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A las nueve de la mañana del pasado 1.° de mayo, Luis Alberto Peña aún sostenía en alto la bandera blanca y el megáfono con el que desde temprano estaba haciendo perifoneo. Esa mañana, una y otra vez atravesó —a veces a pie, a veces en moto— las calles del municipio de Miranda, Cauca, llamando a vecinos a la movilización social por el Día del Trabajador.
En uno de esos recorridos, cuando iba a bordo de una motocicleta, dos hombres armados lo interceptaron y le dispararon en la cabeza. Peña era un reconocido dirigente campesino en el norte del departamento y miembro del Pacto Histórico. Su cuerpo quedó tendido sobre el asfalto, a metros de donde debía iniciar la marcha. Nadie fue capturado, nadie se atribuyó el crimen. Fue, según algunos en su comunidad, “el precio de hacer política en el Cauca”.
El crimen tuvo un fugaz paso por los titulares nacionales en gran medida porque el presidente Gustavo Petro se refirió al hecho en su discurso de ese día. “Un señor ya de edad, campesino, llamado Alberto Peña, militante de la Colombia Humana de Miranda, Cauca, haciendo perifoneo e invitando a la marcha en una moto, fue asesinado por los ejércitos del narcotráfico. Quiero un minuto de silencio por Alberto Peña, asesinado hace unos minutos en Miranda”, dijo el mandatario.
Cinco semanas más tarde, el ataque contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay hizo visible en Bogotá una violencia que ya venía escalando en los márgenes del país. El atentado sacudió a la opinión pública, activó todas las alarmas en la esfera política nacional y fue calificado como el hecho de violencia política de mayor visibilidad en la última década. Sin embargo, en muchos territorios ese clima de amenaza y miedo ya está instalado desde hace tiempo.
El ataque a Turbay, que revive el fantasma de los magnicidios en Colombia, también amplifica una realidad que no para desde 2018 —el último año calificado como el de las elecciones más pacíficas, según la Misión de Observación Electoral (MOE)— y ha afectado a otros nombres menos conocidos, pero con consecuencias igual de graves: la violencia política electoral sigue presente y afecta, con brutal regularidad, a decenas de liderazgos en todo el país, muchos de ellos sin el mismo grado de protección ni atención mediática.
Las cifras lo muestran. Del pasado 8 de marzo —fecha en que comenzó oficialmente el calendario electoral con miras a los comicios nacionales de 2026— al 8 de junio, 57 líderes políticos en todo el país han sido víctimas de violencia. Es decir, cada dos días, alguien fue blanco de amenazas, atentados o muerte por razones políticas.
Cuatro de ellos fueron asesinados durante ese lapso. A Luis Alberto Peña se suma Wilber Yair López, exconcejal del municipio de Orito, en Putumayo, quien fue abordado por hombres armados en un establecimiento público a plena luz del día. Algunos de sus colegas admitieron a este diario que no han vuelto a hablar en público.
También Hemerson Reinel Pérez, exconcejal del municipio de Puerto Wilches, Santander, por el Movimiento Alternativo Indígena Social (MAIS). En su caso, el atacante entró en su vivienda y le quitó la vida. La otra víctima fatal fue Federico Hull Marín, personero municipal de Entrerríos, en el norte de Antioquia. Aún no se conocen los detalles del hecho, pero el político fue encontrado en su casa con múltiples heridas de arma blanca. Cuatro muertes que pasaron casi inadvertidas en el debate nacional.
Según pudo verificar Colombia+20, hay pocos avances en las investigaciones de estos asesinatos.
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Además de ellos, otros 41 han sido víctimas de amenazas y, en la mayoría de los casos, los perpetradores permanecen sin identificar. De los 57, 16 son mujeres.
Otros 12 políticos más sufrieron atentados contra su vida, sobrevivieron, pero cargan con la marca del miedo. En Bogotá, además del atentado contra Uribe Turbay, la senadora Martha Peralta Epieyú, del movimiento MAIS, fue blanco de amenazas que circularon en redes y panfletos. Aunque ella tiene esquema de protección por su investidura, el hecho confirma que incluso en la capital, y desde la institucionalidad, se activa el repertorio de intimidación política.
