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Diputado Rolando Caicedo: “A las instituciones no hay que agradecerles”

El diputado del Valle relata que sólo por las masacres de El Naya y El Firme, el Estado comenzó a atender a Yurumanguí. El pasado 12 de agosto, la Unidad de Restitución de Tierras le entregó una sentencia a su comunidad en la que la reconoce como única dueña del territorio, una etapa que aprovechará para que el país se fije en ella por algo más que sus muertos.

Laura Camila Arévalo Domínguez
20 de agosto de 2018 - 02:00 a. m.
Los niños yurumanguireños recibieron a los delegados institucionales y demás invitados a la vereda Veneral con música./ Unidad de Restitución de Tierras.
Los niños yurumanguireños recibieron a los delegados institucionales y demás invitados a la vereda Veneral con música./ Unidad de Restitución de Tierras.

En la madrugada del 27 de abril de 2001, 15 paramilitares del bloque Calima entraron a la vereda El Firme, ubicada en la cuenca del río Yurumanguí. Sacaron de sus casas a siete personas, les dieron la orden de acostarse en el suelo y las decapitaron con un hacha. Violaron a una mujer delante de su hija de tres años y, cuando decidieron acabar con la mortandad, se emborracharon y destruyeron las viviendas de la zona. Según una publicación del diario El País, versiones del paramilitar desmovilizado Yesid Pacheco, alias el Cabo, confirman que la masacre de El Firme fue una estrategia de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), para desviar la atención de las autoridades que los seguían a causa de la masacre de El Naya. La zona fue escogida porque Félix, uno de los líderes del grupo armado, había sido parte del frente 30 de las Farc, guerrilla que desde los 90 se había instalado en la zona. Ni ese crimen ni los demás asesinatos que continuaron elevando las cifras de víctimas en el territorio fueron suficientes para llamar la atención del Estado. Las coordenadas de Yurumanguí nunca fueron precisas. Los gritos y el llanto no tocaron los oídos del interior del país.

Los bordes del río se poblaron desde la época de la Colonia. Cuando Colombia se convirtió en república independiente, los hijos de los hombres que murieron esclavizados se quedaron. Hoy son los ancestros de una comunidad conformada por 754 familias. Todas las pieles de esas cuencas son negras. Aman su raza y no desaprovechan oportunidad para gritarlo. “Cuando el negro crea en el negro, ya podremos cantar libertad”, suelen cantar cada vez que se reúnen.

El río Yurumanguí nace en los Farallones de Cali, una vertiente de aguas claras que desde la cordillera Occidental se encuentra con el Pacífico.

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Rolando Caicedo, diputado del Valle del Cauca, nacido en la vereda San Antonio de Yurumanguí y víctima del conflicto armado, mientras se come una papachina, tubérculo que fritan y toma la forma y el color de una piedra, dice que los manglares son el símbolo de la fortaleza de esas tierras. Cuando se interna en los bosques, se siente representado por los árboles que soportan las constantes interacciones con las corrientes marinas y las inundaciones. Ve en ellos la tenacidad de su gente, que, durante años, evitó que la coca y la minería ilegal se colaran en Yurumanguí. Esos cultivos han intentado esconderse tras los mangles y se han encontrado con Caicedo y el resto de yurumanguireños, que se han organizado para exterminar todo lo que pueda atraer otra desgracia a la comunidad.

Con bateas y palas extraen el oro. El barequeo les permite obtener el metal precioso sin explotación intensiva que destroce su hábitat. En la zona alta se sostienen con este tipo de minería artesanal. En la baja, las principales actividades son la agricultura y la pesca, que alimentan a los yurumanguireños. Cosechan banano, papachina, caña y maíz. Recolectan moluscos, pianguas y cangrejos. Cazan guagua, un roedor similar al chigüiro. La gente que habita esta zona del Pacífico no tiene cómo producir mayor liquidez, pero sus tierras no permiten que mueran de hambre. Comen de lo que produce el suelo y se hidratan del agua que vierte el río.

De las 12 veredas yurumanguireñas, dos tienen acueducto. Todos los días, Caicedo y las demás familias, deben acercarse al río para tomar agua y recolectar con baldes la que usan para el baño, la ropa y la cocina. La luz del territorio la suplen plantas diésel, que funcionan desde las 6:00 p.m. hasta las 10:00 p.m. A partir de esa hora la Luna y las estrellas son las encargadas de la iluminación.

Actualmente Rolando Caicedo tiene 50 años. Cuando estudió en Yurumanguí sólo se podía culminar la primaria. Se tuvo que ir a Buenaventura para cursar su bachillerato. Hoy los niños se forman en la institución educativa Esther Etelvina Aramburo y pueden quedarse estudiando en la cuenca hasta grado once. El colegio tiene sedes en cada una de las veredas y los profesores, que llegan de Buenaventura o Chocó, se quedan en el río 25 días al mes.

Las mujeres embarazadas próximas a dar a luz son atendidas por parteras. Algunas deciden viajar tres horas hasta Buenaventura. Lo mismo ocurre cuando hay alguna emergencia y deben acudir a un centro asistencial. Usan alguna lancha de alguien de la comunidad. En la cuenca existen promotores de salud. Son funcionarios que realizan las vacunaciones y los asesoran en caso de urgencia. Viven en Yurumaguí.

