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Aída Quilcué y la resistencia de la Guardia Indígena

La consejera de derechos humanos y paz de la Organización Nacional Indígena de Colombia ha sido una de las voces más fuertes que se han levantado para denunciar la ola de violencia contra comunidades étnicas en el país, especialmente en el norte del Cauca.

Marcela Osorio Granados - @marcelaosorio24
08 de diciembre de 2019 - 02:00 a. m.
“Esto no se resuelve con un chaleco antibalas o con  un botón de pánico que no sirve de mucho, por ejemplo, en las selvas del Chocó”: Aída Quilcué. / Cristian Garavito
“Esto no se resuelve con un chaleco antibalas o con un botón de pánico que no sirve de mucho, por ejemplo, en las selvas del Chocó”: Aída Quilcué. / Cristian Garavito

Aída Quilcué tiene claro que le debe su vida a la Guardia Indígena. El 17 de diciembre de 2008, un día después de que su esposo fuera asesinado, la entonces lideresa del Consejo Regional Indígena del Cauca decidió rechazar el guardaespaldas que le ofreció el Estado y confiarle su seguridad a su comunidad.

Fueron épocas de dolor, sí, pero sobre todo de miedo y desconfianza. Edwin Legarda, su compañero, había sido asesinado por un grupo de soldados del batallón José Hilario López cuando se movilizaba en una camioneta por la vía que comunica a Inzá con Popayán (Cauca). Contaron 17 impactos de bala en el carro que conducía y él, con tres heridas graves en el cuerpo, murió días después en un hospital. Se dijo que Aída, quien por esos días denunciaba casos de violaciones a derechos humanos y lideraba la movilización de la Minga Nacional de Resistencia Indígena, era el objetivo principal del ataque.

Lo que vino después fue el calvario. A Aída Quilcué le abrieron cuatro procesos penales —de los cuales salió absuelta—, su hija de 12 años sufrió un atentado en mayo de 2009, tuvo que librar una larga batalla jurídica para que la justicia determinara que el de Edwin había sido un homicidio en persona protegida y, además, tuvo que esperar 10 años para que el Estado realizara un acto de desagravio y pidiera perdón por el asesinato de su esposo.

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Fue en ese contexto y con una amenaza inminente que la Guardia asumió la protección de la consejera mayor del CRIC. “Me acompañaron desde ese momento por convicción propia. O mejor dicho, nos acompañamos, porque no era un riesgo solo para mí sino para todo el movimiento indígena. Hacíamos recolectas para comer, para pagar la gasolina del carro que nos pusieron. No había condiciones ni teníamos garantías para movernos. Fue muy difícil”, rememora hoy, 11 años después de su tragedia y cuando el ciclo de violencia contra las comunidades indígenas del norte del Cauca se repite y recrudece. La historia de Aída Quilcué se reproduce ahora con otros nombres, otros muertos y otros determinadores, pero teniendo como telón de fondo los mismos fenómenos de siempre.

Las razones de la violencia ya han sido diagnosticadas, por eso tampoco parece nuevo que la Guardia Indígena sea blanco de ataques de los ilegales. Es simple: a los indígenas los siguen matando porque cuidan su tierra, defienden su autonomía y reclaman el derecho a no ser parte de la guerra que otros quieren librar en sus resguardos.

“En cada territorio, y específicamente en el norte del Cauca, hay entradas y pasos determinantes; vías y carreteras en las que las guardias — a través de los sitios de control— revisan quién entra y quién sale. En el marco de la jurisdicción especial indígena, también retienen personas que desarmonicen el territorio. En este escenario del posacuerdo, las guardias se han ido fortaleciendo porque existe ese riesgo de amenazas y asesinatos”, explica Quilcué. En otras palabras, la Guardia impide el tránsito de cargamentos de droga por puntos claves de sus territorios, e incluso, en lugares como Caldono, han decomisado y quemado toneladas de marihuana.

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Es un ejercicio de control pacífico, porque la Guardia es, por mandato, solo un proceso de resistencia civil que surge a partir de decisiones colectivas de la comunidad para fortalecer la autonomía y la gobernabilidad. Está compuesta por hombres, mujeres y jóvenes que defienden su territorio portando tan solo un bastón de mando. Su lucha, sin embargo, los ha convertido a lo largo del conflicto en víctimas de reclutamiento forzado, ataques y asesinatos y les ha valido señalamientos y estigmatizaciones por parte de distintos actores de la guerra, ilegales y legales.

La paradoja en muchos territorios indígenas, como en el caso del norte del Cauca, es que la llegada de más efectivos de la Fuerza Pública al territorio, en lugar de equilibrar la balanza, aumenta la sensación de inseguridad en las comunidades. “Existen siete bases militares solo en el norte del Cauca. Tras la masacre de Tacueyó (ocurrida el pasado 29 de octubre y en la que murieron cinco indígenas entre ellos una gobernadora del pueblo nasa), el presidente Duque dijo que iba a aumentar 2.500 efectivos, pero militarizar más no es garantía, es poner más en riesgo a la comunidad. Muchos de los militares caminan por los resguardos y uno se pregunta: ¿por qué entran las armas? ¿Por qué los cargamentos de marihuana y cultivos ilícitos pasan por las vías en las que está el Ejército? ¿Qué control está desarrollando la Fuerza Pública?”, explica la consejera.

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Entretanto, y a pesar de las medidas de seguridad, las muertes no se detienen. Aunque no hay consenso entre las organizaciones e instituciones oficiales sobre las cifras exactas, la consistencia y periodicidad en los ataques contra líderes de comunidades étnicas preocupan. De acuerdo con Medicina Legal, 83 indígenas han sido asesinados en lo que va de 2019, y Cauca es el departamento que más casos documenta: 42. Solo en una semana de octubre, por ejemplo, fueron asesinados 12 integrantes de la comunidad nasa, la mayoría pertenecientes a la Guardia Indígena.

El mensaje para el Gobierno Nacional, dice Aída Quilcué, es bastante claro: “Esto no se resuelve con un chaleco antibalas o con que nos entreguen un botón de pánico que no sirve de mucho, por ejemplo, en las selvas del Chocó. Desde las comunidades indígenas hay propuestas de protección individual y colectiva, pero el Estado las ha dejado en el olvido”. De ahí que la Guardia Indígena se haya sumado masivamente a las manifestaciones y protestas que se realizaron en Bogotá en el marco del Paro Nacional. En últimas, sus reclamos no son distintos a los de muchos otros sectores que salieron a las calles exigiendo también el cumplimiento de acuerdos ya pactados. Al final del día la consigna sigue siendo la misma: la vida por encima de la guerra. La resistencia para asegurar la supervivencia.

Por Marcela Osorio Granados - @marcelaosorio24

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