En San José de Uré, durante los meses de octubre y noviembre, el miedo se llena de agua. Todas las familias, en especial aquellas que viven al lado de la quebrada de Uré, se mantienen en estado de alerta. El resto del año el miedo se llena de otras cosas. Ana Judith, una mujer negra cuyos ojos brillan como círculos de plata, raya un coco en la sala de su casa, ubicada en el barrio Rabolargo, específicamente, a orillas de la quebrada. Afuera, las nubes grises oscurecen la mañana. El viento trae noticias con olor a lluvia. Ana, divide su atención entre el afrecho blanco que va multiplicándose dentro sus manos y el comportamiento del agua. Teme que ocurra una creciente súbita que inunde y arrastre todo a su paso, lo que en su pueblo llaman barrejobo.
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Ubicado al suroriente del departamento de Córdoba, San José de Uré es un municipio de la región del Alto San Jorge, que resalta por su diversidad cultural, principalmente por la presencia de indígenas emberas y comunidades negras. Además de su riqueza hídrica por tener dentro de su jurisdicción parte del Parque Natural Nudo del Paramillo, bio-escenario donde nacen la quebrada de Uré y otros cuerpos de agua como el río San Jorge. Habitado en sus inicios por cimarrones que venían huyendo de la esclavitud en las minas de oro del norte de Antioquía, Uré es también un Palenque donde el vínculo con la africanidad se manifiesta en las texturas de la cultura material e inmaterial. La imbricación del racismo estructural y el conflicto armado que ha venido reciclándose a través de los años, ha efectuado que el dolor y el miedo sean elementos centrales en la genealogía de este espacio vital.
Diseccionar la memoria y escurrir su centro acuoso. El aroma del coco mezclándose con leche y azúcar invade ahora toda la casa. La brisa trae el olor de la lluvia que aún no cae y el frío toca la piel erizándola. Ana, mientras prepara unas cocadas que le han encargado para un evento, comenta que su madre también temía que la casa fuera devorada por una inundación repentina. En Uré los miedos se filtran de una generación a otra. A sus sesenta y cuatro años, sigue ejerciendo el rol de maestra ancestral, practicando la tuna -baile tradicional afrouresano- y viajando por toda Córdoba, visibilizando la cultura negra palenquera de un pueblo que durante décadas ha cargado con el estigma de ser un lugar peligroso.
El sol se asoma con miedo y la mañana comienza perezosa. Las mujeres que madrugaron para lavar la ropa y desocuparse temprano reclaman el calor. En la mirada de los perros se dibuja el hambre, los gatos se estiran y vigilan todo aquello que se mueve en el aire. Los niños beben café con pan en las terrazas en tanto que ven a sus madres barrer la calle y hablar con las vecinas. Los hombres calzados con botas de caucho salen a trabajar a las minas de oro montados en sus motos. Esposas y madres los despiden con una bendición. Ellos llevan en las manos la misión de lavar el hambre. Una mujer canosa bebe a sorbos una aromática de toronjil y comenta a las demás que anoche el gallo no dejaba de cantar. El grupo lo interpreta como una señal de muerte. A todas les preocupa que estén aumentado los casos de mineros sepultados debajo los derrumbes de tierra.
También se rumora que la guerrilla del Ejército Nacional de Liberación (ELN) está entrando a las zonas rurales del municipio para quitarle el control de las minas de extracción criminal de oro que controla el Ejército Gaitanista de Colombia (EGC) o Clan del Golfo. Luego, dirigen la conversación hacia el estado de ánimo de la quebrada. “Hoy la quebrada está contenta, amaneció limpia”. “Ojalá caliente el sol para irme a bañar en la tarde”. “La última vez que me bañé en la quebrada me dio una rasquiña”. Se despiden diciendo que van a preparar el almuerzo.