Margarita Guerra, diputada de la asamblea departamental de Magdalena, sufrió un intento de asesinato cuando sicarios interceptaron su camioneta. Según su relato, el arma no funcionó y los hombres se fueron del lugar. Al carro le arrojaron un panfleto con un ramo de flores, una bala y un mensaje: “Naranja sapa HP te quitas o te quitamos”. “Naranja” alude al color del partido de Guerra: Fuerza Ciudadana.
En Cauca, Royer Edwin Campo, también concejal, sobrevivió a un atentado armado cuando salía de una reunión comunitaria. En el vecino departamento del Valle del Cauca, el concejal Henry Cardona García, del partido político Creemos, también fue blanco de un ataque cuando desconocidos apedrearon su vehículo en Tuluá y los vidrios de la camioneta quedaron destruidos.
En ese mismo departamento, Ricardo Lasso, concejal de Santander de Quilichao por el partido Colombia Renaciente, resultó ileso de un atentado perpetrado a mediados de marzo. Su escolta recibió impactos de bala, pero se salvó gracias al chaleco antibalas, de acuerdo con las versiones compartidas por las autoridades.
En Nariño, Mónica Nasner Benavides, coordinadora municipal del partido Colombia Humana en Túquerres y exdelegada nacional a su asamblea, fue víctima de un intento de secuestro.
En Boyacá, Jonatan Sánchez Garavito, exmiembro de un cargo de elección popular, fue intimidado por mensajes anónimos que lo declaraban “objetivo militar” si continuaba apoyando a su partido en las elecciones de 2026. Otra víctima de atentados fue Manuel Padilla Mena, concejal de Quibdó, quien, según las autoridades, fue atacado por sujetos armados que dispararon contra el vehículo donde se transportaba el funcionario.
En el Huila, el miedo se hizo colectivo. En el municipio de La Riviera, diez concejales fueron incluidos en un panfleto amenazante que circuló en abril. Las autoridades prometieron investigar, pero ninguno de los líderes tiene protección efectiva. “Los dejaron solos”, dice un funcionario local que pidió reserva.
La lista de sobrevivientes también incluye a quienes se atrevieron a denunciar corrupción o irregularidades en sus municipios. En Atlántico, Emmanuel Morales, quien había advertido sobre contratos cuestionables, fue víctima de un atentado cuyas razones —como en tantos otros casos— se diluyen entre el ruido del calendario electoral. En Casanare, el concejal Osiel Ortiz Zuluaga denunció que había sido presionado y amenazado por grupos armados por un tema de extorsión. A sus manos llegó un panfleto y, días después, fue amenazado por teléfono.
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“Ya no amenazan, disparan”
Los datos de estas víctimas fueron documentados en el primer informe de violencia política electoral de 2025, elaborado por la Fundación Paz y Reconciliación (Pares), que revela un entramado de hostilidad sistemática que pone en jaque la participación política libre, sobre todo en las regiones más olvidadas del país.
En solo tres meses se han reportado hechos de violencia en 24 de los 32 departamentos del país, además de Bogotá. Las víctimas se concentran en Huila (11 casos), Córdoba (ocho), Cauca (cinco) y Cundinamarca (cuatro). Cauca, en particular, ha sido epicentro de atentados y un homicidio.
Una mirada más detallada a los perfiles de las víctimas muestra que los concejales son los más expuestos: 30 de los 57 afectados ocupaban ese cargo, en ejercicio o en campaña. Les siguen los alcaldes y exfuncionarios de elección popular. Esta tendencia refleja el papel central que tienen estas figuras en la política local, donde muchas veces, aunque cueste decirlo, son los operadores de maquinarias clientelares, pero también actores claves en la movilización electoral.
“Los concejales y alcaldes son actores fundamentales porque son quienes movilizan los votos en sus territorios”, analiza Alejandro Chala, investigador de la línea de democracia y gobernabilidad de Pares, “y por eso son también los más amenazados”, agrega.
Este patrón territorial coincide con zonas de alta conflictividad, pero para Diego Rubiano, coordinador del observatorio político electoral de la MOE, hay más que violencia armada: “Ya no solo hay amenazas. Hoy los atentados y asesinatos son más frecuentes y van dirigidos contra liderazgos políticos, no solo sociales. Eso es un cambio radical frente a lo que vimos después del Acuerdo de Paz”, afirma.
