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El país de los ríos imprevisibles (2), por William Ospina

Uno de los ensayos del nuevo libro del escritor tolimense “En busca de la Colombia perdida”, editado por Literatura Random House y que se presentará en la Feria Internacional del Libro de Bogotá el próximo sábado 30 de abril.

William Ospina / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
25 de abril de 2022 - 01:41 p. m.
Río Arauca,  en la frontera con Venezuela.
Río Arauca, en la frontera con Venezuela.
Foto: JOSE VARGAS ESGUERRA; El... - JOSE VARGAS ESGUERRA

No solo tenemos una naturaleza abrumadora de diversidad, sino que nuestra cultura se ha formado en el caldero de las mezclas, las fusiones y los mestizajes. En América no podemos envanecernos de ser completamente originales, porque muchísimas cosas llegaron de afuera: la lengua, la religión, las instituciones, las razas, y hubo que enseñarlas a ser americanas. (Aquí puede leer la primera parte del ensayo de William Ospina sobre los ríos).

En otro tiempo se hablaba de ideas foráneas: no había que pensar ciertas cosas porque eran ideas foráneas. Con ello los poderes querían insinuar, frente a la influencia de ciertas ideas rebeldes, que solo eran válidas las ideas nacidas aquí. Pero quienes predicaban eso nunca lo habían practicado, porque muchas de las cosas que nos constituyen plenamente llegaron de lejos. La raza blanca llegó de Europa, la raza negra llegó de África, y la raza indígena también llegó de lejos, del Asia.

Recuerdo que vi un día, en las montañas de Nepal, cerca de Katmandú, unos maizales y unas mujeres caminando junto a ellos: tuve la sensación de estar viendo maizales colombianos con indígenas del Cauca caminando entre ellos. Pero es que lo que hoy llamamos globalización comenzó hace mucho tiempo. El descubrimiento de América era ya globalización; el primer descubrimiento de América, hace 20.000 años, era globalización; la llegada de Cristo a estas tierras era globalización: un Dios nacido en Belén, en Judea, a orillas del mar Mediterráneo, que se había convertido con los siglos en el Dios del Imperio romano, y llegó a ser el Dios de las naciones de Europa, fue traído por los guerreros y misioneros hasta estas tierras, para convertirse en el Dios de muchos colombianos.

También la lengua que hablamos llegó de muy lejos. Hija del latín y del griego, teñida de árabe y de italiano, aquí se enriqueció con palabras de las lenguas indígenas y con las maneras de otro mundo. Olvidamos que nuestra lengua está llena de palabras que nombran cosas de otros mundos: ruiseñores, cisnes, cerezas, viñedos, castillos, reyes, lobos, góndolas, jabalíes, duques, condes, príncipes, selvas de abetos y de arces, primaveras y otoños, ciudades nevadas, pagodas, pirámides, fiordos, liebres y dromedarios.

Esas cosas les encantaban a los poetas, porque lo lejano, lo improbable y lo imposible tienen su embrujo, y porque fueron cantadas por los antepasados en Europa, en el Mediterráneo, durante mucho tiempo, y se cargaron de prestigio poético. Parecía difícil hablar de algo más poético que un ruiseñor, un castillo, una góndola, un otoño, una liebre, un dromedario. Y hubo poetas, como Guillermo Valencia, que solo les cantaban a los animales si cumplían con el requisito de venir de muy lejos: “De cigüeñas la tímida bandada...”, comenzaba en sus versos, “Y ágil tigre que salta de tupida maleza”, cantaban sus sonetos; “Dos lánguidos camellos de elásticas cervices”, rimaba con tristeza.

En cambio, había aquí muchas cosas para las que esta lengua, elocuente e ilustre, no tenía nombre: guanábanas, iguanas, canoas, jaguares, quetzales, poporos, toches, bohíos, chamanes, piñas, lulos, yarumos, guayacanes, gualandayes, chibchas, uwas, tayronas, nutibaras, paeces, panches, zenúes, anacondas, tapires, manatíes, malocas, el río Sugamuxi, el río Yuma…

La lengua española llegó convencida de que venía solo a enseñar, pero mucho tuvo que aprender para hacerse digna de ser una lengua americana. Aprender a nombrar la pampa y la puna, el país de los guaraníes y el reino de los incas; a recibir el maíz y las papas, el tomate y el chocolate, la yuca y su casabe, las dantas y los chigüiros, hasta que finalmente un poeta, Barba Jacob, se atrevió a cantar: “La piña y la guanábana aroman el camino / y un vino de palmeras aduerme el corazón”.

