Quien mejor nos puede guiar en un viaje por fuera y por dentro del galeón es la investigadora estadounidense Carla Rahn Phillips, autora del libro El tesoro del San José. Muerte en el mar durante la Guerra de sucesión española, publicado en español en 2010 por Marcial Pons, Ediciones de Historia. Este trabajo, reconocido en círculos académicos, requirió más de 20 años y comenzó gracias a un viaje que la autora hizo a Colombia entre el 21 y 25 de mayo de 1989. Entonces el gobierno de Virgilio Barco, con asesoría del Museo J. Paul Getty, de Los Ángeles, invitó a ocho expertos de todo el mundo, que se reunieron en Bogotá y Cartagena, para “hablar sobre el posible rescate y conservación de un pecio de comienzos del siglo XVIII, que este gobierno esperaba que sirviera como atracción principal de un museo marítimo”. (Contexto: ¿Por qué se declaró desierta la contratación del rescate del naufragio y se convocará una nueva licitación?).
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Ella hizo después un inventario detallado de materiales, a través de los cuales se verificaría la identidad de este galeón como maderos para mástiles con medidas exactas, tablones de pino, ocho anclas, “dos linternas de toldilla muy curiosas y bien doradas, colgadas en la parte externa de la popa”, 64 cañones de bronce y 18 linternas. Esta información, que incluye procedimientos científicos específicos, fue utilizada por el gobierno de Juan Manuel Santos a la hora de verificar la identidad del naufragio en 2015. (Más: Así fue el histórico hallazgo del Galeón San José).
En ese libro se cita a Gabriel García Márquez y su novela El amor en los tiempos del cólera, para aclarar que lo que se lee en la novela del Nobel de Literatura colombiano es cierto en fecha y hecho, pero falso en lo demás, pues ayudó a construir un imaginario de que “el San José transportaba cantidades ingentes de oro, plata y otros tesoros, destinados al gobierno de los Borbones en Madrid”. Un tesoro avaluado en diez mil millones de dólares, se ha llegado a especular en los debates en el Congreso colombiano. Según la investigadora, una tercera parte de los bienes cargados correspondían al impuesto a las riquezas saqueadas del Nuevo Mundo llamado “quinto real”, así como lo correspondiente a multas, condenas e impuestos menores. El resto de la carga era de comerciantes y de la Iglesia católica, que cobraba “impuestos eclesiásticos”.
El 20 de mayo de 1708 se hizo “una cuidadosa contabilidad, en la que se daba cuenta de cada maravedí, y que estaba escrita en siete folios y medio”. El total recaudado, según carta al rey, ya totalizaba 1′551.609 pesos y 7 reales, que iban a ser subidos en partes iguales al San José y al San Joaquín junto con otros “envíos privados” verificados por el maestre de plata. Para la investigadora Carla Rahn Phillips “es posible que se cargara una cantidad considerable de tesoros de contrabando… Según la leyenda, la flota de Tierra Firme planeaba volver a España transportando un cargamento sin precedentes de lingotes y otros tesoros, la mayoría de ellos de forma ilícita”.
Investigadores como López Morelo demostrarían, que además de lo declarado a la Corona, traía donaciones “a Su Majestad que Dios guarde” de Santa Fe, Mompox y del clero de Cartagena, habían subido cajas y bolsas con esmeraldas, alhajas y perlas, más oro y plata sin acuñar, lo que “añadía al tesoro una desconocida cantidad… potencialmente sustanciosa”. Los cerca de diez sobrevivientes dijeron que allí se transportaban siete millones de pesos en plata y oro, sin sumar lo escondido por los pasajeros que podía duplicar el tesoro. Rahn Phillips insiste hasta en la “sobrevaloración de la carga”.
