“Lo que nos hicieron a nosotros no se lo deseo ni a los que hicieron la masacre”, me dijo una víctima que se refería al asesinato de cinco personas el 25 de marzo de este año en la comunidad de Carrá, ubicada en el municipio Litoral del San Juan (Chocó).
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El contexto en la zona es la guerra. El Ejército de Liberación Nacional (Eln), las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y la Fuerza Pública se disputan el río San Juan. La razón es que ese afluente tiene siete salidas al mar Pacífico, lo que lo hace vital para el tráfico de armas, drogas y otras mercancías ilícitas.
El 19 de febrero se presentó un combate entre la Fuerza Pública y las AGC en la comunidad de Carrá. Tras ese enfrentamiento, los habitantes no solamente quedaron confinados, sino que también, cuentan, los efectivos de la Infantería de Marina los estigmatizaron como colaboradores de las AGC. Luego llegó el Eln y perpetró la matanza, en medio de la cual dejó una bandera al lado de los cadáveres.
Por eso el dolor de quienes habitaban Carrá pasa también por las afrentas a la memoria de sus muertos. Piden que el país se entere de que ellos no autorizaron, ni autorizarían, que las AGC hicieran presencia en sus territorios, pero oponerse a los armados no es fácil. “Diga allá que nosotros no somos ningunos paramilitares como decía la Infantería. Nos gritaron cosas horribles”, me pidió una víctima.
Los hombres que cayeron esa tarde de sábado fueron: Julio César Posso Salazar (38 años), quien cortaba madera y pescaba; Willinton Hurtado Salazar (16 años), a quien le gustaba jugar fútbol; Didier Arboleda Salazar (de unos 24 años), lanchero del colegio de Docordó; Elcia Arboleda Salazar (de unos 32 años), que cortaba madera y pescaba, y Jimilson Granados Murillo (de unos 24 años), quien era reconocido en la región por sus dotes para jugar fútbol.
La masacre desembocó en el desplazamiento de 17 familias: 72 personas que hoy se encuentran en la cabecera municipal de Litoral del San Juan, llamada Docordó, y sienten que el estigma sobre ellos persiste. “Uno va por la calle y lo miran como si fuera culpable de algo”.
Dicen, además, que la atención por parte del Estado no ha sido buena. Muestra de eso es que les tocó llegar a casas de amigos o familiares en Docordó. En una casa viven hasta tres familias. “Allá en la comunidad nosotros éramos pobres, pero cada uno tenía su casita donde se sentía cómodo”, recuerdan.
Durante tres días el defensor del Pueblo, Carlos Negret, visitó comunidades ubicadas a orillas del río San Juan para verificar las condiciones humanitarias y de seguridad en la zona. El 9 de agosto llegó hasta la desolada comunidad de Carrá y tras ver el panorama dijo: “Una tragedia como esta no puede volver a ocurrir en Colombia”.
El alcalde del municipio, Willinton Ibargüen, ha dicho que la violencia en el río San Juan se está desbordando: “nosotros somos los que estamos poniendo la sangre en el suelo. Queremos que este problema se visibilice. El Litoral del San Juan también es Colombia”.
La alimentación también los tiene inconformes. Hasta el 25 de junio, la Alcaldía de Litoral del San Juan destinó $300 mil diarios para la comida de las 17 familias, entre las que se encuentran 23 niños. Dicen que les tocaba “hacer rendir la plata”. En su comunidad tenían cultivos de pancoger (papa china y banano) y pescaban, por lo cual nunca antes les había faltado qué comer. “Acá ni desayuno”, dicen. A pesar del trauma han optado varias veces por ir hasta la comunidad (a cinco minutos de Docordó en lancha) para sacar de sus cultivos algo que comer.
El Eln mandó dos mensajes en medio de la masacre: “Nosotros no estamos pintados en la pared” y “Los que siguen son los de Cabecera”.
Cabecera
En el coliseo del centro de Buenaventura pasan sus noches 107 personas desde el 1° de abril de 2017. Llegaron allí tras enterarse de la advertencia que había hecho el Eln en medio de la masacre de Carrá. Allí duermen en colchones y chinchorros que instalaron debajo de las gradas del coliseo.
La advertencia del Eln estaba fundamentada en la cercanía que históricamente tienen ambas comunidades negras. Carrá se fundó a mediados de los años 90, luego de que unas personas salieran de Cabecera a buscar otras tierras. Por eso, muchos de los que habitaban Carrá son familiares de los de Cabecera.
Tras el desplazamiento, varias comunidades ubicadas a las orillas del río San Juan no pudieron volver a enviar a los niños al colegio. En la institución educativa San Pedro Claver de Cabecera estudiaban unos 90 niños, algunos de los cuales provenían de cabildos indígenas y comunidades negras como Chachajo, Agua Clara, Papayo y Malaguita. Hoy, los niños de la comunidad están estudiando en un colegio de Buenaventura al que llegan en un bus contratado por la Alcaldía de la ciudad.
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No es la primera vez que a esta comunidad le toca desplazarse. En septiembre de 2014, tras un combate entre las Farc y la Infantería de Marina, todas las familias se desplazaron al interior de Cabecera y pasaron varias noches en el colegio. En esa ocasión se resistieron a salir de su territorio. Pero el miedo de que el Eln materializara sus amenazas, los tiene hoy en Buenaventura.
El 26 de julio las mujeres estaban cocinando y cuentan que ese es el único día que han comido rico desde que se desplazaron. Las ayudas de parte del Estado, denuncian, han sido intermitentes. A tal punto que han ido a pedir comida a las pesqueras del barrio Pueblo Nuevo en la ciudad portuaria.
