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Don Guillermo Cano en la redacción: director y maestro

Hoy, casi 40 años después de su muerte, el periodista Daniel Jiménez rememora en este texto los días de redacción que disfrutó con don Guillermo Cano Isaza.

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Daniel Jiménez Ángel*, especial para El Espectador
17 de diciembre de 2025 - 04:41 p. m.
Don Guillermo Cano durante una condecoración de la Universidad Central, junto a Jorge Enrique Molina Mariño, rector fundador de la misma, y a Daniel Jiménez, periodista de El Espectador.
Don Guillermo Cano durante una condecoración de la Universidad Central, junto a Jorge Enrique Molina Mariño, rector fundador de la misma, y a Daniel Jiménez, periodista de El Espectador.
Foto: Archivo Particular
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Corrían los primeros días de diciembre de 1986. Un día cualquiera, como solía hacer al llegar al periódico, don Guillermo Cano revisaba su correspondencia cerca del casillero donde el mensajero le depositaba lo suyo —tal como lo hacía con los demás periodistas de la redacción—. Inesperadamente, abrió una carta amenazante de Pablo Escobar en la que le exigía dejar de escribir contra él; de lo contrario, no respondería por las consecuencias.

Don Guillermo, bastante molesto por el mensaje, me invitó a que lo acompañara a su oficina. En el corto trayecto me comentó: “Es que ese senador Pablo Escobar me está amenazando de muerte si el periódico no deja de escribir contra él. Pero que ni se lo crea, porque nosotros no le vamos a entregar el país”.

Aquellas fueron, realmente, sus últimas palabras en las charlas cotidianas que teníamos. Además de escribir y coordinar las noticias regionales, yo me había convertido en su asistente para tareas varias, como contactar a los editorialistas y columnistas, recibir notas para publicar o nombrar corresponsales en todo el país.

No hablamos más del tema. Lastimosamente, llegó el fatídico 17 de diciembre. Hacia las 7:30 de la noche —hora en que acostumbraba salir de la sede del periódico en la Avenida 68 con calle 21 para dirigirse a su casa— se cumplió la orden del extinto narco de acabar con su vida. Ocurrió justo cuando hacía el retorno en su camioneta Subaru, en el semáforo de la Avenida 68, casi frente a El Espectador. Su vehículo terminó estrellado contra un poste de la luz, un testigo mudo que ya desapareció para dar paso a las obras actuales de la avenida.

“Don Guillermo Cano ha fallecido”

Esa noche, el médico salió a dar la triste noticia a los medios: “No obstante los múltiples esfuerzos médicos que se hicieron, don Guillermo Cano ha fallecido”.

La noticia desató el caos en el hospital de la Caja Nacional de Previsión Social en el CAN (donde hoy funciona el Hospital de la Universidad Nacional). Entre familiares, amigos y la multitud de periodistas de prensa, radio y televisión que se agolparon, doña Ana María Busquets, esposa de don Guillermo, me dijo: “Daniel, no quiero hablar con ningún periodista, ¿qué hago?”. Mi respuesta fue inmediata: “Camine, la llevo en mi carro”. Así fue como ella logró eludir a la prensa en ese momento de inmenso dolor.

Hoy, casi 40 años después de su muerte, quiero dejar las cosas tristes a un lado y traer a la memoria los días de redacción que disfruté con don Guillermo Cano. Él no solo nos enseñó el verdadero periodismo, sino que logró que el Ministerio de Educación Nacional nos reconociera como “periodistas profesionales” a varios de los que ya trabajábamos en El Espectador, pues en esa época todavía no existían universidades que ofrecieran la carrera. Bajo su batuta, somos muchos los que nos formamos como periodistas empíricos.

En mi caso particular, cuando hacía mis primeros pinitos, estuve a punto de ser despedido si no hubiera sido porque don Guillermo me salvó. Comenzando a escribir noticias cometí un error de ortografía; al ser detectado por don José “el Mono” Salgar mientras me corregía, le dijo al director: “Hola Guillermo, este muchacho así no nos sirve”. Sin embargo, para mi fortuna, el director le respondió de manera contundente en mi presencia: “No, Mono, a Daniel me lo deja donde lo tengo”.

Cuando don Guillermo se encargaba del cierre de muchas ediciones en la antigua sede de la Avenida Jiménez con carrera 4.ª, se le ocurrió la idea de ofrecernos un incentivo para motivar al personal y lograr que el cierre se hiciera a la hora exigida por el Departamento de Circulación (gerenciado por su hermano, don Alfonso Cano). Nos ofreció un “vale por dos canastas de cerveza y una botella de aguardiente”, que hacíamos efectivo después del turno en un bar situado a espaldas del edificio, por donde se entregaba la prensa a los voceadores.

¿A qué obedecía el cierre tempranero de la edición? A que en ese entonces había una dura competencia con El Tiempo y la prensa debía estar en el aeropuerto antes de la salida del último avión hacia la Costa; quien se quedara del vuelo, perdía la venta. Gracias al acertado equipo de redacción, publicidad y circulación, el periódico alcanzó la preferencia de los lectores y, según estadísticas de don Alfonso Cano (q.e.p.d.), las ventas diarias llegaron a superar el millón de ejemplares.