A varios metros de allí, Katia camina rumbo a la quebrada. Lleva consigo un libro de autoayuda. Va con ropa ligera: una camisilla, pantalones cortos y chancletas. Atraviesa el mercado donde se exponen cadáveres de animales: cabezas de cerdo, costillas de vacas, pescados llenos de sal. Reparte saludos rápidos, no quiere detenerse a hablar con nadie. Llega a la panadería y compra un café. Se dirige hacia la iglesia y mira atenta los pájaros que cantan en el campanario. Desvía los pasos hacia el puente por donde pasan las motos llenas de canastas de cerveza. Los negocios de la orilla de la quebrada se preparan para recibir a los turistas y locales que utilizan el sábado para tomar alcohol, escuchar música y bañarse. Al llegar a la orilla se sienta sobre las piedras redondas y sumerge los pies en el agua.
“Cuando el corazón se me convierte en un laberinto me sumerjo completa en la quebrada, luego salgo y veo todo más claro. Los problemas se los lleva el agua. Es muy difícil hablar de tus emociones en este palenque. Uré es un pueblo muy conservador. Por eso la mejor terapia para mí es bañarme, gritar y llorar mientras el agua lava el dolor”. Katia trabaja en un Centro de Desarrollo Infantil educando a niños y niñas de lunes a viernes. También es lideresa cultural y verseadora, acompañando a las maestras ancestrales en festividades tradicionales como el corpus christi, donde se llevan a cabo las danzas africanas del diablo, la hueva y cucamba. En el cielo las nubes grises se acumulan en un rincón del horizonte. El agua corre siguiendo el camino de siempre, chocando contra las piedras, existiendo en su cotidianidad. Los ojos de Katia van del libro al paisaje que la rodea buscando rastros de malicia.
En San José de Uré se utiliza la palabra malicia para señalar las acechanzas de la violencia sociopolítica. El término solía ser usado para avisar sobre la posibilidad de una incursión guerrillera o las acciones de grupos paramilitares. Actualmente se emplea para referirse a la presencia de personas extrañas o situaciones que advierten una tragedia como un asesinato selectivo o una masacre. Es una forma estratégica de nombrar el mal y el peligro cuando no se puede decir directamente. Pero incluso este término se extiende hacia el agua, ya que, en Uré, cuando hay señales de que se viene un barrejobo la gente suele decir “la quebrada está maliciosa”.
Katia se cansa de leer y se acuesta sobre las piedras más planas. Cierra los ojos y pregunta: “¿Será que hoy llueve?”. Abre los ojos, se levanta y lleva las manos hacia el agua. Del otro lado de la quebrada una niña y un perro persiguen dos gallinas que se han escapado del patio. Sigue tocando el agua como si quisiera entregarle algo a la quebrada. Emite un grito fuerte. La niña y el perro se asustan y pierden nuevamente a las gallinas. Katia sumerge el rostro en el agua fría y se devuelve a casa a preparar el almuerzo.
En el barrio Salida a Tarazá, llamado así por su ubicación sobre la vía que conecta a Uré con el Bajo Cauca antioqueño, las mujeres tienen adiestrado el oído para escuchar el estruendo del barrejobo cuando viene bajando por las montañas. Al estar ubicado en una zona estratégica, las familias que viven allí han visto entrar y salir a todos los actores del conflicto bajando con sus pesadas armas. Varios habitantes recuerdan la vez que un grupo de paramilitares, al mando de Ramiro Cuco Vanoy, ex comandante del Bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), pasó disparando contra el ejército y las casas. Al acabarse el enfrentamiento, las personas salieron a recoger las balas. Unos hicieron collares, otros las guardaron como recuerdo. Los niños a escondidas de sus padres las tiraban al fuego para ver si explotaban.
En este barrio vive Rosa, la comandante de la estación de bomberos de San José de Uré, quien desde su rol se enfrenta de manera distinta a los barrejobos. “En mi rostro siempre hay una sonrisa aun cuando la sangre me esté hirviendo de rabia”, dice soltando una carcajada. Sentada en el patio bajo la sombra de un árbol de cacao explica que las inundaciones en el pueblo se deben al crecimiento de las quebradas La Barrigona y San Antonio, ambas afluentes de la quebrada de Uré. Las personas que integran el cuerpo de bomberos son las primeras en enterarse que viene bajando un barrejobo, pues las familias que viven en la zona rural avisan vía telefónica y la noticia se riega como agua derramada. Entonces la iglesia comienza a sonar las campanas, las personas salen a gritar por las calles: “barrejobo” y los bomberos a evacuar a las familias de sus casas.