Subamos entonces a la nave colonial, hundida por los ingleses el 8 de junio de 1708 en inmediaciones de las Islas del Rosario. La señora Rahn Phillips pinta casi como héroes a los tripulantes en cabeza de José Fernández de Santillán, conde de Casa Alegre y comandante del San José, cuando en realidad se trataba de oportunistas que querían capitalizar el ocaso de la llamada Carrera de Indias, posando de servidores de la Corona, pero en el fondo movidos por el deseo de reconocimiento y, sobre todo, por el ansia de riqueza fácil a costa de la indefensión e ingenuidad de los americanos. Eran “burócratas” capaces de cualquier cosa con tal de ganar más poder con la ayuda de marineros y soldados, la mayoría con las peores hojas de vida, incluso delincuentes, obligados así a redimir sus penas. Aquellos viajes trasatlánticos demandaban valentía por el riesgo del naufragio y la falta de instrumentos precisos para la navegación marítima, pero no exculpan los atropellos que estos personajes cometían una vez pisaban suelo americano, desde violaciones de todo tipo hasta robos, para luego embarcarse de regreso y ser recibidos como titanes dignos de nuevo reconocimiento social.
El San José había entrado al servicio de la Corona española desde 1698 y participó en patrullajes y batallas en aguas del Mediterráneo antes de ser elegido para la travesía hacia Cartagena de Indias en 1706, en calidad de navío capitana de la flota de Tierra Firme. Rahn Phillips lo describe así: “Las estructuras elevadas de la popa, así como el espolón y las estructuras inferiores de la proa conferían al galeón cierto perfil de luna creciente sobre el agua. Normalmente, el galeón tenía un bauprés y tres mástiles: un trinquete y un palo mayor, cada uno con al menos dos velas mayores, y un palo de mesana”.
Superaba las mil toneladas de capacidad de carga al igual que su hermano gemelo, el San Joaquín. Se le bautizó San José porque “el padre terrenal de Jesucristo era objeto de mucha devoción en España… y fue nombrado su protector oficial en 1679”. En su armado participaron “los maestros del arte de la navegación y la cosmografía”, guiados por matemáticos y carpinteros que recibían en astilleros como el de Sevilla materiales venidos de todas partes, según el español Fernando Serrano Mangas en su libro Los Galeones de la Carrera de Indias 1650-1700: mástiles y velas de Moscovia; alquitrán, tela y brea de Holanda, árboles cortados en menguante en Suecia, Noruega, Dinamarca, los Pirineos y los bosques de Navarra y Aragón. Para fundir el bronce de los cañones se importaba cobre de Hungría, Cuba y Caracas, que se fusionaba con estaño inglés. La artillería, cañones o “bocas de fuego” para proyectiles de 10 o 18 libras, era marcada en alto relieve.
¿Cómo se vivía a bordo? Con base en las normas estipuladas por la Corona y consignadas en el Libro IX, Título XXX, “De las Armadas y Flotas”: “Ley primera: Establecemos y mandamos que cada año vayan a las Indias dos Flotas, y una Armada Real como se ordena… una Flota a la Nueva España y la otra a Tierrafirme, y la Armada Real para que vaya y vuelva haciéndoles escolta y guarda, y lo fea de aquella Carrera y navegación, y traiga el tesoro nuestro... con las fuerzas necesarias para defender las Naos y Vageles, y castigar a los enemigos y piratas”, recurriendo, incluso, a “niños desamparados de la ciudad de Sevilla”, que eran recogidos, criados y enseñados.
En el naufragio se ahogaron cerca de 600 personas como estas: tripulantes oficiales, desde maestre, contramaestre y pilotos hasta marineros, lombarderos, grumetes y pajes, que recibían sueldos según el tonelaje que cada nave transportara después de ser sometida a arqueamiento. Había 25 infantes y 18 marineros por cada 100 toneladas. Para embarcar se daba prioridad a “la gente de Mar y Guerra”, encargada de oficios como oficiales de carpintería de ribera y de calafatería (mínimo dos), para el mantenimiento del casco; un médico (Juan Silva Manzano, el del San José, con sueldo de 660 reales mes ); un cirujano mayor (fray Clementi Cazón, de la Orden de San Juan de Dios, con 200 reales mes); un boticario (Juan Bautista de Castro, con 80 reales mes); un veedor (Juan de Andrés Hordas, con 613 reales al mes por velar por los intereses de la Corona y la Casa de la Contratación); un escribano o notario real (Diego Luque Obregón, con 88 reales mes); un alguacil real (Juan Félix Carlos de Ulloa, con 88 reales mes), y “Hermanos del Hospital”, barberos, el tonelero, que cuidaba las pipas de agua y vino.
