidente del Cabildo Mayor Indígena del Bajo Atrato y era el rector de la Institución Educativa Indígena Jagual. “A comienzos de este año el resto de mi familia también fue desplazada de Riosucio por la presencia de paramilitares y terminamos todos viviendo en Quibdó”.
Desde el asentamiento La Bendición, en la capital del departamento, cuenta que vivir allí ha sido todo, menos lo que podría representar su nombre. “Es un infierno”, dice antes de confesar que el 5 de abril pasado su hermana de 15 años se quitó la vida en su casa. “Ella me había dicho que me saliera de esto (el liderazgo social), que no le gustaba que estuviera en peligro, que dejara de reclamar los derechos de otros porque ella no quería tener un hermano fusilado”, relata con la voz bajita.
La vida de su familia, desde que llegaron a la ciudad, cambió por completo. Cuenta que hay días en los que no tienen qué comer, mientras hay otros de suerte en los que pueden tener dos platos de comida en la mesa durante el día. Eso, sumado a las complejas condiciones para acceder a las clases virtuales del colegio de su hermana, hizo todo más difícil. “Acá en el barrio una hora de internet tiene un costo de $ 1.500, imagínese costear toda una jornada escolar todos los días”.
(Lea también: Los jóvenes, en la mira de los grupos armados del norte del Cauca)
Desde que ocurrió lo de su hermana, ni Andrés ni sus padres han podido hacer el duelo porque para las comunidades indígenas las muertes violentas ocasionan la ruptura del tejido social y les impide llevar a cabo los rituales con cánticos y plantas medicinales que suelen hacer en un deceso natural. Y esto, lejos de ser un acto meramente simbólico, tiene una afectación psicológica en las personas. El psicólogo Aranguren, que tiene experiencia trabajando con comunidades étnicas, explica que “en los indígenas emberá es común que, al no tener un proceso ritual adecuado para los espíritus se generen desequilibrios en torno a todo un núcleo familiar o comunitario, porque se pierden los referentes espirituales (…) y para ellos es importante que se dé la reencarnación en un nuevo emberá, proceso que se interrumpe cuando hay muertes violentas, como el suicidio”.
Para Andrés, que busca incidir positivamente en los jóvenes indígenas desplazados de Quibdó, el desespero extremo que puede llevar a querer acabar con la vida ocurre por varias razones, “pero especialmente porque muchas veces en las ciudades uno tiene que aguantarse unas desigualdades muy grandes, a diferencia de cuando uno está en el resguardo viviendo en colectivo, que nunca falta nada”.
Además, según relata, han buscado acceder a atención psicológica desde que llegaron a Quibdó, a comienzo de este año, pero luego de buscar en el centro de salud del municipio algún profesional, “nos dijeron que nos iban a dar tres charlas de una psicóloga, pero la primera charla la dieron ya cuando mi hermana se había quitado la vida. Ya para qué. Y no volvieron, estamos pidiendo que nos den las otras dos, pero nada”.
Colombia+20 se comunicó con la Unidad de Víctimas quienes explicaron que si bien sí cuentan con un programa de atención psicosocial con enfoque étnico para atender a las víctimas del conflicto armado, no hay un proyecto específico de prevención del suicidio ni tampoco llevan el registro de estos casos. Aseguraron que esta problemática le compete a las secretarías de Salud de los territorios. Este diario se comunicó con las secretarías de Salud de Quibdó y Chocó para conocer sobre sus programas de acción o prevención del suicidio, pero una funcionaria aseguró que no tenían un plan específico para atender este asunto. Hasta la publicación de este artículo, la secretaria de esa cartera en Quibdó, Naudy Ortega Úsuga, tampoco había respondido a nuestro cuestionario sobre el tema.
Según el más reciente boletín epidemiológico de Medicina Legal, la razón principal de estos casos tiene como antecedentes los desplazamientos masivos hacia las ciudades por causa de enfrentamientos armados entre la guerrilla, los paramilitares, la delincuencia común y bandas de narcotráfico por el control del territorio. Actualmente, de acuerdo con la Organización de Cabildos Indígenas del Chocó (Cich), los territorios en los que más se han presentado suicidios son Quibdó, Bojayá, el Alto Baudó y el litoral San Juan.
