La renuncia de la señorita Antioquia, Laura Gallego Solís, tras un comentario sobre “a quién le daría la bala”, volvió a exponer un síntoma profundo sobre la normalización del lenguaje violento.
En un video que rápidamente se volvió viral, Gallego le preguntó, entre risas, al precandidato presidencial Santiago Botero: “En el desierto tenés una pistola con una bala, te sueltan a (al presidente) Petro y a Daniel Quintero ¿A quién le das la bala?. Casi que la misma pregunta se la hizo también Abelardo de la Espriella, otro precandidato.
El video, que pretendía ser un chiste, una ocurrencia, terminó costándole la corona y abriendo una conversación sobre lo que decimos, cómo lo decimos y cuánto dolor histórico hay detrás de esas palabras. Porque el episodio no es un error mediático aislado es el indicio de un país que aún no ha desarmado su lenguaje.
Aquí algunos datos. Colombia llega casi al cierre de este año preelectoral con un panorama de violencia política que desborda cualquier anécdota. Solo entre el 1 de enero y el septiembre de de 2025 se registraron 215 hechos de violencia contra liderazgos políticos, sociales y comunales.
En ese mismo periodo, 59 personas vinculadas a la política —entre candidatos, concejales, líderes y militantes— han sido víctimas de ataques, amenazas o asesinatos, entre ellos el más sonado el del senador y precandidato Miguel Uribe Turbay
En los últimos meses, la arena política colombiana se ha llenado de expresiones que bordean la agresión simbólica y refuerzan la pedagogía del desprecio. El caso de Gallego es apenas uno de tantos.
El propio presidente Gustavo Petro ha sido señalado por llamar “muñecas de la mafia” a un grupo de periodistas en un acto público —una frase que motivó la intervención de la Corte Constitucional y pronunciamientos de la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip) por su carácter estigmatizante— y por responder a sus críticos con calificativos como “hp”, “víbora” o “nazi”.
Desde el otro extremo del espectro, la senadora María Fernanda Cabal descalificó al periodista Daniel Pacheco diciendo que “tenía cemento en el cerebro”, mientras la exalcaldesa Claudia López llamó “mona arribista” a la periodista Vicky Dávila en una discusión en redes.
Ninguna de estas expresiones constituye una incitación directa a la violencia física, pero todas reproducen un clima de agresión simbólica que desdibuja los límites del debate democrático.
Como advierte la investigadora mexicana Rossana Reguillo, “en las sociedades del miedo, la palabra se vuelve un dispositivo de guerra: decir es marcar, marcar es exponer”.
En ese contexto, hablar de “dar bala” no es una metáfora inofensiva ni un desliz lingüístico, sino casi una herida abierta. En un país donde el lenguaje de la guerra se ha incrustado en la conversación pública, cada broma, cada insulto, cada metáfora bélica reitera una pedagogía del desprecio.
Que una figura pública -desde una reina hasta el presidente- hable de en términos bélicos no es anecdótico, sino que parece más una falla ética y cívica. Las palabras pueden desatar odio, justificar agresiones o perpetuar la impunidad simbólica que, “se ejerce sobre un agente social con su complicidad”, como lo decía sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien por años investigó sobre las formas de dominación que se ejercen a través del lenguaje, la cultura y las normas sociales.
Todos hemos sido cómplices. O por ver el video, en este caso, o por compartirlo. Incluso por omitir.
Los límites de la libertad de expresión
En el video en el que la ahora exseñorita Antioquia confirma que renunció a ese cargo, dice que pareciera que la estuvieran restringiendo de hablar de política y que eso devolvía al país 70 años atrás. No. Gallego no perdió la corona por ser mujer ni por expresar una opinión política, sino porque trivializó el acto de matar, haciendo apología de la violencia y reproduciendo un discurso de odio.
Y si bien es cierto que los concursos de belleza están en declive, en muchos lugares de este país, las reinas aún siguen simbolizando mucho más que solo belleza. Son portavoces culturales, espejos de lo que una sociedad decide exaltar o tolerar.
Colombia no saldrá del espiral de violencia solo con acuerdos de paz o reformas institucionales. También necesita un pacto cultural por el lenguaje, un compromiso de medios, líderes y ciudadanía para desarmar las palabras antes que las manos.
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