Descubrimos que las cosas que llegan de afuera tienen que aprender a volverse propias, beber la savia del mundo al que han llegado. Así pasó con la lengua, la religión, la música y las artes, pero no acabamos de ser plenamente conscientes de ello, y nuestra educación, para poder enseñarlo, tiene que aprenderlo. Solo así logrará superar los tremendos y sutiles prejuicios de la tradición colonial, enseñarnos a ser interlocutores orgullosos del mundo, sin complejos ni vanidades.

Curiosamente, cuanto más cultivada e informada pretende ser la gente, más trabajo le cuesta aceptar estos mestizajes y esta complejidad. Había gente que quería ser española a toda costa, a la que el mundo americano le parecía de mal gusto, marginal, inferior. Les parecía, agobiados por una suerte de colonialismo estético, que éramos demasiado indios o demasiado negros para ser bellos; que si nos mirábamos al espejo y no aparecían Aspasia, Friné o el Apolo de Belvedere, no teníamos derecho a existir.

Hasta la naturaleza parecía poco ilustre: los ríos arrastraban demasiado fango. Todavía no había venido Borges a enseñarnos que también estos ríos mulatos, las aguas de un continente en perpetua disolución, son rostros de grandes mitologías. Y algunos le rogaban a Dios que todo se blanqueara, que todo se llenara de trigales y viñedos, que los ríos se volvieran transparentes. Sospecho que soñaban que un día nevara al fin sobre estas montañas, cuando ya estuvieran llenas de castillos y príncipes.

Bueno, en el mundo de los sueños todo eso puede ser lícito y hasta grato, como expresión de la nostalgia de una parte de nuestra cultura. Cuando llegó Rubén Darío, tuvimos la sensación de que no era tan grave cantar a las princesas y a los castillos, si era para hacer un catálogo de todo lo que soñamos y añoramos; pero que no debíamos hacerlo para subordinarnos a un mundo ilustre, sino teniendo claro que, como el mismo Darío lo dijo hace más de un siglo: “Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario, y en el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman”.

El mundo respeta a los que se respetan, admira a los que se identifican con el mundo al que pertenecen; esa es la grandeza de chinos y japoneses, de árabes y egipcios, de mexicanos y brasileños: que no quieren ser otra cosa, ni fingen ser de otra parte, y sienten el orgullo de un mundo. Es conmovedor que Diego Rivera, cuando se proponía pintar a la humanidad, pintara indios mexicanos y no Apolos griegos; que los judíos hayan dicho que si desde el cielo alguien dejara caer una rosa, esa rosa caería en el centro del templo de Jerusalén.

Una comunidad solo se forma cuando unos grupos humanos, por diversos que sean, se reconocen en el mundo al que pertenecen, aprenden a amarlo y a compartirlo, y no gastan sus vidas en despreciarse ni discriminarse unos a otros. Cuando todos nosotros llevamos ya más de cinco siglos viviendo aquí: es asombroso que todavía algunos piensen que los demás no tienen la misma dignidad ni los mismos derechos, que pertenecen a categorías distintas.

Más que en cualquier otra parte, en Colombia se eternizó la condición colonial bajo la especie de un país dividido en estratos y castas, donde mucha gente acepta esa arbitrariedad como una evidencia. Todavía tenemos el imperio de las castas señoriales y las servidumbres, pero conviene no olvidar que después del sistema oprobioso de exclusión del antiguo régimen en Francia vino una revolución que se dedicó a igualar a la sociedad por el procedimiento extremo de cortar cabezas.

Oigo decir sin fin que la educación es la que puede hacer que una sociedad aprenda a convivir en paz, con afecto y prosperidad. Yo coincido en que es así, pero primero tendría que explicar qué entiendo por educación. No entiendo principalmente por educación lo que nos dan los maestros en las escuelas, colegios y universidades. Entiendo, en primer lugar, por educación los ejemplos que recibimos desde la cuna, y los más poderosos son los que nos dan nuestros padres, nuestros dirigentes, quienes nos informan, quienes se sirven de nuestro trabajo, quienes están encargados de protegernos y corregirnos. La educación sería muy fácil si pudiera aplicarse solamente en las aulas. Pero una parte considerable de la educación la han recibido los niños antes de entrar a la escuela, es la que brindan las familias, el entorno social, la memoria, las costumbres, los gobernantes, las autoridades, los políticos con su conducta, los medios de comunicación.

En Colombia, por ejemplo, ciertas respetables instituciones, como el Partido Liberal y el Partido Conservador, educaron a los ciudadanos durante cien años en el odio y la intolerancia: no es difícil comprender por qué la violencia se convirtió en una de las marcas distintivas de nuestra sociedad en el último siglo. La estratificación social y sus correlatos, el menosprecio, la discriminación y la caridad, nos educan en la desigualdad, engendran recelos y tensiones sociales. Muchos empresarios y empleadores educaron al país en el irrespeto por los derechos de los trabajadores, e incluso en la violación de esos derechos, y así se entiende que tanta gente se haya llenado de escepticismo, rebeldía y resentimiento.