En esas zonas hay presencia de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, de la guerrilla del Eln, del Frente 30 de las disidencias de las Farc y de otros Grupos Armados Organizados que desde hace varios años han venido expandiéndose para tomar control sobre el territorio y las rutas de narcotráfico hacia Centroamérica que se gestan en resguardos cercanos al Darién, como Juradó y Acandí. En su actuar criminal cometen desplazamientos forzados, despojo de tierras, desapariciones forzadas, masacres, homicidios selectivos, violencia sexual y reclutamiento de menores de edad; este último, especialmente, según varios líderes consultados, ha sido uno de los más graves porque “muchos jóvenes piensan en quitarse la vida para no integrar las filas de los grupos armados”.
El más reciente informe de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humantarios (OCHA) aseguró que las denuncias por reclutamiento forzado y utilización de niños, niñas y adolescentes en Colombia había incrementado en todo Chocó, pero especialmente en Quibdó, donde antes el riesgo no era el mismo que en otros municipios. De hecho, explicaron que el 61 % de las víctimas de reclutamiento, desapariciones forzadas o desplazamientos, pertenecen a comunidades étnicas. Orlando Moya, Consejero Mayor de la organización Woundeko, asegura que “la dinámica antes era más bien sacar a los jóvenes hacia el casco urbano para que estuvieran a salvo, pero ahora no se sabe qué es peor porque Quibdó está igual de peligroso con reclutamiento y con muchos casos de suicidios”.
El Instituto Nacional de Medicina Legal, a través de sus boletines epidemiológicos, han registrado dos casos de suicidios en Chocó entre enero y junio de este año, un caso en Quibdó y otro en Nóvita. En 2020, documentó siete casos en el departamento, de los cuales cuatro fueron de mujeres y tres de hombres. Tres de las cuatro mujeres que se suicidaron en el departamento ese año, eran menores de edad.
Otros de los municipios con mayor riesgo en Chocó son el Alto y Bajo Baudó, dos zonas que además tienen altos riesgos de inundación y que por la pandemia han vivido más el recrudecimiento del conflicto armado, por los confinamientos forzados. “Si a eso se le suman los desplazamientos, las catástrofes humanitarias por falta de alimentos, queda un escenario en el que parece que la vida es poco valorada. ¿Cómo situar la valoración de la propia vida? Allí es donde hay que crear prácticas de las comunidades para no perder el tejido social ni la conexión espiritual”, reclama el psicólogo Aranguren.
Pero ¿por qué son los jóvenes la gran mayoría de las víctimas? De acuerdo con el psicólogo Aranguren, esto se debe a que es el grupo poblacional “que más ha perdido los referentes de cohesión espiritual porque están en un permanente intercambio y contacto con los grupos más occidentales”. A eso también se refirió el Consejero Moya, que indicó que es la etapa de formación espiritual ancestral de una persona y, por ende, hay más influencias externas y, en algunos de ellos, menos vocación por el territorio.
¿Cómo prevenir los suicidios?
Para dimensionar lo que significa que una persona se quite la vida al interior de una comunidad indígena colombiana es importante destacar que para ellos, más allá de ser un acto cometido contra la misma persona por razones que en el mundo occidental podrían ser catalogadas como una depresión, el acto del suicidio es meramente espiritual. Germán Casama lo explica así: “es la forma en la que las desarmonías del territorio se materializan y nos atacan a toda la comunidad. Cuando tenemos desbalances o desequilibrios de la naturaleza y el jaibaná (médico ancestral y líder espiritual étnico) lo sabe, allí comienzan a ocurrir los casos y hay que estar más pendientes”.
Cuando habla de desarmonías se refiere, por ejemplo, a que la presencia de los grupos armados que ingresan a territorio ancestral impide el desarrollo de los rituales étnicos de un resguardo; o cuando en una zona sagrada como las montañas, los bosques o ríos que tienen estrecho vínculo ancestral, se realizan extracciones mineras ilegales o no se respeta el ecosistema del lugar. Eso, más que ser una muestra de control de los grupos armados, es una muestra de irrespeto e interrupción de la vida tradicional indígena.
Lo mismo ocurre cuando se presentan desplazamientos, masacres o cuando se instalan minas antipersonales. “Eso lo que hace, según el jaibaná, es alborotar los poderes espirituales negativos porque hay choques de energía con la naturaleza. Es un proceso muy largo de combatir”. Juan Pablo Aranguren, explica que para prevenir estos casos, lo primero que hay que hacer es escuchar con atención y cautela las explicaciones de las comunidades sobre estos hechos y que, para ello, se requiere fortalecer la presencia y el trabajo de psicólogos con enfoque étnico. “Para nosotros no puede ser un suicidio y ya porque el proceso de tratamiento es distinto al occidental”.
