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A Sebastián de Belalcázar el Cauca se le parecía a Jamaica

Capítulo del libro “El poder de lo invisible. Memorias de solidaridad, humanidad y resistencia”, de la exministra de Cultura Paula Moreno, que explica cómo, por efecto del espíritu esclavista que instituyeron los conquistadores españoles, “la valoración de lo negro y lo indígena se aniquiló” en esa región de Colombia.

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Paula Moreno * / Especial para El Espectador
28 de abril de 2021 - 03:23 p. m.
La estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar (1480-1551) ya había sido derribada por las comunidades indígenas el 16 de septiembre de 2020 en Popayán, capital del departamento del Cauca.
La estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar (1480-1551) ya había sido derribada por las comunidades indígenas el 16 de septiembre de 2020 en Popayán, capital del departamento del Cauca.
Foto: AFP - JULIAN MORENO
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La misma noche en que terminaban las clases semestrales en el colegio, mi mamá y mi tía alistaban las maletas de mis primos Emelías y Patricia, al igual que la mía, para partir desde Bogotá a Santander de Quilichao. Antes de irnos al terminal de transporte aparecían todas las recomendaciones para los dos meses que tendríamos de vacaciones en casa de mi tía Cecilia, la hermana mayor y la matrona de la familia. (Así tumbaron hoy, de nuevo, la escultura de Sebastián de Belalcázar).

Santander de Quilichao es el lugar de mis raíces. El viaje que hacíamos de ida entre Bogotá y Santander, dos veces al año, en junio y antes de la Navidad, era el regreso a casa, a aquel lugar de donde proveníamos mis primos y yo. Así hubiéramos nacido en Bogotá, Santander estaba presente todo el tiempo con algo de nostalgia por mi tía Nidia y mi mamá, que habían llegado en los años sesenta a la ciudad. Siempre partíamos de noche, por lo que solíamos despertar en el bus ocho o nueve horas después, justo cuando el amanecer despuntaba y el paisaje se había convertido en un valle lleno de verde y cañaduzales, con la cordillera de fondo que yo contemplaba desde la ventana del transporte intermunicipal.

Entonces nos sentíamos plenos. Sentíamos que ese verde anunciaba otro aire, y con ello más vida y libertad. Quilichao es una población de ochenta mil habitantes, ubicado a cincuenta kilómetros de Cali, que fue denominada en 1543 como la Jamaica de los Quilichaos luego de que uno de los conquistadores españoles, Sebastián de Belalcázar, la comparara con la isla que había visitado en un viaje previo y concluyera que se parecía a Jamaica; en 1827 su nombre fue cambiado por el de Santander, en honor al prócer de la Independencia Francisco de Paula Santander. (Recomendamos: Las razones del paro nacional).

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Su nombre autóctono significa “Tierra de oro” en la lengua de las comunidades indígenas nativas, los Quilichaos, quienes entendieron que no era solo una alusión a la riqueza aurífera de la región sino también a la fertilidad de sus tierras. Ambas virtudes hicieron que esa tierra fuera, desde siempre, un centro económico vital. Aunque en un sentido más poético también la llamaban la “Ciudad de los samanes” por esos árboles inmensos que dan sombra en el parque principal y en las orillas del

río, donde sus habitantes se sientan a conversar cerca de la ribera o los niños acuden a jugar canicas en medio de sus descomunales raíces; algunos, incluso, llegan a columpiarse en sus ramas. Bajo la sombra de los samanes sentí que nada mejor que ellos representaba el símbolo de la eternidad: inmensos y milenarios. (Más: Entrevista con la exministra de Cultura, Paula Moreno, sobre su libro “El poder de lo invisible”).

Santander de Quilichao es una población indígena, negra y mestiza, donde la valoración de lo negro y lo indígena se aniquiló como la mayor secuela de una sociedad esclavista que creció entre los cañaduzales y el desarrollo industrial. Apellidos como Mina, Carabalí, Congo, Angola, Lucumí, entre otros de nuestras familias y amigos, hacen referencia a tribus africanas, todo evidencia pero poco se habla de esa ancestralidad y la mezcla de culturas que está presente en nuestra cotidianidad.

En la plaza del pueblo y en la orilla del río vivían las familias blancas tradicionales que conservaban los apellidos de las marcas esclavistas asociadas a sus imponentes haciendas. Incluso a principios del siglo pasado algunos hombres y mujeres negras llevaban en su piel, marcadas a fuego, las improntas de la esclavitud al igual que los animales en las faenas del campo, en ese entonces. Señales como ‘Arboleda’. ‘Mosquera’ y otros apellidos aún se encontraban incrustadas en aquellos que apenas iban construyendo su ruta de libertad.

En una distancia intermedia del centro se ubicaban las familias negras y casi no se veían comunidades indígenas en la ciudad, a donde solo arrimaban en los días de mercado. Al crecer, por los comentarios en la casa, entendí cómo eran de tensas las relaciones raciales y las diferencias que se tejían del mestizo hacia el negro, del negro hacia el blanco, del negro con el indígena y así, en una discriminación en cadena donde integrarse no era lo normal.

Santander hace parte de la subregión denominada norte del Cauca, que tuvo una particularidad en el proceso de abolición de la esclavitud, formalizada apenas en 1851: la titulación individual de tierras, la cual permitió que personas como mi abuela —es decir, un amplio número de campesinos negros— tuvieran un patrimonio económico en tierras fértiles. Estos hombres y mujeres supieron usarlo para generar el desarrollo agroindustrial que marcó el acceso a oportunidades educativas, empoderamiento político y un cierto nivel de bienestar.

