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Una mina en el cafetal, fragmento del libro “La guerra que perdimos”

Colombia+20 publica una crónica inédita del periodista Juan Miguel Álvarez, incluida en su nuevo libro “La guerra que perdimos”, ganador del premio Anagrama en la versión 2022.

Juan Miguel Álvarez
12 de septiembre de 2022 - 10:06 p. m.
Zona de Minas antipersona en el departamento del Meta
Zona de Minas antipersona en el departamento del Meta
Foto: El Espectador - José Vargas

El escritor y periodista Juan Miguel Álvarez (Bogotá, 1977) fue ganador del Premio Anagrama de Crónica “Sergio González Rodríguez” en la versión 2022 con una compilación de algunos de sus mejores trabajos sobre el conflicto armado colombiano, la mayoría de ellos ya publicados en versiones más cortas para revistas y medios de circulación nacional. La premiación se hizo en el marco del Hay Festival de Querétaro, en México, y además de un reconocimiento económico incluye la publicación internacional del libro, que circulará en Colombia en los próximos meses.

Álvarez ha obtenido dos veces el premio Simón Bolívar de periodismo, trabajos suyos también han integrado la selección de finalistas al Premio Gabo, que reconoce las mejores historias periodísticas de América latina. Además es autor de media docena de libros de periodismo y actualmente es el editor de Baudó Agencia Pública.

El jurado del premio estuvo integrado por varios de los grandes referentes del género en América latina como la cronista argentina Leila Guerriero y su compatriota Martín Caparrós, así como el escritor mexicano Juan Villoro y la editora española Silvia Sesé. Las historias versan sobre líderes sociales, víctimas de la guerra y regiones afectadas por el conflicto armado colombiano.

La crónica que Colombia+20 reproduce a continuación es la única historia inédita del libro, pues no había sido publicada antes en ningún medio. Álvarez llegó al personaje y su drama mientras dirigía una serie documental para un canal local del televisión, desde entonces resultó conmovido con su relato y tuvo la convicción que en algún momento debería escribirlo: “apenas Nevardo terminó de narrar su testimonio, tanto el realizador como el sonidista y el productor corrieron fuera de esa casa para llorar en la calle”, apuntó al final del libro, “Todos quedamos desbaratados”.

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Una mina en el cafetal

En esta historia no se hablará de «minas antipersonal» ni se usará su sigla aséptica MAP. No habrá tecnicismos de impoluta moral. A este artefacto que destruye la vida en dos tiempos los campesinos le llaman «mina quiebrapata» o por su sustantivo estático «mina». Ya habrá espacio para mostrar por qué digo que destruye la vida en dos tiempos; por ahora paso a presentar a Nevardo Antonio Sánchez, padre de tres hijos –una mujer y dos hombres–, esposo devoto, caficultor de pequeña parcela, brazos de monte, 35 años, inútil desde que fue herido por un arma de estas.

Es 2015, mayo. El paraje donde vive Nevardo se llama Guacamayal, quince casas una enfrente de la otra en línea recta separadas por una vía de cemento que mide unos 70 metros. No hay más vías de cemento en dos horas a la redonda. A un kilómetro de aquí, en ascenso por la trocha, está Encimadas, el corregimiento del que depende Guacamayal. Encimadas son 30 casas desperdigadas en las ondulaciones de la montaña. Hay una iglesia, una cancha y un teatrino al aire libre. Encimadas, a su vez, depende del municipio de Samaná, el más aislado de la región conocida como Eje Cafetero. Las ciudades de Manizales, Bogotá y Medellín, puntos cardinales distintos, se encuentran a ocho horas de carretera.

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Nevardo está sentado en el borde de su cama. Los codos apoyados sobre las rodillas, las manos de dedos incompletos en un puño. Sin pupilas, sus ojos son dos bolas blancas de curvatura imperfecta que bailotean entre los párpados. Una ceguera irremediable. Y saber que a su habitación entra la luz natural atenuada por una suave cortina de colores; que los retablos de las paredes están pintados en tono palo de rosa, que sus dos hijos varones son guapos y le heredaron el ceño robusto de cejas apiñadas.

–Ha sido una vida de sufrimiento –me dice–. A uno se le acaban las ganas de seguir.