Cuando el derecho al trabajo, a la propiedad, la dignidad, la salud y la educación es garantizado en los códigos, pero se niega en la realidad, uno entiende que la gente termine sintiéndose engañada, deje de creer en la necesidad de una comunidad solidaria, y ya solo crea en sus intereses personales o familiares.

Hay maneras de administrar los países que hacen a la gente orgullosa del mundo al que pertenece, cordial con sus conciudadanos y respetuosa de la ley, por eso es indispensable dejar atrás los gobiernos señoriales y de casta. Es urgente que la ley no muestre solo el rostro de la severidad y el castigo, sino que alguna vez muestre el rostro de la generosidad, el respeto y la cordialidad. Y solo podremos lograr que el ciudadano respete la ley, cuando al mismo tiempo logramos que la ley respete al ciudadano. Ese es tal vez el secreto más profundo de la educación; y ese debe ser el desvelo principal de una educación verdadera.

Desde la antigüedad se sabe que las sociedades que necesitan continuamente leyes y más leyes y nuevas leyes son aquellas en las que ya no funcionan las principales normas de vida, que son las costumbres; los principales contratos, que son los de la palabra empeñada por gentes honestas; la principal justicia, que es la que previene el delito brindando a cada ciudadano respeto y oportunidades, no la tardía justicia que solo sabe castigar, casi siempre en vano y a menudo al que no es.

La política no ha alcanzado todavía entre nosotros su alta condición de garante del vivir colectivo, brindando soluciones, previniendo calamidades sociales y orientando las grandes empresas históricas. La falta de una lectura compleja y lúcida de lo que somos como sociedad, la falta de una visión del territorio que nos permita compartirlo y protegerlo, la ausencia de un relato que nos revele nuestro origen común, nuestro parentesco mítico, una leyenda de los orígenes, de las afinidades profundas y de las diferencias fecundas que nos mueven, son sin duda la causa de que seamos tal vez un país, pero no una nación; tal vez una sociedad, pero no una comunidad; sin duda un territorio, pero no todavía una patria.

En ese punto la educación y la política no solo tienen necesidades análogas y tareas compartidas, sino que pueden terminar siendo inútiles la una sin la otra. En ese momento la memoria, las artes, las músicas, la acción compartida, el lenguaje común, los relatos en que convergen las multitudes, con sus talentos, valores y rituales, se convierten en aliados indispensables de la política para los grandes cambios históricos.

La gente quiere una política que se parezca a la vida, y en cambio muchos políticos solo quieren una vida que se parezca a la política. Para que un pueblo se encuentre por fin consigo mismo necesita un relato poderoso que pueda ser compartido y transmitido. Y cada voz tiene que formar parte de ese tejido común, cada relato personal tiene que entrar en el diálogo.

Es un error viejísimo creer que, sin haber cumplido las apasionantes tareas de construcción de una comunidad en la memoria y el afecto, somos ya una red de ciudadanos de los que solo se precisa el voto. Durante mucho tiempo nos han buscado como a votos, no como a ciudadanos, y el pueblo tiene un talento profundo para saber cuándo alguien se le acerca no por el deseo sincero de conocerlo y acompañarlo, sino preparando apenas el zarpazo electoral.

Creo que de lo que se trata no es de mover a los ciudadanos en una determinada dirección, sino de lograr que los ciudadanos se vuelvan, afectuosamente, unos hacia los otros. Solo de allí pueden salir respuestas para todos, soluciones que venzan los miedos y recelos centenarios. Yo creo que Colombia cambiará cuando aprendamos a no reunirnos para algo: cuando aprendamos a reunirnos solo porque queremos estar juntos.

En los momentos fundadores de un mundo, cada voz conoce un secreto y cada destino tiene una clave. Una nación verdadera es el fruto de esa comunidad de necesidades y afectos. Por eso no es ya la hora estadística de las sumas y restas, sino la hora poética de los asombros y encuentros.

Por William Ospina / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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Diana(80499)27 de abril de 2022 - 02:59 a. m.
Qué hermosos artículos, gracias!
Hernán(22184)25 de abril de 2022 - 05:31 p. m.
Maestro, inmensa alegría reencontrar al maestro después de un desvarío. Que carajo, que cuando está lloviendo cualquiera resbala y cae. Estos dos artículos son el levantarse del resbalón y el regalo que nos hace de su poesía y su prosa. Gracias!
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