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A Juan Carlos Gittoma, un huitoto moreno, fornido y de sonrisa tímida, le tiemblan las manos, pero no la voz: “El Estado debe reconocer que merecemos atención porque somos parte de Colombia (...) que este resguardo indígena no fue regalado, que se conquistó desde el pensamiento de los mayores, desde la palabra de las comunidades del tabaco, la coca y la yuca dulce”, exclama desde una tarima frente a unos mil indígenas que aplauden y celebran sus palabras con gritos de euforia.
Están en la cancha principal de Centro Chorrera, un poblado de 600 casas que desde el cielo se ve enclavado en la mitad de la selva junto a una pista de aterrizaje que termina en una base militar. Solo los separa el río Igara Paraná, afluente del Putumayo y por el que se tardan al menos 15 días en llegar a Puerto Asís (Putumayo) y 21 hasta Leticia (Amazonas).
En su torso desnudo, Juan Carlos lleva dos hileras de algodón que hacen de tirantes y sobre la cabeza una corona de plumas en distintos tonos de verde. Está de celebración. Ya son 34 años del día en que el presidente Virgilio Barco vino a La Chorrera (Amazonas) a entregarles a los huitotos, boras, ocainas y muinanes las casi seis millones de hectáreas que constituyen el resguardo Predio Putumayo, el más grande del país y que se extiende hasta los departamentos de Putumayo y Caquetá, para albergar a más de 12 pueblos indígenas. “Por fin, la tierra que es de ustedes, es de ustedes”, les dijo entonces el presidente.
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Pero el grito de Juan Carlos es de reclamo, porque son más de 34 años de búsqueda de reconocimiento y presencia estatal. Solo un presidente, Álvaro Uribe, ha vuelto a asomar su cabeza por esta tierra, y fue para celebrar que los soldados de la Fuerza de Tarea del Sur estaban “recuperando la soberanía” en la selva amazónica en el marco del Plan Colombia. Pero, dicen los indígenas de La Chorrera, no hubo ni un evento público ni un diálogo sobre sus necesidades.
Y es cierto que el conflicto no ha llegado con la misma fuerza que a otros territorios, pero eso no significa que no haya dificultades ni carencias. “Son más de tres décadas en las que siguen sin reconocer que somos víctimas de todas las violencias del mundo occidental, porque nos siguen viendo como animales irracionales”, asegura el mayor Reinaldo Giagrkudo Pacaya, un sabio de 75 años y estatura baja, pero de postura dominante, que formó parte del grupo de líderes que conquistó la delimitación del resguardo en abril de 1988.
Promesas incumplidas
Tal vez la única violencia que les han reconocido a los cuatro pueblos de La Chorrera es la de la Casa Arana, la cauchera peruana que causó el mayor genocidio indígena en el país desde la Conquista, pues aunque las cifras varían, se calcula que más de 30.000 indígenas murieron y otras decenas de miles se escabulleron entre las selvas peruana y colombiana. A punta de torturas, los indígenas eran obligados a extraer látex de los árboles y cargar pesos excesivos hacia centros de acopio, mientras les prohibían sembrar alimentos tradicionales, todo para suplir la enorme demanda internacional de llantas para carros y otras mercancías.
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“Pero hoy seguimos padeciendo dificultades, porque no se ven las inversiones públicas del Estado”, señala Manuel Alejandro Joinama, representante legal de la Asociación Zonal Indígena de Cabildos y Autoridades Tradicionales de La Chorrera (Azicatch), que reúne a 22 cabildos del resguardo. Manuel lleva una corona de plumas con la bandera de Colombia en la cabeza, un pañuelo de la ONIC amarrado al cuello y una mochila wayuu terciada. A donde va le dicen ¡Manuelito! y durante la conmemoración lo sacan a bailar una y otra vez.
Como él, todos los líderes coinciden en que el principal problema es que su territorio, como la mayor parte del Amazonas, está bajo la figura de “área no municipalizada”, lo que quiere decir que no tienen un alcalde o corregidor, sino que son jurisdicción directamente de la Gobernación. “Por eso lo poco que han prometido se queda como elefante blanco”, insiste. Y tiene la lista clara: “El alcantarillado se inició, pero no se terminó, entonces no está habilitado; tampoco han cumplido con el acueducto; construyeron una estructura para el ICBF, pero no nos la han entregado ni hay funcionarios; prometieron 200 viviendas e hicieron la caracterización, pero no sabemos a dónde se desvió ese presupuesto, y nosotros hacemos preguntas, pero nunca nos dan respuestas”.
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Y lo que ya tienen tampoco es suficiente. Parece que no hay derecho a salud, porque solo hay un puesto de nivel básico, con medicamentos insuficientes, para una población de casi 3.700 personas. El hospital de segundo nivel más cercano está en Leticia, a 21 días por el río en un trayecto en el que pasan por Perú y Brasil antes de volver a Colombia. Eso, partiendo desde el caserío central, porque hay comunidades que quedan a dos días por el río Igara Paraná. “Con el covid-19 tuvimos dificultades graves. Aquí no hubo ni una institución, por lo que la única forma de tener elementos de bioseguridad fue a través de otras organizaciones indígenas, como la ONIC y la OPIAC”, dice Manuel.