Frente a esas quejas, Yolima Amu, enlace de víctimas de la Alcaldía de Buenaventura, dice que el desplazamiento desbordó la capacidad de respuesta de la ciudad. Este año han llegado a la cabecera del puerto 970 personas desplazadas por la situación de orden público que se vive en los límites entre Valle del Cauca y Chocó.
Cuando estaban en su territorio, siete mujeres tenían su propio negocio. Les vendían pomadas hechas con plantas medicinales a personas de otras comunidades o a integrantes de las organizaciones humanitarias que hacen presencia en la región. Para eso destinaban una hectárea de tierra al cultivo de siete albahacas, toronjil, suelda con suelda, entre otras plantas que se dan en la espesa y exuberante selva vallecaucana. Todo eso se quedó allá y seguramente se está dañando.
Ellas se resisten a dejar su negocio, por lo cual siembran algunas de esas plantas en materas que tienen en el coliseo. Pero no es lo mismo, dicen con desazón, pues no se compara la extensión de la tierra ni lo que pueden producir.
Esperan volver, pero no lo harán en las mismas condiciones que precipitaron su salida. Le piden al Estado que se comprometa con lo básico: seis meses de alimentación mientras recuperan los cultivos que les tocó dejar botados, una planta de energía para el colegio, otra para la comunidad (también debido a la situación de seguridad en la zona), soluciones en temas de salud y seguridad.
La Infantería de Marina ha dicho que ellos tienen controlado el río desde la comunidad de Palestina hasta las siete salidas al Pacífico. Sin embargo, en horas de la noche se escucha salir lanchas rápidas. Por lo que la pregunta que ronda la región es si se dejan sobornar por los traficantes o no es verdad que controlan el río.
Chagpien Tordó
El calor es insoportable en la cocina del albergue de Buenaventura en el que hay 254 indígenas desplazados de las comunidades indígenas wounaan de Chagpien Tordó y Chagpien Medio. Además, arden los ojos y la nariz. La leña con la que cocinan sus alimentos la sacan de casas desarmadas en la ciudad portuaria, por lo cual algunas tablas tienen químicos y pinturas que producen el ardor.
“Vea cómo nos toca a nosotras. Nos vamos a enfermar”, dice entre risas una mujer de unos 60 años que está cocinando a las tres de la tarde. Las quejas con la atención gubernamental son permanentes. Por ejemplo, cuentan que cocinan en esas condiciones porque la Unidad de Víctimas no les ha llevado pipetas de gas. Yolima Amu, enlace de víctimas de la Alcaldía de Buenaventura, dice que una pipeta de gas dura en ese albergue provisional cinco días y que eso los ha “desbordado”, por lo cual le han propuesto a la comunidad cocinar con carbón.
También tienen quejas sobre la alimentación. Durante meses les dieron alimentos que no estaban acostumbrados a consumir, como enlatados, granos y pasta. “No nos dieron nada para echarle, como cebolla, que hace la comida más sabrosita. Nos tocaba cocinar solo con agua y sal”.
Esta imagen representa la forma en que los desplazados indígenas de Chagpien Tordó se dividen la ración mensual que les otorga el Estado.
Esas dos comunidades no deberían estar en Buenaventura, sino viviendo a orilla del río San Juan, pero la guerra no se lo permite. El 7 de febrero de este año se presentaron combates entre un grupo armado ilegal y la Fuerza Pública (en esa zona opera el frente Che Guevara del Eln y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia). Después de eso, los indígenas no pudieron salir a cazar ni a recolectar su pancoger, porque los cultivos los tienen monte adentro. Lo intentaron, pero los armados les dijeron que ellos “no respondían”.
Ante el confinamiento, el 20 de febrero tomaron la decisión de empezar a salir hacia Buenaventura. En el primer grupo salieron 28 familias. Un mes después, el 20 de marzo, se desplazaron otras 32. Lo hicieron debido a que los grupos armados no los dejaban salir a todos al tiempo, bajo el argumento de que en la ciudad le brindan información al enemigo.
Por eso están en Buenaventura. Apenas llegaron, dormían en una especie de polideportivo en donde ante cualquier lluvia les tocaba levantarse en la madrugada y amontonarse en cuatro salones, porque el agua los alcanzaba. Luego, el Comité Internacional de la Cruz Roja les donó unas lonas verdes con las cuales construyeron “habitaciones” anexas en los corredores de las instalaciones, pero el hacinamiento es evidente. “No le tengo la respuesta acerca de si se va a hacer albergue o no”, dice Yolima Amu.
Estas comunidades también quieren regresar a su territorio, pero están a la espera de la construcción de su plan de retorno.
Carrá, Cabecera y Chagpien Tordó son apenas una muestra del drama del desplazamiento en el río San Juan. Este año, 1.640 personas han salido de sus territorios, en Buenaventura y Litoral del San Juan, huyéndole a la guerra que libran el Eln, las AGC y la Fuerza Pública por controlar los espacios que dejaron el Frente 30 y el Bloque Móvil Arturo Ruiz de las Farc.
Con miedo algunas personas ajenas a las comunidades, pero que conocen la zona, se atreven a dar otras hipótesis acerca de la violencia que azota a las comunidades negras e indígenas. Dicen que la guerra puede obedecer al deseo de sacar a todos los habitantes de la región para abrirle paso a la llegada de megaproyectos que no se atreven a decir de qué. Piensan esto porque, aseguran, en la zona parece haber una alternancia del control entre los actores armados que dicen estar enfrentados. Esa idea es apenas una hipótesis, pero organizaciones como la Oficina del Alto Comisionado para las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ya empiezan a hablar de “pueblos arrasados”: Cabecera, Carrá y Cuéllar están desiertas y quienes se mantienen en el territorio lo hacen bajo el asedio permanente de los armados.
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