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Las maravillas ocultas del Vaupés, protagonistas en serie sobre el posconflicto

El segundo episodio de la serie Posconflicto Corp. hace un recorrido por el río Cananarí, inexplorado por buena parte de la población, que apunta a convertirse en una atractiva ruta turística. Una zona por la que pasó la guerra del caucho, luego las mafias de las maderas finas y las pieles, y ahora los criminales detrás de la minería ilegal (y las concesiones que las lavan).

Redacción Colombia +20
27 de noviembre de 2021 - 03:53 p. m.
Escena en Cerro Morroco. Carlos Guzmán-Pissa filma a Nick Dombrovskis.
Escena en Cerro Morroco. Carlos Guzmán-Pissa filma a Nick Dombrovskis.
Foto: Robert Max Steenkist

Maximiliano Sánchez estuvo secuestrado por las disidencias de las Farc durante un mes y quince días. Como único inspector de policía rural departamental de una extensa región del suroccidente del departamento del Vaupés debía recorrer más de 80 km del río Cananarí para asegurar que las comunidades indígenas de Buenos Aires-Pacoa, Cerro Morocco, Altamira y San José de Cananarí, fueran incluídas en el Estado, al menos, por algunos reportes de orden público y seguimientos bimensuales de investigaciones judiciales ordenadas por la Fiscalía y la Procuraduría. Ampliaba su deber también censando a la población, emitiendo registros de nacimiento, coordinando vuelos humanitarios para emergencias de salud, entre otras. Aún no entendía la dimensión del impacto que su labor rutinaria tenía sobre la guerra.

En 2017 atendió una alerta de los cuatro capitanes de las comunidades. Ellos hacían un llamado al Estado colombiano, pues en su zona el reclutamiento de indígenas se había disparado. Hasta junio de ese año 19 menores habían sido reclutados. Maximiliano no dudó en reportar sus desapariciones. Tres semanas después fue abordado por once hombres armados con fusiles de fabricación brasileña. No eran de la zona ni indígenas. Lo subieron a una canoa y se lo llevaron contra la corriente del río hasta solo dejar el eco de un motor de rugido inusual para esta parte de la selva.

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Le taparon la cabeza, lo golpearon, lo ahogaron y lo amenazaron de muerte; seguramente con esto pretendían hacerle perder la orientación. En medio del dolor y el miedo, Maximiliano solo pudo entender que conducían la canoa por un estrecho tributario del río y se adentraban hacia el norte. Atado de manos y pies, sin poder dormir y recibiendo por mucho una comida al día, el joven de entonces 20 años, se aferró a las palabras de sus ancestros. Repasaba su lengua madre, el cabiyarí, para no perder la conexión con las fuerzas ancestrales: “Shicai wacaya mauraca iyá aranuatanifeya pena iyá” (la selva tiene mucho que enseñarnos).

Por fin, luego de más de un mes en poder de los armados, un cabecilla (de cuyo nombre no quiere acordarse) lo interrogó a la luz de una farola que operaba gracias a una planta de gasolina. Admitió de entrada que admiraba la fortaleza del joven cabiyarí. Lo trató de sapo y le trató de explicar la necesidad de la presencia de la guerrilla en la zona, un triángulo estratégico entre las fronteras de los departamentos del Vaupés, el Caquetá y Amazonas. Max fue implacable: si en realidad querían una revolución debían dejar de producir pasta de coca. Estaban acabando con la identidad indígena al permitir que los indígenas consumieran bazuco y corrieran el riesgo de olvidar la práctica ancestral del mambe, el medio ritual para conversar, compartir los idiomas autóctonos con los más jóvenes y tomar decisiones en comunidad. Él no tenía alternativa que escoger un bando y se había puesto del lado de la fuerza que, si bien mantenía a los indígenas aislados en el subdesarrollo usando argumentos hipócritas de conservación, al menos no ponía en riesgo la riqueza cultural de su comunidad. Remató como dando un golpe sobre una mesa de negociación: “ne equiri pajanaré cara có namará nuafé ucá imata penue-ejé” (la preservación de la identidad de los pueblos indígenas no puede mantenerlos en el subdesarrollo).

Hubo un silencio a su alrededor. El líder se levantó, se acuclilló frente a él y hablándole a pocos milímetros del rostro le susurró con odio: “con sus rezos y brujería para otra parte”. Le advirtió que si volvía a su puesto de inspector terminaría convertido en comida para el río. Al día siguiente lo dejaron a su suerte en un punto espeso de la selva, con la cabeza atrapada en una suerte de máscara hecha con un trozo de costal sintético de la que le costó horas liberarse. Tras días de seguir la corriente del pequeño riachuelo llegó al Cananarí: la vía segura a su comunidad. “Punuopuque wavepiniya jirena-ri yeo-upú” (Todos los ríos son fuente y objetivo de conocimiento).

Dicen las malas lenguas que el departamento del Vaupés está tan apartado del centro del poder colombiano que para combatir a las FARC durante la toma de Mitú en noviembre de 1998 primero llegaron por aire las tropas brasileras. Tras días de combate le cedieron el paso al Vuelo de Ángel, la primera operación nocturna en la selva colombiana por parte del Ejército, que culminó con la recuperación de la ciudad. Unos 500 guerrilleros habían entrado a la capital departamental y otros 1000 la rodearon para repeler cualquier defensa oficial. Se habían desplazado desde Huila, Boyacá, Cundinamarca y varios departamentos llaneros. Destruyeron la pista de aterrizaje del aeropuerto, saquearon la Caja Agraria, secuestraron policías y soldados y sitiaron la ciudad durante tres días. La primera (y hasta ahora única) toma guerrillera de una capital departamental antecedió la Zona de Distensión de San Vicente del Caguán, en donde se llevó a cabo el primer despeje de una parte del territorio nacional para que el grupo al margen de la ley se acentuará en condición de negociante de la paz.