Se incluía al menos uno de los “caballeros entretenidos”, descendientes de familias nobles con espíritu aventurero y licencia para navegar a cuenta del rey con sueldo de 50 escudos al mes, diez más que un capitán de Mar y Guerra, como el del San José, Sebastián de Xijón. Tampoco podía faltar un capellán letrado de las órdenes de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y la Compañía de Jesús de Sevilla, Jerez y Sanlúcar (José de Belmori, en este caso), con el doble del sueldo de un artillero y el doble de los que ganaban los que se quedaban en tierra, comprometido a mantener la fe católica, “administrar los Santos Sacramentos a los mareantes”, en especial a que toda persona a bordo asista a misa, se confiese, comulgue y “viva cristianamente” para que no incurra en malos pensamientos o fraude. “Mandamos, que no pueda ir ni venir ningún navío suelto con mercaderías… ni que traiga de allá oro, plata, perlas, ni otras mercaderías, ni géneros… si no fuere con licencia nuestra”. Si alguno incumplía, le retenían el sueldo y la ración de comida antes de ser juzgado.
Según la investigación “Asistencia espiritual en las flotas de Indias”, de Concepción Hernández-Díaz, la orden cubría a religiosos y clérigos para que no llevaran “cajas ni alcancías para limosnas sin expresa licencia nuestra” y depositaran fianza “a fin de asegurar su vuelta” a España. Se embarcaban “en nombre de la Santísima Trinidad” y una vez llegaban a América daban “infinitas gracias a Dios” y “decían cantada la Salve Regina, con otras coplas y prosas devotas”.
No faltaba quien supiera leer y cargara un libro, pero las “ordenanzas del océano” prohibían las novelas de amor o de caballería, como El Quijote, el Amadís y La Celestina, al igual que los textos de magia y adivinaciones. Ante esto la orden era orar para “frenar la libertad de los vicios con esta medicina del alma”. Las Disquisiciones náuticas de Cesáreo Fernández Duro hablan de la práctica de “la misa seca o misa náutica”, que muchas veces era suspendida “por la poca estabilidad de los navíos”.
Había un oratorio con “una cruz de madera y un atril de lo mismo y dos faroles y dicha capilla con su cerradura y llave”. La lista de ornamentos, guardados en una caja de madera de castaño con su cerradura y llave, incluía albas de Bretaña con sus encajes, casullas de raso de flores a dos haces color de fuego y perla guarnecida con fleco de seda de dichos colores, sotanas, sobrepellices de Cambray, toallas, paños de cáliz, pectorales de plata, síngulos, manipulos, estolas, bandas de seda, campanillas, manteles (dos nuevos y dos viejos), candeleros, vinajeras, hostiario de caja de lata, misal, caldereta de agua bendita, platillo de estaño, relicario y caja para pedir limosna.
Los generales y sus gentilhombres nombraban guardianes, buzos (el buzo mayor del San José era conocido como Juan Pedro y recibía 220 reales al mes por lanzarse al agua para detectar posibles daños en el casco del barco y repararlos con planchas de plomo y lona alquitranada sobre los agujeros), alguaciles de agua (el bien más preciado a bordo, que se repartía en orden de importancia sin importar si algún pasajero extra estaba muriendo de sed), encargados de los quintales de pólvora y las “pelotas de tiro, de hierro y de piedra”. Y claro, los combatientes expertos en municiones, plomo y el uso de lanzones de Viscaya.
Cada galeón debía transportar, aparte de chuzos y medias picas, al menos cuatro docenas de alabardas, armas con puntas de lanza. Como al San José le tocó época de guerra declarada, Rahn Phillips asegura que “la suma de los soldados y los artilleros representaba más de la mitad de los hombres de a bordo”. Para darles ánimo llevaban a un flautista o un gaitero y, a veces, intérpretes de la chirimía, con órdenes de no cesar en la interpretación, así fuera “entre el rugir del mar y el estrépito de los cañones durante la batalla”.