Después de la abolición de la esclavitud, los negros emancipados de esta región no querían trabajar para las haciendas y las familias esclavistas. Al no contar con mano de obra, tuvieron que ceder, negociar y comenzar a darles parcelas en propiedad a familias negras como esquema de intercambio por su fuerza laboral, una figura que se denominó “el terraje”. Esa fue la única forma de persuadir a los negros libertos de prestar sus servicios, ya que la gente era consciente de su valor y exigía compartir los beneficios. Algunos mencionan que, incluso por esto, muchos cimarrones y recién libertos de otras regiones del país se asentaron en el norte del Cauca, el territorio de mi abuela, mi mamá, mis tías y el mío.

Llegar a Santander significaba para mí bajarme del bus y recordar que no había transporte, alzar las maletas y cargarlas durante las siete cuadras de distancia que había hasta la casa. Los primeros taxis llegaron a Santander apenas en los años noventa. Así que para desplazarse a cualquier lugar en el centro era necesario recorrer de diez a treinta minutos a pie. Caminar hacía parte de la vida social del pueblo, en cada esquina había un chisme o un dato que uno debía conocer.

Después de avanzar varias cuadras con mis primos, renegando por cargar las maletas, llegábamos a la casa, que era como la mayoría de las de la región: de un solo piso, con un jardín en el centro y con un patio grande, seis habitaciones, la cocina de fondo y un lavadero con una alberca grande donde de pequeña me bañaba con totuma. Echarme agua y sentir ese frescor en el cuerpo era un placer infinito; más atrás estaba el solar, una porción de tierra donde crecían los árboles frutales y las matas de plátano, además de una enramada para sentarse, el sitio ideal para el encuentro de la familia en las tardes frescas.

Recuerdo el sonido de los mangos que caían por las noches en el techo. Cada vez que uno golpeaba contra el tejado yo pensaba que ir a recoger mi provisión era lo primero que haría al día siguiente. Por la falta de equilibrio que desde pequeña me caracterizó, siempre tuve temor a subirme a los árboles. Entonces, si quería comer mangos, tenía que levantarme temprano a recogerlos o convencer a alguno de mis primos de que se subiera al palo.

La entrada habitual a la casa era por el solar y la puerta del frente nunca estaba cerrada. Se empujaba la puerta y los de adentro sabían, en caso de que estuvieran en la cocina o viendo la novela en uno de los cuartos, que llegaba una visita cuando escuchaban ruido en el corredor. Cuando mis primos y yo entrábamos ya todos sabían que se trataba de la familia de Bogotá. No alcanzábamos a descargar las maletas cuando ya los vecinos nos saludaban desde el patio que se comunicaba con la otra casa.

El solar era también el sitio para cocinar. Era el espacio en el que se hacían las sopas y los dulces en el fogón de leña y, además el lugar para peinarse en la enramada. A mí no me gustaba peinarme, me ponía de mal humor que me molestaran la cabeza y me halaran el pelo. Mis primos se burlaban de mí por no cuidar mi afro, andar descalza, no aplicarme crema, y querer estar libre y sin reglas. Pero en todos los aspectos relacionados con cuidarme a mí misma al final del día, y lucir como una niña peinada, arreglada y bien puesta no había ninguna negociación posible con mi tía.

Era una delicia la sencillez, poder entrar a cualquier casa, armar paseos y tener todo a mano, ir a las cascadas, a pescar, deslizarnos en las montañas de ladrillo o nadar en la piscina pública del río Quilichao, que atraviesa la ciudad, o solo caminar del solar de la casa al río a ver el atardecer y observar la forma en que las mujeres acudían a las orillas a lavar la ropa. Me encantaba el ritual del lavadero, las piedras del río convertidas en partes fundamentales del ritual de cada mujer, y cómo cada una de ellas sacaba a relucir sus destrezas sacudiendo las prendas diarias, mientras los niños correteaban por las orillas.

Los planes se armaban en el momento, solo se requería decidir un lugar. Por ejemplo, íbamos a las cascadas que denominaban la cueva del indio, a algún río cercano a pescar. Así que se preparaba el “oro blanco” (así llamaban al arroz) y una bebida de limón y panela, a sabiendas de que adonde fuéramos podríamos cocinar, conseguir plátano o encontrarnos con algún familiar, así fuera lejano, que nos compartiría una gallina o algo para poner en el plato.

Entre semana, cada noche, salía a sentarme en el andén con mi tía y mis primos. Yo me sabía la historia de cada persona que pasaba porque después de que decía “buenas noches” y había avanzado unos pocos metros, comenzaba por parte de la familia a darse un informe detallado de quién se trataba: nombre y últimos acontecimientos de su vida. Algo que aprendí fue a no ausentarme en esos momentos, a menos de que fuera imprescindible, el que se paraba podía ser el siguiente protagonista de la agencia familiar de noticias.

Durante el día nuestra cuadra era la cancha de futbol, no se necesitaba balón, una bolsa de plástico rellena de papeles armaba el juego. Los fines de semana, por la noche, se organizaba la fiesta. La gente sacaba sus parlantes y se sentaba a cantar, y en ocasiones especiales se formaba lo que llamaban “verbena”: se cerraba la calle y a bailar hasta el amanecer. La música que se escuchaba era salsa y cantar las canciones del momento era sinónimo de sentimiento y felicidad.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, Ediciones B.

Por Paula Moreno * / Especial para El Espectador

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BELLO RELATO.
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Paula no solo es ingeniera sino escritora, por un momento me parecía estar leyendo La María de Jorge Isaacs. Mis saludos de admiración y cariño .
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