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Las cifras preocupan no solo por su magnitud, sino por su evolución. De acuerdo con la medición de la MOE, aunque ha habido una leve disminución en los hechos de violencia en los primeros meses del calendario electoral entre los comicios de 2021 (marzo a mayo) y de 2025 pues se pasó de 31 a 30 casos, lo que sí cambió fue la composición del tipo de hecho: disminuyeron las amenazas, pasando de 25 a 18, pero aumentaron los asesinatos, que escalaron de tres a cinco, lo mismo que los atentados. En el secuestro se pasó de ninguno a dos hechos.
Rubiano afirma que esta sutil baja no es necesariamente una buena señal, sino que podría ser una evidencia del control de los grupos armados. “No es que haya menos violencia, es que está más radicalizada: ya no amenazan, disparan”, dice.
Y agrega: “Es una disminución que está lejos de ser buena noticia porque infortunadamente los datos de presencia, control y acciones de grupos armados ilegales en los municipios han ido en aumento. Los lugares donde más ocurren estos hechos son zonas que tienden a tener controles muchísimo más fuertes. En proporción tenemos más amenazas que atentados y más asesinatos, y eso sin contar el subregistro que pueda existir”, explica Rubiano.
El 86 % de los hechos registrados en 2025 ocurrieron en municipios con presencia de actores armados, pero también hay otros elementos que se deben considerar. Por ejemplo, cerca del 30 % de los hechos ocurrieron en las zonas priorizadas para las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz (Citrep), mejor conocidas como curules de paz o curules para las víctimas, y en esos mismos lugares se concentró el 50 % de los asesinatos.
Esto sugiere que las zonas con rezago institucional y conflictos históricos no solo concentran la violencia del conflicto, sino también la violencia política electoral.
Lo que se ha mostrado es que estos ataques no solo atentan contra la vida de los líderes, sino que buscan restringir o eliminar su participación política. Y lo más preocupante: la violencia se mantiene como una herramienta de competencia electoral en múltiples territorios, en particular aquellos donde confluyen dinámicas de conflictividad armada, fragmentación política, disputas clientelares y presencia histórica de estructuras ilegales.
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Para el investigador Chala, la explicación va más allá del conflicto armado. “Buena parte de los hechos registrados —del 65 % al 75 %— no tienen un perpetrador identificado. Eso sugiere que no necesariamente son cometidos por grupos armados conocidos, sino que pueden estar motivados por disputas políticas locales, intereses electorales o estructuras clientelares”, afirma. En su perspectiva, la violencia se usa en algunos territorios como un método para garantizar ventajas, eliminar rivales o imponer el control de la maquinaria.
El ambiente de violencia no solo pone en riesgo vidas humanas, sino que perjudica la calidad del debate democrático, limita el proselitismo y genera una atmósfera de miedo y autocensura. Además, el hecho de que la campaña esté de facto en marcha con tantísima anticipación y sin los esquemas institucionales de protección —que solo se activan tres meses antes de las elecciones— deja a miles de precandidatos en una vulnerabilidad total. “Estamos ante un dilema institucional fuerte”, concluye Rubiano, “porque no hay capacidad para responder a una campaña que ya empezó, pero que legalmente aún no debería estar en curso”.
En este contexto, la distribución partidista de las víctimas evidencia que los ataques no se concentran en un solo sector ideológico. Según Pares, las colectividades con más víctimas han sido el Partido Liberal (siete), Alianza Social Independiente —ASI— (siete), Alianza Verde (seis), MAIS (cinco), Centro Democrático (cuatro) y Partido Conservador (cuatro).
Aunque podría parecer un reparto “equilibrado”, los expertos advierten que los partidos tradicionales tienden a concentrar más candidaturas en elecciones locales, por lo que también acumulan más agresiones. Además, el auge de las candidaturas por coalición —figuras inscritas por varios partidos al tiempo— complica la trazabilidad política y jurídica de la violencia.
La violencia se sigue extendiendo como una sombra sobre cientos de liderazgos locales y amenaza con moldear el resultado de las elecciones antes de que ocurran. Mientras los partidos afinan sus estrategias para las elecciones de 2026, decenas de líderes ya fueron silenciados, perseguidos o puestos bajo amenaza. La campaña ya comenzó, pero participar sigue siendo una sentencia de muerte en muchas regiones del país.
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