El sábado 3 de diciembre de 2005, temprano en la mañana, Nevardo fue en busca de una mula que se había alejado de su cafetal para darle de comer. No había avanzado cien metros de la casa cuando se enredó con las raíces de un árbol y cayó de bruces sobre la tierra humedecida por el rocío. Al apoyarse con las manos para ponerse de pie hubo una explosión. Aturdido y mareado, Nevardo se levantó; era consciente de que estaba herido. La palma y los dedos de una mano quedaron destrozados; el tórax, rasgado en girones de piel. Los ojos le ardían, pero distinguía las formas del lugar. La sangre le chorreaba en grumos de tierra. Nevardo dice que salió de ese camino y bajó hacia su casa gritando que lo ayudaran. Su esposa y su papá corrieron hacia él y lo terminaron de sacar del cafetal.

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El propósito de las minas quiebrapatas es interrumpir el avance a pie o en vehículos de la tropa enemiga. Cada hombre herido o muerto por este explosivo desmoraliza a las filas porque los combatientes se llenan de miedo al darse cuenta de que les puede pasar lo mismo porque no hay forma de anticipar la detonación. Lo otro: cuando un soldado de una patrulla pisa una mina y cae herido en medio de un combate, tres o cuatro soldados dejan de disparar y corren en su auxilio. Lo que diezma a la patrulla y la hace vulnerable ante el enemigo. De ahí que esta arma sea estratégica para defender una posición ante un inminente operativo de asalto.

En Colombia hay registro de que la primera guerrilla que pudo haber usado esta arma fue el Eln, por allá en 1974. Desde entonces, junto con las Farc, ha sido quien más ha llenado de minas este país. Y digo «quien más ha llenado» porque los grupos paramilitares también pusieron y porque hubo unos años en que el ejército las empleó para rodear 30 bases militares situadas en lugares recónditos. Luego de que el Tratado de Ottawa entrara en vigor para el Estado colombiano, el 1 de marzo de 2001, el ejército emprendió el desminado de esas 30 bases; cosa que le tomó siete años, de 2004 a 2010.

Las minas de Encimadas y Guacamayal fueron puestas por las Farc. Desde 1996 el Frente 47 ocupó el corregimiento hasta convertirlo en la retaguardia de sus comandantes de zona. La más famosa por temida y porque se entregó al ejército en 2008 fue alias Karina seguida por alias Moncholo. Para el 2003, año en que comenzaron los operativos militares contrainsurgentes aquí, estos comandantes se daban el lujo de caminar uniformados y armados entre la comunidad. Se sentaban en las tiendas a pasar la tarde, no era raro verlos en la cancha del colegio o en el teatrino propalando su carreta insurgente. Dormían y mantenían sus pertenencias en una casa de dos plantas –piso enchapado, camas, ducha, sanitario y cocina– justo en la entrada de Guacamayal, a unas siete casas de la de Nevardo.

Se sentían tan resguardados que se tomaron el tiempo de construir un pequeño acueducto con la bocatoma en una colina y la red de tubería hacia cada casa; aplanaron un descampado y lo convirtieron en cancha de fútbol instalándole dos arquerías metálicas, y pavimentaron esta calle de 70 metros. Aunque el rumor de pueblo decía que las Farc costearon estas obras de su bolsillo, los campesinos me dijeron que no. Que el dominio de esta guerrilla sobre la zona era tan contundente que obligaron al gobierno local de Samaná a traer maquinaria y cemento so pena de los fusiles. Entre la comunidad y un puñado de guerrilleros pusieron la mano de obra.

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Yonadis García es una mujer de 40 años que trabaja como enlace entre la comunidad de Encimadas y el gobierno local. Está sentada frente a Nevardo en una silla que le trajeron del comedor. Conoce la historia de esta víctima desde siempre y ahora, luego de que Nevardo la ha narrado para mí, Yonadis lagrimea y se limpia con el dorso de la mano, como si no la hubiera escuchado nunca.

Hace unas horas, allá arriba en Encimadas, Yonadis junto con otros habitantes del corregimiento me explicó las circunstancias que confluyeron en la tragedia de Nevardo. Fueron así:

La retoma del territorio por parte de la fuerza pública comenzó con un desembarco aéreo de tropas en la parte más alta de la montaña. En el corregimiento nunca nadie había visto soldados ni personal militar y, de repente, se encontraron llenos de ejército. El barrido metro a metro sobre las laderas fue apoyado con las armas decisivas de las Fuerzas Militares en esta guerra: los helicópteros artillados, el espionaje del avión fantasma y, más arriba, entre las nubes algodonadas, los Super Tucano con sus bombas de precisión guiadas por láser.