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El pasado 12 de agosto, la directora encargada de la Unidad de Restitución de Tierras, Alcelis Coneo, entregó una sentencia compuesta por 23 mandatos que reconoce a los habitantes del río Yurumanguí como únicos propietarios del territorio.

A la cuenca se llega flotando desde Buenaventura. Primero el mar y después el río.

Desde la lancha en la que iban los delegados institucionales y el grupo de periodistas que cubrieron el evento se comenzaban a escuchar tambores. El sonido provenía de la vereda en la que se haría la entrega del documento. Los habitantes de la comunidad estaban parados en la entrada. En el frente estaban los niños. Cada uno concentrado en un instrumento. Tocaban con los ojos cerrados. Rigurosos y entregados, movían los hombros, las rodillas y las caderas. Bailaban y cantaban fuerte: “Yo quiero cantar, que viva mi pueblo, viva Veneral”. Los invitados fueron conquistados en menos de dos minutos. Bajaron de la lancha de un salto para verlos de cerca y saludarlos. Después de un relato en el recorrido sobre la tragedia de El Firme les aliviaron el alma recordándoles que todavía había vida.

Se encontraron con gente poderosa. Los contagiaron con la “sabrosura” que caracteriza a los vallecaucanos. Seguían en pie a pesar de la sangre, la muerte y el miedo. No permitieron que los recién llegados se desconcentraran con el mal estado de las casas, las calles y una cancha de baloncesto oxidada. Conscientes del abandono estatal, se decidieron por la esperanza. Los asistentes, escoltados por la coordinada y joven orquesta, entraron al lugar en el que se haría la entrega del documento que ratificó los derechos de los yurumanguireños. La sesión comenzó con saludos protocolarios. Caicedo dijo: “A las instituciones no hay que agradecerles, hay que reconocerles su diligencia. Este es un gran paso, pero ahora el camino es largo y debemos continuar trabajando para que las veredas del río Yurumanguí se conviertan en territorios reconocidos y atendidos por el Estado”.

A raíz de la Ley 70, que “tiene por objeto reconocer a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico”, y desde la década de los 90, la comunidad comenzó a organizarse internamente. Nacieron organizaciones étnico-territoriales, como la Asociación Popular de Negros Unidos del río Yurumanguí (Aponury), que contribuía a diseñar un esquema orgánico mediante el cual interactuaban con las entidades del gobierno. Ese proceso los condujo a que, en el año 2000, el Incora emitiera una resolución reconociendo el título colectivo. Ese año se cerró una fase.

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La siguiente partió desde el cambio de siglo. Ya no tuvieron tiempo para continuar con el trabajo que facilitaba el título obtenido. La violencia los ocupó. Quedaron en medio de los enfrentamientos entre las Farc, que quiso imponerles los cultivos de coca, y los paramilitares, quienes señalaban a los yurumanguireños como guerrilleros. Muchos fueron amenazados, otros torturados y los demás, que aún la comunidad llora, fueron asesinados.

La tercera fase es la actual. La que se entregó el pasado 12 de agosto, en la que legalmente fueron reconocidos como únicos dueños del territorio. Por medio de 23 mandatos, el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cali les entregó un compromiso en el que se formalizaron los derechos a los que por mucho tiempo no tuvieron acceso. Serán reparados como víctimas del conflicto armado interno, se protegerá su derecho fundamental a la restitución de tierras, se dará prioridad al Plan Integral de Reparación Colectiva y de subsidio familiar de vivienda afectada por despojo, abandono, pérdida o menoscabo en comunidades, investigarán las conductas que se puedan calificar como punibles ocurridas en el territorio del Consejo Comunitario y que pudieron ser perpetradas por agentes del Estado, y se realizará el estudio de riesgo a los representantes y autoridades de las comunidades, entre otros.

Los yurumaguireños se convencieron de que son capaces. Saben que este es el primer paso de un largo trabajo que comience a convertir a la cuenca en un territorio que proporcione a la comunidad mejor calidad de vida. Quieren potenciar su economía, basada en la recolección de madera, el oro y la pesca, que venden en los muelles de Buenaventura. Necesitan solucionar problemas de saneamiento básico. Quieren mejorar sus comunicaciones. En Yurumanguí no hay señal directa. Los puestos de un programa del Ministerio de Comunicaciones, “Vive Digital”, les facilitan la conexión con el exterior. Compran un pin que vale $1.000 y con eso pueden llamar vía Whastapp. Pero no basta.

Aún tienen miedo. Las amenazas a sus vidas no han desaparecido y el plan para defenderse es el diálogo con los actores armados. Se han organizado y planean protegerse por medio de la unión que los ha mantenido.

Yurumanguí es lejano y merece un lugar visible en el mapa. Quedó en medio del conflicto porque las Farc quisieron controlar la totalidad del Valle. Desde Buenaventura hasta donde encontraran vida. Los paramilitares no hacían presencia permanente, pero incursionaron para desviar la atención de un crimen anterior. Causaron terror. Ahora, empoderados como dueños legítimos de su casa, quieren despojarse del capítulo en el que el país sólo se fijaba en ellos por los muertos de las masacres y contribuir al florecimiento de una cuenca llena de anhelos que cada vez son más reales.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

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