Vaupés y su sangre jugaron un papel clave en este intento (también fallido) por lograr acabar el conflicto armado colombiano. Aunque la presencia Estatal ha mejorado desde entonces, historias como la de Maximiliano son prueba de que las regiones rurales y selváticas aún permanecen muy hundidas bajo otras prioritarias. Incluso parece que hasta estos parajes llegaran solamente las peores caras del Gobierno: la burocracia irritante, la insaciable corrupción, la cosmovisión de la realidad urbana que pretende imponerse sobre el 80% del territorio nacional.

“Ruataca japaveteje camenacanifé yávate, misha wainia renotimé macá” (queremos lograr la paz con trabajo, honestidad y hospitalidad) es lo que pregonan ahora las comunidades de San José de Cananarí, Altamira, Puerto Morroco y Buenos Aires-Pacoa. En esta región se hablan las lenguas cabiyari, taiwano, barsano, algunas de las quince lenguas en una población de alrededor 10 mil personas. Entendieron que ni el Estado ni los patrones les van a servir para salir fuera del aislamiento o el subdesarrollo. Antes era la guerra del caucho, luego fueron las mafias de las maderas finas y las pieles, ahora son los criminales detrás de la minería ilegal (y las concesiones que las lavan). Además de la ilegalidad, la mayoría de las comunidades ancestrales repelen estos azotes que ha recibido la zona por ser una amenaza a la convivencia armónica con la naturaleza.

Ser emprendedor también se trata de convertir las propias debilidades en oportunidades. Sin haber estudiado administración de empresas o algo parecido Maximiliano supo leer en su condición marginal un atractivo para aventureros que están dispuestos a cruzar el planeta con tal de vivir algo completamente ajeno a sus realidades (y lo habitual para los indígenas del Vaupés). “Turismo ya, sunica mishá, ipejé imate-qué” (el turismo es una manera eficiente , respetuosa y hermosa de generar desarrollo). A través de un operador que buscó la selva para sanarse, Max conoció a Nicklas Dombrovskis, un fotógrafo de de aventura oriundo de Tasmania que ha recorrido el mundo durante décadas buscando comunidades apartadas y la naturaleza en su estado más puro. Él también entiende muy bien uno de los principales mandatos de los payés, máximas autoridades indígenas: “Que yua catipana-ape ma-acanife ya” (los sitios sagrados son puntos de sanación). Desde la lejana isla de Japón donde vive y trabaja como actor y cineasta, él llegó al Vaupés y junto a Max y su gente protagonizan el segundo episodio de la serie documental Posconflicto. Corp: “Cananarí: las palabras del encuentro”.

En esta realización audiovisual vemos el espectacular recorrido a través del río que ambos hacen desde San José de Cananarí hasta el majestuoso Raudal del Jirijirimo. Aunque su imponencia y tamaño hacen de este punto lo más conmovedor del viaje el recorrido tiene varios lugares inolvidables: las imponentes caídas de agua del Cerro Morroco, Caño Metales y su cascada sagrada que inaugura un torrente de aguas blancas que resulta ideal para amantes de los deportes de remo, las malocas tradicionales donde son recibidos con rezos y rituales casi desconocidos para el mundo de las ciudades y su insomnio.

Vea el trailer de la serie:

Para Jorge Hernández Mora, fundador de la escuela de emprendimiento de la Universidad de los Andes, gran parte del futuro económico del país está en la oferta de este tipo de servicios. La conservación se ha convertido en fuente de debates políticos y económicos: las fuentes no renovables de energía enfrentan un jaque sin precedentes a partir de la conferencia calentamiento global de la ONU en Glasgow, la alarma ambiental está anunciada hace años, las denuncias de asesinatos de líderes ambientales ya está pasando de la invisibilidad a la denuncia ante los estamentos internacionales (y tiemblan los Gobiernos que no le han atribuido la atención justa). El profesor uniandino está de acuerdo con lo que Maximiliano Gómez y su comunidad expresan: “Ucapitu.e wayani yajana, ucapishicae” (el desarrollo no puede perjudicar la identidad de los pueblos indígenas). La sostenibilidad (concepto clave para cualquier negocio que nazca en el siglo XXI y busque trascender los retos del mismo) depende del fino equilibro entre la conservación y el progreso.

Para Robert Max Steenkist, guionista y codirector de la serie Posconflicto.Corp, este episodio continúa con la línea trazada por el primero. “Estos documentales muestran el valor de las comunidades que han decidido apartarse de las promesas tradicionales y abrir su propio camino”, dice. “Si las comunidades del noroccidente de Boyacá encontraron en el cacao orgánico una fuente de progreso diferente a la ilegalidad, las comunidades indígenas del Vaupés ven en el etnoturismo una manera de enfrentar sus amenazas y renunciar a la violencia”. Agrega que este tipo de material debe volverse materia principal de la educación en Colombia. “Mostremos la realidad del país aprovechando los medios que nos permiten registrar en formato audiovisual las vidas y obras de las personas realmente valiosas. Si no lo hacemos el universo hyperconectado, el colonialismo digital formará otra generación hipnotizada a la voluntad de unos pocos, al servicio de un mercado que ya se comprobó insaciable e insostenible. Empecemos a encontrarnos en las palabras de los otros”.

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