Los hombres del Frente 47 se replegaron hacia los rincones del corregimiento tratando de evitar la confrontación directa y que no los detectaran desde el aire. Perdida la posesión del territorio, el frente inició la típica «guerra de guerrillas»: atacar por sorpresa y escapar. «Cada ocho días, cada veinte días, había balaceras; tanto que nos acostumbramos y llegamos a sentirlo como algo normal», me dijo Julián Henao, un joven de Encimadas. «Eso era en las noches. Uno se acostaba a dormir y lo despertaban los tiros, las explosiones. Había que poner colchones contra las paredes, uno asustado de que nos cayera una granada en la casa», completó otro joven llamado John Cardona.

El ataque aéreo revelaba cierta cadencia. Aparecían los helicópteros artillados y apagaban los intercambios de disparos. A una escuadra fariana, conformada por 12 hombres, le tocaba agazaparse entre la vegetación e inclinar los fusiles para que la chispa de los tiros no delatara su ubicación exacta y el helicóptero siguiera derecho. Aunque estos ametrallamientos desde el aire no dejaron víctimas civiles en Encimadas, los campesinos les tenían pavor. «Una zozobra aterradora», me dijo Yonadis. «Eso volaba muy bajito, uno les veía la cara a los tripulantes, al que disparaba la ametralladora. Solo escuchar la hélice daba miedo. El día laboral paraba ahí. La gente salía de los cafetales, dejaba de trabajar y se iba para la casa a reunirse con la familia a esperar qué iba a suceder.»

Para Yonadis los momentos de miedo extremo eran los bombardeos, el impacto en tierra de las ojivas de 500 libras lanzadas desde 5.000 pies de altura. La primera vez que lo sufrió fue una mañana en que iba en la chiva de camino al pueblo. (La chiva, hay que decirlo, es el bus de transporte campesino habilitado para trepar por las trochas más infames, capaz de llevar a unas cien personas con animales de corral y costales con cosecha.)

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Tras el estallido, muy cerca de la carretera, los pasajeros huyeron de la chiva y corrieron a la loca. «Uno sin saber pa’ dónde coger, sin poderse meter en una casa», aclaró Yonadis. «Uno se hace a la idea de que si uno corre hacia una casa uno va a estar en menos riesgo. Aunque uno sabe que si quieren tirar una bomba, ni la casa es protección.»

De la segunda vez le quedaron traumas que hoy sigue tratando con terapia. Yonadis recuerda que estaba en su finca y se encontraba en embarazo. En la madrugada una explosión que dejó cimbrando las paredes le hizo saltar de la cama. Supo que había sido un bombardeo y no pudo volver a dormir. Con la salida del sol, vio una fila de soldados caminando por el solar de la casa. Minutos después los vio de salida cargando restos de cuerpos de guerrilleros en costales y bolsas plásticas. «La bomba dio justo en el campamento. Cayeron muchos guerrilleros. Me pegó muy duro ver personas en pedazos, los regueros de sangre escurriendo por la ladera. Hoy recuerdo eso y lloro.»

Al verse en franca inferioridad y entender que se les venía encima el asalto final de una tropa contraguerrilla, el Frente 47 de las Farc decidió minar Encimadas y Guacamayal. Para poder hacerlo le ordenó a la comunidad que abandonara el corregimiento. Más de 2.300 personas fueron obligadas a dejar tiradas sus casas con sus pertenencias. Un desplazamiento masivo inmediato como muy pocos en la historia colombiana. Era el 15 de noviembre de 2005.

«Yo estaba en quinto de primaria y eran las dos de la tarde cuando la profesora nos dijo: “Niños, váyanse para sus casas y díganles a sus papás que la guerrilla mandó a decir que nos debemos ir todos para Samaná; que debemos dejar todo desocupado para mañana a las siete de la mañana», me contó Julián Henao. En Encimadas solo había una chiva en la que, claramente, no cabía todo el caserío, y menos con sus gallinas y sus cerdos. «Creíamos que era un destierro total», precisó Julián. «Fue la locura, todo el mundo intentando subirse a esa chiva.»

El desplazamiento duró dos semanas. Los que tenían familiares en Samaná durmieron bajo techo; otros pudieron hacerse a una carpa que levantaron en el parque central. La mayoría fue agolpada en colchonetas dentro del coliseo deportivo. Quince días después, con la crisis de salud pública que suponen más de dos mil personas sin acceso fluido a cocinas, duchas y sanitarios, el cura párroco de Samaná encabezó una comitiva que viajó a Encimadas y convenció al Frente 47 de permitir el retorno de los campesinos. La guerrilla dijo que sí, pero advirtió que todo estaba lleno de minas: los caminos veredales, los potreros entre casas, los alrededores de la trocha. Sabiéndolo, la gente retornó.