“Yo como bombera no le tengo miedo directamente a los barrejobos porque mi casa y la de mi madre quedan en Salida a Tarazá, es decir, lejos de la quebrada. Pero las personas que viven a orilla de la quebrada siempre tienen miedo, especialmente para estos meses de octubre y noviembre. Yo a lo que sí le tengo miedo son a las culebras y al fango que deja el barrejobo en las calles del pueblo y dentro de las casas”.
Cuando el agua se escurre y la corriente vuelve a su cauce, los bomberos con ayuda de la comunidad salen a barrer las calles llenas de lodo. Las personas vuelven a sus casas a rescatar electrodomésticos, ropa y utensilios. Se enfrentan con tristeza a la suciedad viscosa que se adhiere a los objetos. No siempre el agua limpia. Rosa se levanta de la silla y pregunta por la hora. En las casas de los al redores suenan las ollas de presión y el chisporroteo de los calderos llenos de aceite caliente. El paisaje es ahora olor. Mote de ñame con chicharrón, arroz de coco, patacones de papoche, pescado frito y sopas de hueso salado. “Once y quince” le responde su hermana, quien recoge la ropa tendida en el alambre ante la amenaza de una posible lluvia. Rosa, asombrada por la hora, le pide a su hijo que vaya a la tienda a comprar zanahoria y cebolla. Veloz se dirige a la cocina y comienza a limpiar con limón el pollo que había dejado descongelando toda la mañana.
En cambio, Doña Cuni, la mamá de Rosa, ya tiene el almuerzo listo desde las once. En un mismo perímetro viven tres hermanas en sus respectivas casas y la matrona vive en el centro. Cada una hace su comida, pero ninguna de ellas ha perdido la costumbre de ir a comer a la casa materna. Rosa está embarazada y aún desconoce el sexo de su bebé. En el techo de zinc comienzan a escucharse las primeras gotas de lluvia. Pronto llegará su marido de la mina de oro, cansado y con hambre.
La vulnerabilidad es una de las condiciones que define la relación de los uresanos con la quebrada, especialmente de aquellos que habitan en la orilla. Sin embargo, las afectaciones por desastres hidrológicos tienen un carácter diferencial. El agua no moja a todos por igual. Muchos en el pueblo consideran que María Eva, una anciana de ochenta y seis años, es la persona más vulnerable de todas las familias que residen al lado de la quebrada. Siendo adolescente llegó a Uré después de pasar una larga temporada en un orfanato a causa de la muerte de su madre. Allí se radicó con su padre, quien murió cuando tenía quince años. Aunque no nació en el palenque se declara uresana ante el mundo.
“Dos veces la quebrada me ha dejado sin casa. La primera vez estaba lloviendo y de repente se vino un barrejobo, no dio tiempo de sacar nada, solo nosotros pudimos salir. Recuerdo que esa casa era de palitos forrada con papel periódico y techo de palma. La segunda vez estaba colgando ropa en el patio cuando se vino sin avisar el agua, me salvé porque un muchacho que había recogido de la calle me agarró de la mano y me jaló hacia un lugar seguro. Ambas casas las construí trabajando en cantinas”.