Vivir una urgencia es solo el ejemplo extremo de las dificultades de comunicación que tienen los cuatro pueblos indígenas. Pero las padecen a diario con la alimentación, pues a excepción de la yuca, el plátano, las frutas y los animales que cazan, todo se trae por el río o en el avión de carga que llega una vez a la semana desde San José del Guaviare. “Ambos son muy costosos. Transportar un kilo de carga en avión ya está costando $ 6.500 pesos. Entonces si mandan un kilo de papa desde San José y allá vale $3.000, aquí llega valiendo casi $8.500”, cuenta Edwin Teteye, rector del colegio que funciona en lo que fue la Casa Arana y quien tiene una tienda en el pueblo.
Por el río es cada vez más difícil. La expansión de los grupos disidentes de las antiguas Farc, frente Primero Carolina Ramírez y Comandos de la Frontera (también conocidos como La Mafia Sinaloa) ha limitado el tránsito por el río Putumayo, por el que hay que navegar antes de subir por el Igara Paraná hacia La Chorrera. “Los motoristas le cuentan a uno que salen de Puerto Asís, y de ahí a Leguízamo hay una vacuna, y bajan más y otra vacuna, y luego otra. Entonces llega todo muy caro”, cuenta otro habitante. “No hace falta tener a los grupos armados aquí dentro para padecer las dificultades que generan”, dice Juan Carlos.
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Esta situación había sido alertada por la Defensoría del Pueblo desde 2017 para toda la subregión Eje Putumayo, que incluye también a Puerto Alegría, El Encanto, Puerto Arica y Tarapacá. Pero pese a las alertas, los líderes denuncian que la única entidad de orden nacional que ha hecho presencia constante es el Centro Nacional de Memoria Histórica, la única institución que acudió a la conmemoración.
Gladys Angulo, antropóloga del Enfoque Étnico de la Dirección de Construcción de Memoria Histórica, es la cara visible de esa entidad aquí. “El Centro desde 2016 ha venido trabajando con los cuatro pueblos gracias a un logro importante de la Ley de Víctimas que habla de la reparación de las víctimas, no solo del conflicto reciente, sino de mucho tiempo atrás. Y desde ahí hemos trabajado los impactos de la Casa Arana y el fortalecimiento del tejido social, y luego procesos de memoria como Endulzar la palabra y Sanaciones”.
Que no se pierdan los recursos
El mayor Reinaldo denuncia que los recursos destinados a su pueblo se han quedado en manos de intermediarios. En la oscuridad de la noche en su maloca enciende un cigarrillo. La llama amarilla ilumina su rostro y deja entrever la corona de plumas que tiene sobre la cabeza y el rosario que le cuelga del cuello. Dice que ya suficiente han tenido con la violencia que trajeron bonanzas como la del caucho “como para que ahora llegue la bonanza de los proyectos, que generan divisiones internas por no tener una ejecución de acuerdo con su plan de vida”.
Por eso Azicatch espera que el Ministerio del Interior acepte la solicitud que presentará para que lo reconozcan como Consejo Indígena, una figura jurídica que nació en el gobierno Santos con el Decreto 632 para resguardos en áreas no municipalizadas de Amazonas, Guainía y Vaupés, y que les permitiría desarrollar funciones administrativas públicas, como definir y desarrollar políticas propias y recibir y administrar recursos públicos y privados.
Manuel Joinama, quien quedaría a la cabeza, tiene todas sus esperanzas puestas en ello. “No hemos visto mucha voluntad estatal, pero esa es nuestra apuesta política en este momento. Esperamos que las instituciones nos apoyen y nos tengan en cuenta en los espacios de decisiones para que nuestra estructura de gobierno se pueda ejercer y así seguir blindando nuestro territorio contra las violencias”.
La memoria viva de los cuatro pueblos indígenas
Celebrar una vez más el reconocimiento de que el territorio es suyo es festejar su propia pervivencia. “Permanecer aquí pese a las dificultades es un acto de resistencia, porque el territorio es parte de su identidad, es una parte de ellos”, dice Gladys Angulo, del enfoque étnico del CNMH. El 23 de abril hubo muestras, bailes, mitos y trajes tradicionales, además de una feria gastronómica con alimentos que un citadino del centro del país llamaría exóticos: frutas amazónicas como copoazú, arazá, canangucho y asaí; gusanos mojojoi, y animales de caza como armadillo, boruga, danta, mico y piraña.
La conmemoración se cerró con seis horas de baile en una maloca de unos 30 m², apenas iluminada por un par de bombillas amarillas. La danza, que parecía una meditación colectiva, alternaba golpes suaves y fuertes contra la tierra al ritmo de cantos de agradecimiento y abundancia. “Todo esto hace parte de la memoria viva, de su reivindicación colectiva y del fortalecimiento de su tejido social”, dice Angulo.