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A su llegada, Nevardo vio que Guacamayal estaba sitiada por soldados. –Dijeron que no había minas ni había guerrilla –me dice–, que podíamos ir a los cafetales a trabajar. Y mire que sí había minas. Luego de que entre su esposa y su papá lo ayudaron a volver a la casa tras el estallido, Nevardo dice que fue retenido por el ejército. Dice que le ordenaron a la gente del caserío, incluida su familia, que se encerrara en las casas. Dice que lo tendieron en la calle y que lo intentaron ahogar tapándole la boca y la nariz con un trapo, que lo golpeaban en el suelo y le hundían los ojos para terminarlo de enceguecer.

–Me decían que me quedara callado o que me mataban; que yo no podía salir a denunciar que ellos como ejército nos habían dicho que retornáramos porque no había peligro y resultó que sí había mucho peligro.

Nevardo dice que gritó y gritó hasta que su familia salió de la casa y trató de socorrerlo. Que un soldado se agachó y, suavecito, le dijo que si contaba que ellos lo estaban amenazando le asesinarían a toda la familia y desaparecerían los cadáveres tirándolos al río La Miel. Que lo único que él le decía a su esposa y a su papá era que no lo fueran a dejar solo.

–Ellos me preguntaban por qué y yo me quedaba callado.

Ese sábado, el ejército llevó a Nevardo a Samaná. Y el domingo lo trasladaron al hospital en Manizales. Pero en Guacamayal dejaron retenida a la esposa y al papá que era un anciano de 80 años. El ejército no le creía a Nevardo que se hubiera enredado con las raíces de un árbol y lo acusaba de ser un miliciano de las Farc, es decir, un combatiente camuflado de civil encargado de operaciones insurgentes en el caserío. El ejército creía que a Nevardo, intentando sembrar la mina, se le había estallado parcialmente en las manos.

Colombia es el único país de este lado del mundo con numerosos puntos minados. En las listas anuales de las últimas tres décadas que reportan los diez países con la mayor cantidad de personas heridas o muertas por esta arma, Colombia siempre lidera junto a Afganistán y Siria, y otros dos o tres de Asia y África. También se destaca entre el puñado de países en donde los grupos armados ilegales son fabricantes y principales responsables.

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El Estado colombiano empezó a llevar registro de estas víctimas desde 1990. Hasta el último día de noviembre de 2021, la cifra era de 12.133 entre heridos y muertos, con la precisión de que por cada cinco heridos se cuenta un muerto y que los heridos siempre quedan con alguna mutilación.

Quizás el dato más inquietante de esta estadística es que el 60% de ese total son miembros de la fuerza pública. El 40% restante son civiles. Es, de lejos, el único escenario del conflicto armado colombiano en el que los combatientes en general suman más dolor y sangre que los civiles. Las minas quiebrapatas son la única arma de las guerrillas que hace palidecer a los soldados. Si se quiere, equipara por un instante la asimetría del armamento: el Estado emplea el fuego aéreo de los bombardeos y a los guerrilleros solo les queda huir despavoridos ante el terror de morir despedazados por la onda expansiva o calcinados en la explosión; además, no hay nadie a quien contestarle el ataque. Las guerrillas emplean las minas y a la infantería militar solo le resta quedarse congelada en el sitio exacto en que pone el pie luego de que ha estallado la primera, ante el terror de graves mutilaciones o de morir despedazados por la explosión; además, no hay a quien contestarle el ataque.

La diferencia es que el derecho internacional legitima el uso de armamento aéreo contra las guerrillas; en cambio, proscribe el empleo de armas no convencionales como las minas de fabricación guerrillera. (Las producidas por la industria militar global no han sido prohibidas; solo los firmantes del Tratado de Ottawa han dejado de adquirirlas y fabricarlas.)

Algún comandante de zona de las Farc, tras su desmovilización, le reveló a la Comisión de la Verdad que ordenó aumentar la carga de TNT en la composición de las minas quiebrapatas, de 45 gramos a dos kilos, como un acto deliberado de equiparación de fuerza ante la ferocidad de los bombardeos. En palabras textuales: «Para desaparecer soldados, para que no quedara ni rastro; si acaso, les tocara recoger los pedazos en la selva como nos tocaba a nosotros luego de los bombardeos.»