María Eva nunca tuvo hijos, pero crio a varios niños abandonados. “Las prostitutas se iban del pueblo, les dejaban a sus hijos y nunca regresaban por ellos. Se ha dedicado gran parte de su vida a recoger a gente desamparada”, comenta una amiga suya. La fachada de su casa está cubierta por una espesa vegetación: plantas ornamentales, curativas y espirituales. “Aquí vivo prácticamente sola, porque los dos muchachos que adopté no pasan en casa. Uno pasa bebiendo ron y el otro trabajando” comenta acariciándose las piernas para que no se le entumezcan los huesos. En el marco de la puerta principal, que da acceso a la sala, tiene un cristo de yeso sin brazos que funciona, según ella, como amuleto contra la furia de la naturaleza. Mantiene sentada en la terraza con un bastón en una mano y un pedazo de cartón en la otra para espantar los mosquitos. Observa desde ahí los movimientos del mundo y responde a los saludos de rostros que no alcanza a reconocer.
Tres de la tarde y el sol continúa tibio. Las calles del pueblo se van llenando de carros que vienen de otros pueblos a disfrutar del paisaje acuoso del palenque. Los niños van de un lado para otro persiguiéndose, nadando, habitando la felicidad. Jóvenes y adultos beben cervezas y cantan vallenatos. En la orilla los vendedores de mango, patacones y helados atienden el hambre que produce el agua. En el ambiente suena “olvídala, mejor olvídala, arráncala de ti, ya tiene otro amor” del Binomio de Oro en América. María Eva le habla con ternura a sus loros y estos le responden en lengua de pájaros, aleteando dentro sus jaulas o caminando de una rama a otra. Tiene una tienda pequeña donde vende confites, papas fritas y gaseosas: chucherías que le permiten conseguir unos pesos para comprar fósforos, arroz, café, azúcar y sal. Un niño descamisado llega a comprar una menta con una moneda de cien pesos. María le responde: “Entra y cógela. Cuidado que tengo ojos por todos lados”. El niño, tímido, entra a la sala, toma el confite y luego sale mostrando sus manos. A pesar de que su casa ha sido destruida dos veces por la creciente súbita, ella se resiste a salir de ahí, incluso, cuando su vida corre el riesgo de también ser borrada.
“…Dos veces la quebrada me dejó sin ropa. Ella es experta desnudando. Cuando ocurre un barrejobo el agua me llega a la cintura. Yo cuando veo que el agua está subiendo de nivel me monto arriba de esa troja con mis loros a ver el agua pasar. El muchacho que vive conmigo me ayuda a sacar las cosas más pesadas. La gente me pregunta que si acaso no le tengo miedo a la quebrada. Antes sí le tenía miedo, ahora le tengo es rabia. A lo único que le tengo miedo es la ira de Dios y a la escasez de los hombres. No me imagino un mundo sin varones, y aunque no lo crean, a mi edad todavía las mujeres nos enamoramos…”
Por su parte, Ana Judith sí le tiene miedo a la quebrada. Cada vez que ocurre un barrejobo el agua entra a su casa sin pedir permiso. Accede por el patio, entra a la cocina, luego al cuarto, ningún rincón queda sin mojar. Durante horas el agua se hace huésped. Los colchones se alzan, los escaparates se montan sobre las mesas, la nevera sale a la calle. La tarde avanza empujada por el viento frío. Ana ya tiene todas las cocadas empacadas en papelitos, listas para entregar. Se asoma a la calle y mira el cielo como si le preguntara algo a las nubes. Saca una mano para fijarse si aún sigue serenando. Luego, se dirige al patio donde sus matas de ruda, albahaca morada y altamisa posan vestidas de gotas. Ana deja los ojos en la quebrada, su relación con el agua se funda en la vigilancia. Enmudece como yéndose a otro tiempo. Al poco tiempo le vuelven las palabras.
Antes no le teníamos miedo al agua porque los patios eran más grandes y la quebrada estaba más retirada. Mamá me enseñó a identificar un barrejobo. Ella me decía: si usted se está bañando o lavando ropa en la quebrada y arriba hay un tiempo oscuro y el agua está caliente por debajo y fría por arriba, salga corriendo porque la creciente viene. En las piedras se da uno cuenta si el agua está subiendo por la marca que va dejando el mojado. Si la flor de la bajagua se cierra, salgase porque viene fuerte la creciente. Si usted ve que el agua limpia le está huyendo a la sucia, corra porque se viene el peligro”.