Don Guillermo Cano y su redacción

Pasando a otro capítulo de la histórica dirección de don Guillermo, es preciso recordar la época del expresidente Carlos Lleras Restrepo. Cuando en el Palacio de San Carlos todavía no existía oficina de prensa, don Guillermo me decía: “Esta noche habla el presidente y tenemos que tomar el discurso por TV a cuatro manos. Usted escribe en la máquina y yo voy corrigiendo”. Él se encargaba de la puntuación mientras el mensajero llevaba cuartilla tras cuartilla al taller. Así se cubrieron las alocuciones presidenciales en múltiples ocasiones, facilitadas por la forma en que hablaba el presidente Lleras: claro, conciso y pausado.

A don Guillermo —muy hincha de nuestro Santafecito— le gustaban los juegos de azar. A su lotero de confianza, a quien bautizó cariñosamente como “Mala Suerte”, le pedía en Navidad que le guardara un billete con los cuatro números iguales. Nunca se ganó el premio mayor, por eso el lotero conservó su bien ganado apodo.

También era aficionado a la hípica. Los días de carreras mandaba sellar varios formularios de apuestas con un método que él llamaba “por descarte”. Consistía en colocar los caballos fijos para ganar en todos los formularios y los demás según los datos de Guillermo “el Mago” Dávila, quien escribía las páginas hípicas. Su afición lo llevó a comprar una yegua alazana que se llamaba Pasto de Oro. Sufría cuando le pronosticaban que el animal ganaría y este perdía; pero celebraba cuando no le daban esperanzas, según los “aprontes” de la semana, y ganaba.

El ajedrez fue otro de los juegos que recibió su apoyo. Les dedicaba páginas completas a los campeonatos nacionales, algo que con el tiempo fue desapareciendo para dar paso casi exclusivamente al fútbol.

Don Guillermo también tenía olfato para los buenos periodistas. Así descubrió a Juan Gossaín Abdala como escritor. Fui testigo de su histórica traída desde San Bernardo del Viento (Córdoba) para vincularlo a la nómina. “Hay un tipo que me envía notas y crónicas desde un pueblito que se llama San Bernardo del Viento, que se me han hecho buenas y me gustaría traerlo al periódico”, me dijo un día.

Muy pronto se cumplió el deseo. Lo comuniqué con Juan, acordaron condiciones y se dieron instrucciones al consignatario en Córdoba para comprarle el pasaje aéreo. Llegó a Bogotá con el típico traje costeño: sandalias, guayabera y pantalón de dril. Lo recibí en el aeropuerto El Dorado en una “chiva”, como llamábamos a los camperos de prensa. Después de conocer a Juan, don Guillermo me dijo: “...¿Y ahora qué hacemos con este hombre que no conoce Bogotá y se puede perder? Por lo pronto hospedémoslo en el Hotel Continental, porque le queda al frente y solo tiene que pasar la calle”. Y así se hizo. Luego me pidió llevarlo a conocer el Congreso. Con el tiempo, Juan se convirtió en el cronista estrella de El Espectador.

María Jimena Duzán fue otra de las firmas descubiertas por don Guillermo. A raíz del fallecimiento de su padre, don Lucio Duzán —quien escribía la columna “Hora Cero”—, el director me pidió citar a María Jimena. Palabras más, palabras menos, le dijo: “Quiero que se encargue de la columna que hacía su papá”. La respuesta fue: “No, Guillermo, ¿yo cómo voy a reemplazar a mi papá?”. A renglón seguido, él insistió: “Haga el intento y yo le ayudo. Busquemos un temita y empiece”. Así nació “Mi hora cero” de María Jimena.

El director también disfrutaba mucho las noticias de los viajes espaciales. Tanto así que, cuando Neil Armstrong pisó el suelo lunar, permitió parar la producción del periódico para que todos los empleados pudiéramos ver el histórico alunizaje.

Son muchos los recuerdos. Fui testigo de primera mano cuando el doctor Jorge Enrique Molina Mariño, rector fundador de la Universidad Central, le otorgó una placa que, en principio, don Guillermo rehusó recibir, pues era poco amigo de las condecoraciones. No obstante, logré convencerlo de ir al acto. El rector me sorprendió invitándome a ser yo quien le entregara la placa, una imagen que quedó guardada para la posteridad.

Vale recordar también que una prioridad del director era tener corresponsales en todas las fronteras del país: La Guajira, Norte de Santander, Nariño, Buenaventura y Leticia. En esta última estaba Roberto Camacho, quien también fue asesinado vilmente por sus denuncias contra el narcotraficante Evaristo Porras.

Para el cierre, una anécdota de su permanente espíritu periodístico. Un día, después de un fuerte temblor en Bogotá, llegó al periódico y al preguntarle cómo le había ido, me dijo en tono jocoso: “Ana María casi me mata”. “¿Por qué?”, le pregunté. “Porque mientras ella sacaba a los chinos [hijos] a la calle, yo me regresaba a la casa a llamar al periódico para avisar que estaba temblando”.

Quiero dar gracias a Dios y a don Guillermo Cano Isaza, porque a su lado logré no solo ser periodista, sino escalar peldaños hasta llegar a ser, después de 30 años, jefe de Información Nacional. Mis días al lado del director forman parte de mi vida en la redacción de este querido diario.

(*) Periodista, editor de Revista Ecoguía. Socio del Círculo de Periodistas de Bogotá-CPB

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Por Daniel Jiménez Ángel*, especial para El Espectador

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