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El asesinato del senador y líder opositor Miguel Uribe Turbay ha sacudido al país y ha abierto un debate urgente sobre la relación entre la violencia política y la no implementación del Acuerdo de 2016 firmado entre el Estado y las extintas FARC.
La carta enviada el martes por Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo —principales negociadores del pacto con las antiguas FARC— al presidente Gustavo Petro lo resume con una frase lapidaria: “Su muerte es un durísimo golpe al Acuerdo de Paz”. El señalamiento no es retórico. El punto dos del Acuerdo estableció un compromiso central: garantizar el ejercicio libre y seguro de la política, especialmente de la oposición, mediante un Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política (SISEP) y la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad (CNGS).
Ambos mecanismos, según un comunicado oficial de la Unidad de Implementación del Acuerdo de Paz también dado a conocer el martes, permanecieron inactivos durante seis años antes de la llegada del actual gobierno, lo que permitió que la violencia contra líderes y opositores siguiera reproduciéndose. No es un problema exclusivo del presente, sino un déficit acumulado que hoy cobra forma en casos como el de Miguel Uribe. De hecho, la Unidad de Implementación advierte que “los desafíos para la seguridad política en Colombia son de carácter estructural” y requieren “acciones que aborden desde la transformación de la cultura política hasta la solución de los factores que alimentan la violencia o facilitan sus ciclos, como los conflictos por la tierra, el narcotráfico, las economías ilícitas y otras conflictividades rurales y urbanas”.
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No se trata solo de la pérdida de un dirigente político, sino de la evidencia de que, casi una década después de firmado el pacto de 2016, Colombia no ha logrado construir las condiciones para que la confrontación electoral esté libre de amenazas y violencia que han dejado a su paso tantos líderes políticos desde Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal y Carlos Pizarro, entre otros.
En los últimos tres años, el Gobierno ha buscado reactivar lo pactado: la Instancia de Alto Nivel del SISEP retomó funciones y aprobó su reglamento; se adoptó el Plan Estratégico de Seguridad y Protección, y se reglamentó el Programa de Protección Integral para los integrantes del partido Comunes y sus familias. El comunicado oficial subraya que, gracias a estas medidas, “se ha salvado la vida de más de 100 personas entre firmantes y sus familias de zonas de riesgo”. Sin embargo, la persistencia de la violencia revela que estos avances son insuficientes frente a un problema de raíces profundas.
La vulnerabilidad que afecta a la oposición política guarda un estrecho vínculo con las condiciones de inseguridad que enfrentan los firmantes del Acuerdo de Paz. El comunicado de la Unidad de Implementación advierte que, desde agosto de 2022, 124 firmantes han sido asesinados, 38 han sufrido atentados y 25 han sido víctimas de desaparición forzada. Estos hechos no solo representan un incumplimiento del compromiso de protección pactado en La Habana, sino que, además, envían un mensaje disuasorio a toda la ciudadanía: si quienes dejaron las armas y se acogieron a la vida política siguen siendo blanco de ataques, queda en entredicho la promesa de que la política pueda ejercerse sin miedo, para firmantes y cualquier opositor.
En la carta, los negociadores dicen que el presidente Petro ha tenido una actitud de “desdén e indiferencia” en la implementación del Acuerdo de Paz. “La actitud del presidente Petro frente al Sistema Integral de Seguridad ha sido la misma que ha tenido frente a todo el Acuerdo: de desdén e indiferencia, por no decir de desprecio”, señalaron.
Las cifras de violencia electoral
Las cifras son contundentes. La Misión de Observación Electoral (MOE) y la Fundación Pares han documentado que, en el ciclo electoral hacia 2026, las agresiones contra candidatos y líderes —sin importar su filiación política— han crecido de forma sostenida. De acuerdo con Pares, entre enero y agosto se han presentado 92 hechos violentos que han dejado 115 víctimas. El patrón criminal incluye amenazas (72 casos), atentados (23), asesinatos selectivos (11) y secuestros (9).
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La carta enviada por De la Calle y Jaramillo al presidente Gustavo Petro recoge esa preocupación con dureza. “Su muerte (…) afecta el corazón mismo de lo pactado en La Habana” porque golpea la promesa de que “nadie, en ningún rincón del país, sea asesinado por sus ideas políticas”. Para ellos, este asesinato confirma que la violencia sigue marcando las reglas del juego y que, “si la política no se puede hacer sin miedo, la democracia no existe más que en el papel”.
Ambos negociadores insistieron en que no basta con medidas reactivas. Reclamaron la implementación integral de todos los compromisos, incluyendo el Pacto Político Nacional por la no estigmatización y la no agresión, previsto en el punto dos del Acuerdo, que según la Unidad constituye “una medida estructural de no repetición, orientada a erradicar de manera definitiva el uso de las armas y la violencia en la competencia política” Ese pacto, aún en construcción, busca cimentar una cultura democrática fundada en el respeto a la diferencia y la convivencia pacífica, cerrando así el ciclo histórico de persecución a la oposición.
La paz, en su dimensión democrática, exige que cualquier persona —en particular quienes ejercen la oposición— pueda participar en la vida política sin pagar con su vida el precio de sus ideas. La garantía de la oposición fue concebida en el Acuerdo de Paz como un principio inviolable; su incumplimiento, prolongado en el tiempo, es hoy una de las grietas más graves en el posacuerdo.
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