Por ejemplo, mientras es convencional que ciertas terapias psicológicas se den de manera individual cuando hay episodios de depresión, acá es importante entender que las comunidades indígenas realizan los procesos de sanación de manera colectiva. “La situación debe centrarse en escuchar las comunidades y preguntarles qué necesitan para sanar el territorio ellos mismos. Pero también es importante crear otros escenarios de cuidado y bienestar para los niños que les permita tener entornos protectores, pero realizado por ellos mismos, por las autoridades indígenas, no porque uno implemente una metodología occidental”.
Dentro de las posibles propuestas de prevención y de sanación están, por ejemplo, la realización de nuevas prácticas ancestrales que permitan que las comunidades no se fracturen cuando hay desplazamientos u homicidios selectivos. Buscar nuevos referentes colectivos espirituales “para que se sientan insertados en ese nuevo orden comunitario que está fracturado en este momento”, explicó el profesional en salud mental.
Sin embargo, sin la responsabilidad y presencia Estatal en estos territorios con programas de protección integral a los jóvenes y niños, ofertas educativas diversas y étnicas y el acceso a la salud garantizado, según Arquímedes Carpio, líder indígena Wounaam, es casi imposible poder pensarse en la prevención temprana de los suicidios. Por eso, las mismas comunidades han optado por crear redes de apoyo, sobre todo entre las madres. Una mujer de la comunidad Wounaam, en Riosucio, que prefirió no revelar su nombre, dice que ha optado por llevar a sus hijos todo el día con ella o con el padre a jornalear, para evitar que queden en casa solos. En ese escenario el estudio no es una opción continuada. “Y cuando uno no puede cuidarlos, busca a otras madres de la comunidad que puedan quedarse con ellos”.
Pero al interior de las comunidades también ha habido casos de sobrevivientes. Pedro Luis Querágama, de Fedeorewa, narró que en su familia, el mes pasado, pudo frustrar el intento de suicidio de su nuera, de 17 años. “Fue como a las 9 de la noche cuando subí a la habitación de ella, la encontré ahí tirada pero todavía respirando, entonces le di respiración boca a boca”. Según él, aunque desconoce la razón exacta que la llevó a querer quitarse la vida, conocía de problemas que había tenido con su padre por discusiones sobre el arraigo cultural y la vida en el resguardo.
Para las comunidades es todavía un enigma explicar por qué, después de que ocurre uno de estos casos, se replican “como si fuera una epidemia” dentro de la misma comunidad. El primer suicidio es una especie de alerta para ellos. Dicen que los jaibaná les han explicado que los espíritus negativos siguen rondando y hasta que no se sane o armonice el territorio, el riesgo seguirá siendo alto. Para poder atender estos casos, esta explicación es muy valiosa, pues según Aranguren “esos espíritus que sí existen, son también otra manera de representar otros elementos que afectan como los actores armados, los abusadores de niños y niñas, los reclutadores, la falta de protección del Estado, etc”.
La experiencia les dice a los indígenas del Chocó que algunos casos pueden prevenirse con acompañamiento espiritual. En 2005, según Orlando Moya, cuando hubo un desplazamiento masivo de 5.000 personas que salieron de la zona rural de Riosucio, la crisis de salud mental fue crítica, no sólo para los jóvenes, sino también para los adultos y los mayores y mayoras que tuvieron que abandonar el territorio ancestral. “En esa región pudimos controlar un poco la situación porque no nos separamos a donde llegamos y los jaibaná comenzaron a armonizar el lugar al que llegábamos con plantas medicinales y otros rituales. Teníamos una crisis social pero pudimos replicar el resguardo que teníamos en el municipio al que llegamos y eso se controló”, recuerda.
La guerra, además de las heridas físicas, deja incontables víctimas por salud mental a quienes se les impide realizar sus procesos de duelo y sanación. Por eso, la importancia de profesionales con perspectiva multicultural en clave étnica es fundamental para esos tratamientos que deben ser liderados por los médicos ancestrales, en compañía de profesionales de la salud. El reto ahora es trabajar con las familias de los jóvenes que se suicidaron y a quienes el Estado no ha atendido, pues en muertes violentas como esas, se imposibilita la realización de sus rituales de sanación. Juan Pablo Aranguren lo explica así: “Es como cuando a las comunidades occidentales católicas se les imposibilita despedir a un familiar en una misa porque falleció por Covid-19. Los duelos quedan abiertos”.