El conflicto armado colombiano no ha sido una «guerra de posiciones». Si las Farc llegaron a ostentar el control sobre algunos sitios de la geografía nacional no fue debido a una victoria sobre la fuerza pública, fue gracias al abandono de esos sitios. Si en Guacamayal y en Encimadas alguna vez hubo uno o varios campesinos que simpatizaron con esta guerrilla y la apoyaron en acciones de batalla fue debido a la orfandad estatal. Si las Farc le pusieron acueducto a una comunidad que siempre había cargado el agua en baldes, le pavimentaron 70 metros de calle y le dieron una cancha de fútbol, lo menos que sentía esa comunidad por esa guerrilla era gratitud.

Esta realidad les ha hecho creer a las Fuerzas Militares que hay lugares dentro de la misma Colombia que son «territorio enemigo», debido a que han sido retaguardia de grupos armados ilegales de ideología comunista. A los militares no les cae el guante de que esos lugares no están por fuera de la frontera sino en la misma tierra suya, la misma tierra nuestra. El hecho crítico es que al concebir que una vereda o un corregimiento o un pueblo son «territorio enemigo», los militares asumen que cada lugareño es su potencial enemigo, es decir, un potencial enemigo del Estado susceptible de ser aniquilado, así no se le vea el arma.

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No es posible asegurar la mala leche de los soldados que componían la patrulla contraguerrilla que había en Guacamayal el día que empezó el retorno de los desplazados. Pero los testimonios de esos campesinos dan cuenta de que sentían que el ejército los consideraba, automáticamente, auxiliadores de las Farc. Y que al decirles que no había peligro, que no había minas y que podían retomar sus vidas, como lo entendió Nevardo, esta contraguerrilla quizás quería que fueran los mismos campesinos quienes cayeran heridos o muertos por esta arma. Una suerte de desquite.

Nevardo estuvo tres meses encarcelado antes de que un juez lo liberara de la sindicación. Dice que nunca recibió atención médica oportuna.

–En el hospital en Manizales, el ejército no dejó que mi familia fuera a ayudarme con las diligencias. A mi señora y a mi papá los tenían retenidos. En el hospital me decían que no podían operarme de las vistas porque yo no tenía papeles ni a nadie que respondiera por mí. Lo último que vi fue un brillo de luz que se fue desvaneciendo hasta que ya no volví a ver.

Inclinado sobre sus piernas, Nevardo llora sin lágrimas. La mina le quemó los lacrimales. Se nota el esfuerzo de su garganta al tragar la saliva que viene con el llanto. Retuerce la boca como si estuviera atajando gritos de lamento.

–Pa’ sobrevivir, ¿cómo? –se pregunta, sin retórica–. Aquí, como le digo, el más grande no es capaz con el más chiquito.

El hijo mayor tiene 16 años. Y hace rato debió abandonar el colegio para ponerse a trabajar y llevar alimento a su casa. La esposa de Nevardo padece una enfermedad crónica que la incapacita por semanas. Y él depende de ellos para todo.

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Las minas destruyen la vida en dos tiempos decía al comienzo de esta crónica. El primero es el instante mismo de la explosión; los daños de las heridas son irrecuperables y transforman el cuerpo de la víctima, la dejan para siempre con alguna discapacidad. El segundo es el momento en que la víctima se da cuenta de que se ha vuelto una carga para los demás, de que su inutilidad ha menoscabado las relaciones con su esposa, con sus hijos, y ha deteriorado la estabilidad económica del grupo familiar. La víctima, entonces, siente que fue su culpa haber sido herido por la mina, que fue ella misma quien la detonó para joderse el resto de los días y joder a su familia, que alguien más atento no la hubiera pisado.

Yonadis me cuenta que el gobierno ha compensado a Nevardo dándole algún dinero. Que la familia lo ha sabido emplear porque con eso mejoraron la casa y la tienen tan agradable como yo la estoy viendo. Que hay familias a las que no se les ve en qué se gastan las ayudas, pero que la de Nevardo sí.

No hay certezas sobre si Nevardo es un civil al que la guerra puso en el peor de los escenarios o si fue un combatiente de la guerrilla que se solapaba como caficultor. Yo me inclino a creer lo primero. Lo hago porque tiene el respaldo de las personas de la comunidad y porque durante este encuentro en su casa Nevardo no ha dejado escapar ni una gota de resentimiento por el ejército, no ha expresado deseo de justicia vengativa, no habla juntando argumentos contra el Estado ni emplea palabras batidas en la ideología. Por ahora permanece a la espera de que le otorguen una asistencia económica vitalicia a la que tendría derecho por política pública.

–Yo tengo fe en que el Estado me ayude –dice, recuperado de la congoja que le desató narrarme este recuerdo–. De que haga algo por mi familia.

Por Juan Miguel Álvarez

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