La historiadora recrea los combates: “El ruido, el humo y el calor que provenían de los grandes cañones durante las batallas transformaban las cubiertas donde éstos se encontraban en una especie de infierno, especialmente en verano. A ello se añadía la desafortunada propensión de las piezas de artillería a explotar de vez en cuando”. Había 64 piezas de artillería de bronce (62 cañones y dos morteros), 79 artilleros a bordo, un armero y un asistente, y ganaban seis ducados mensuales, algo más que el valor de seis escudos. Venían 69 piezas de artillería de hierro en la bodega como lastre. Era la zona de 25 oficiales y 168 marineros, grumetes y pajes, de entre 8 y 18 años de edad y del Colegio Seminario San Telmo de Sevilla.
Cuenta José Luis Martínez en el libro Cruzar el Atlántico. Pasajeros de Indias. Viajes trasatlánticos en el siglo XVI, que cada travesía era hazaña y martirio. A lo largo de dos o tres meses dependían de la experiencia de la tripulación, que en el caso del San José no incluía a comandantes que hubieran atravesado el Atlántico, a excepción del almirante Miguel Agustín de Villanueva como segunda autoridad de la flota en cabeza del San José. En los puestos de mando se les dio prioridad a los inversionistas que mejor se congraciaran con la Corona. El destino de todos estaba encomendado a Dios, a la Virgen y a los 32 rumbos de los que informaba la rosa náutica, así como de las pistas que daban la brújula y los astrolabios medievales para seguir los movimientos de los astros.
La vida bajo las velas y los designios de los vientos normales y galernos era deplorable. Había literas para la tripulación, mientras la mayoría de la gente dormía en el piso y hacinada. La comida era salada, abundaban los sedientos que soportaban días de frío intenso o calor sofocante. No se disponía de agua para baño diario, la gente orinaba o hacía deposiciones por la borda. Adentro el mareo causaba vómitos, no eran expulsadas todas las aguas negras y los malos olores se intensificaban con los de animales vivos y muertos, pues se subían mínimo ocho carneros y 80 pollos, y hasta caballos. Este clima de desaseo generaba plagas de piojos y chinches, sin que faltaran ratones y cucarachas.
La oficialidad y los comerciantes tenían acceso a otro ambiente: “Una carroza nueva de damasco carmesí para la falúa de dicho Señor general con siete cortinas, asiento y respaldes de bancos de la popa, las dos de ellas; y un estandartillo de dicho damasco pintadas, y doradas por ambas haces las armas Reales y las de dicho señor general guarnecidas de flucco de seda, a la mares, y botones de lo mismo, borlas y cordones del estandartillo todo de seda carmesí; a toda costa con sus anillos de bronce las cortinas y otra carroza de encerado verde para sobre la dicha de damasco forrada en holandilla”.
Junto con cuatro anclas, el galeón cargaba mercancías de productores de Sevilla para ser vendidas en Cartagena y la feria de Portobelo (Panamá). En el inventario figuran sidra fermentada para beber, bizcochos, alquitrán, mercurio para usar en las minas, cable, lonas, aceite de linaza, agujas de coser, botones dorados, pieles de tambor de repuesto, clavos, papel y faroles para la santabárbara, que era el depósito de explosivos.
El mayor temor de una monarquía en época de vacas flacas era el contrabando. Historiadores conservadores hablan de un modesto 20 %. Pero Serrano Mangas controvierte: “Los navíos se adaptaban para el contrabando en gran escala; y no unos pocos, sino caso todos, a pesar de resultar muy peligroso porque con viento o mar picada, si la nave iba abarrotada, las velas no regían bien”. Los tripulantes, desde almirantes hasta clérigos, subían metales fundidos ocultos entre frutas, ropa interior y hasta quesos, o los escondían en todo tipo de huecos y doble fondos. La “codicia ciega” recorría el Nuevo Mundo y terminaba de lastre de los galeones. Fue el pecado que también llevó a los ingleses a interceptar al San José cuando regresaba cargado desde Portobelo y terminó hundido a 600 metros de profundidad hasta que el próximo gobierno decida quién lo subirá a la superficie.
* Editor dominical y escritor. Esta es una versión de un capítulo del libro “El galeón San José y otros tesoros”, en librerías bajo el sello editorial Aguilar.