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La semana pasada se conoció el memorando de entendimiento que firmaron Colombia y Venezuela para crear una “zona binacional de paz, unión y desarrollo”, que abarca inicialmente Norte de Santander, Táchira y Zulia.
Aunque el documento no menciona actores armados ni contiene compromisos sobre seguridad, su implementación incide directamente en la dinámica territorial del conflicto armado, especialmente en el Catatumbo, epicentro de violencia, cultivos ilícitos y disputa entre el ELN y las disidencias de las FARC, puntualmente el Frente 33 del grupo conocido como Estado Mayor de los Bloques y Frente (EMBF).
Esta tensión geográfica adquiere una nueva dimensión política pues se hace en medio de la puesta en marcha de la llamada Zona de Ubicación Temporal (ZUT) en Tibú.
La creación de la ZUT fue formalizada el 23 de mayo por medio de la resolución 161 de la Oficina del Consejero Comisionado para la Paz. Establece un espacio de transición y concentración para cerca de 500 integrantes del Frente 33, quienes deberán trasladarse a zona rural de Tibú, con el fin de avanzar en conversaciones con el Estado.
Aunque aún no se ha avanzado en la construcción de la ZUT -según el Gobierno por un tema de desminado en el lugar donde se haría-, esta zona representa una apuesta sensible: abrir una ventana territorial para el diálogo en medio de una región en disputa.
Pero la situación es mucho más compleja que ese acuerdo parcial porque el Frente 33 no es el único actor con presencia en la zona: el ELN y el Clan del Golfo también disputan rutas y economías, lo que ha generado enfrentamientos armados, desplazamientos masivos y confinamientos en varias zonas rurales. En ese contexto, la delimitación de un espacio protegido para negociaciones, sin garantías robustas de seguridad y sin presencia efectiva del Estado, puede terminar agravando el problema que pretende resolver.
El memorando binacional, firmado en Caracas por la viceministra de Venezuela, Delcy Rodríguez, la ministra de comercio exterior de Venezuela, Coromoto Godoy; y la de Colombia, Diana Morales, establece una zona de integración que en teoría buscará promover el comercio, la conectividad vial, la producción agropecuaria, el turismo y el acceso a servicios básicos.
Es un acuerdo civil, simbólico, y de carácter programático. Pero lo que se pone en juego en su aplicación no es menor: se trata del primer marco jurídico conjunto entre Colombia y Venezuela que busca intervenir de forma estructurada la frontera común, y hacerlo bajo la consigna de una “zona de paz”, sin que hasta ahora se haya aclarado cómo se protegerá a la población civil de las amenazas armadas que persisten de lado y lado.
La frontera colombo-venezolana ha sido históricamente porosa para los grupos ilegales, pero opaca y rígida para el Estado. En este nuevo momento, el gobierno busca invertir esa lógica: hacerla permeable a la institucionalidad y más cerrada al crimen. Para lograrlo, sin embargo, no basta con firmar memorandos o delimitar zonas temporales; se necesita presencia permanente, justicia creíble, coordinación binacional efectiva y, sobre todo, confianza de las comunidades.
La frontera del conflicto
La coincidencia geográfica entre la ZUT y la nueva zona binacional con Venezuela no es menor. Para el gobierno Petro, ambos instrumentos forman parte de una estrategia más amplia que busca modificar las condiciones del conflicto en el terreno. Pero también es una apuesta de alto riesgo por la ausencia de verificación independiente, mecanismos robustos de seguimiento y participación comunitaria, estas zonas podrían ser cooptadas o debilitadas por quienes han vivido del control armado del territorio.
Además, ambas “zonas” intervienen un mismo corredor: el Catatumbo y su frontera. Ambas proponen mecanismos institucionales no convencionales como la concentración negociada con actores armados por un lado, cooperación transfronteriza en desarrollo económico por el otro. Y ambas se presentan como instrumentos para transformar una zona históricamente marginada, violenta y controlada por grupos ilegales, sin recurrir —al menos en el papel— a soluciones militares o acuerdos de paz tradicionales.
Todo esto ocurre en un escenario difícil. En la zona fronteriza el crimen organizado opera con fuerte presencia institucional o tolerancia tácita. El estado de Zulia, incluido en la zona binacional, ha sido escenario de escándalos graves: alcaldes detenidos en marzo por vínculos con redes de narcotráfico que operaban desde municipios limítrofes con Colombia, como Catatumbo y Maracaibo, sirviendo de plataforma logística para exportar cocaína.
Organizaciones como InSight Crime y la Fundación Ideas para la Paz han documentado cómo en estas zonas hay una gobernanza criminal donde bandas y guerrillas administran rutas de contrabando, minería ilegal, tráfico de gasolina y migrantes, con escasa presencia estatal efectiva.
Además, Venezuela ha sido refugio histórico de la guerrilla colombiana. ELN y disidencias de las FARC han mantenido estructuras operativas dentro de su territorio, con bases logísticas que permiten tránsito clandestino hacia Colombia.
De hecho, durante los ataques de Catatumbo de inicio de año, varios informes militares afirmaron que los miembros del ELN cruzaron desde Venezuela hacia Colombia con anuencia del gobierno de Nicolás Maduro, lo que tensó aún más la relación bilateral e impidió la posibilidad del diálogo. Comunidad y ONG han denunciado, incluso, posibles complicidades de algunos cuerpos de seguridad venezolanos en violaciones de derechos humanos y colaboraciones con grupos armados.
Por eso, varios analistas apuntan a que si Colombia quiere la paz en esa zona debe hacerlo con Venezuela y no contra ese país. “No es tan sencillo para este Gobierno decir que corta relaciones. Eso tiene un costo para nosotros. Por un lado, está todo el tema de los 2.200 kilómetros de frontera, por el otro el de garantizar”, explicó entonces a este diario Gerson Arias, investigador de la Fundación Ideas para la Paz (FIP).
Caracas ha actuado como garante logístico desde años atrás, facilitando transporte y recepción de delegaciones, especialmente en el proceso con el ELN, hoy detenidos.
Por eso, tanto la ZUT como el memorando de entendimiento delinean una geografía de la paz. Lo que está en juego no es solo la superposición de territorios, sino la manera en que el Estado redefine su presencia en una de las zonas más complejas del conflicto. Las autoridades parecen apostar por una fórmula mixta con cooperación con un régimen no reconocido oficialmente por el Gobierno Petro, pero al que necesita con frenar a los grupos armados de la zona.
Colombia y Venezuela saben que esa región es un corredor donde confluyen intereses geopolíticos, economías ilegales y redes de poder transnacional.
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