Cinco de la tarde. El flujo vehicular del pueblo comienza a disminuir. Los foráneos se retiran con la piel arrugada de tanto bañarse. Algunos, antes de montarse en el bus, posan al lado de las letras coloridas que dicen San José de Uré. La iglesia comienza a rodearse de los carros de comida: chuzos, pizzas y arepas de queso con leche condensada. Una señora paisa pregunta a los vendedores por qué la iglesia está cerrada un día como el sábado, cuando llegan los turistas. Adentro, la estatua de San José permanece inmóvil dentro de la penumbra sacra. “Cuando el barrejobo es muy fuerte bajan al santo para lavarle los pies dentro de la creciente, entonces el agua se recoge milagrosamente” explica Ana Judith.
Los saberes mágico-religiosos han sido fundamentales en el Palenque de Uré para resistir a todos los rostros de la violencia: desde la esclavitud hasta el crimen organizado contemporáneo. Una vecina aprovecha que ha escampado para llevar a su hijo donde Rosa, quien además de ser bombera santigua y conoce los secretos del mundo de la adivinación. La criatura de solo cinco meses tiene mal de ojo. Rosa sale a buscar hojas de toronjil al jardín para santiguar al enfermo. Cuando la madre sostiene a su hijo, Rosa realiza varios movimientos en el aire en forma de cruz. De repente truena y comienza a llover, esta vez con mayor intensidad. La mujer se sienta en una silla, se saca una teta y comienza a amamantar al bebé en lo que espera que vuelva a escampar.
La noche llega y la música encapsula el centro del pueblo. El cielo en apariencia ha terminado de escurrirse. Los jóvenes salen en sus motos a toda velocidad, esquivando a los transeúntes. El sábado es el día favorito para tomar alcohol en San José de Uré. Los trabajadores de las minas de oro y fincas gastan parte de lo ganado en la semana comprando cervezas y aguardiente. En su casa, Katia continúa leyendo y bebiendo café. De vez en cuando extiende la mano para acariciar a su perro. Bosteza.
“Muchos hombres que he conocido son de cartón. Un cartón lo metes en el agua y no sirve para nada. En este municipio hay hombres que no hacen nada y las mujeres son las que trabajan. Se dan el lujo de tener en el pueblo hasta tres mujeres. Cambiando de tema, porque no quiero estresarme, yo tengo algo claro: y es que Uré sin la quebrada no es nada, y la quebrada sin Uré puede seguir siendo quebrada y hasta estaría mejor”.
Once de la noche. El cielo vuelve a llenarse de nubes cargadas de agua. Dentro de los bares la gente se apilona bailando corridos mexicanos y merengues. Los borrachos en la calle se olvidan de esquivar los charcos. El exceso como síntoma de la fiesta comienza a poseer los cuerpos. Algunas parejas bajan hasta la orilla buscando un escondite para el amor, sin importarle ningún tipo de peligro. Mientras tanto, en la intimidad de su cuarto, María Eva no puede conciliar el sueño. Tiene hambre porque se acostó sin comer, y se acostó sin comer porque no tenía dinero. Se mueve de un lado para otro en su cama de tablas crujientes. Decide levantarse y llevar su cuerpo cansado hasta el patio. Los relámpagos iluminan la quebrada. El agua se mueve con un oleaje, parece un caballo saltando. María Eva se asusta. Ella sabe que ese movimiento es otro síntoma de barrejobo como le enseñaron las mujeres negras del palenque. Rápida entra a su casa. Amarra las sillas, recoge a los loros, saca la ropa del escaparate y la mete en una bolsa. Toma su cartera y revisa que adentro esté la cédula. Va a la cocina, pero recuerda que ahí no hay nada que perder. Sale a la terraza. Los hombres de la casa no están. Afuera, la vida continúa normal. Se sienta a esperar, entre la resignación y la ira, a ver qué llega primero: si la catástrofe o el nuevo día.
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