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Del “Pequeño glosario de antintelectualismo académico”: “Experto” y “Finlandia”

En la cuarta entrega de esta propuesta de diálogo del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, dos términos más para reflexionar sobre el lenguaje que utilizamos.

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Redacción Colombia y William Díaz Villarreal * / Especial para El Espectador
27 de mayo de 2020 - 01:19 a. m.
Hacer referencia a Finlandia en materia educativa o tecnológica se ha vuelto un lugar común. Aquí la primera biblioteca robotizada de ese país. / AFP
Hacer referencia a Finlandia en materia educativa o tecnológica se ha vuelto un lugar común. Aquí la primera biblioteca robotizada de ese país. / AFP
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Hipnotizados todos, autores y lectores, con las noticias de la pandemia y el confinamiento, suspendimos temporalmente la publicación de algunas de las entradas de nuestro Pequeño glosario de antintelectualismo académico.

Regresamos ahora, con el propósito de escapar por un rato de esa sugestión, con un par de entradas más. La primera se relaciona, aunque de un modo indirecto, con la situación actual, en la que cada día se escuchan las voces de nuevos expertos. La segunda entrada está escrita en la vena de la que dedicamos a Harvard (véase la entrega anterior) y otras sobre “Oxford”, “Google” o “Silicon Valley”, también incluidas en nuestro Pequeño Glosario. Finlandia es hoy un nombre mítico, y no precisamente por la mitología nórdica, sino por su uso y abuso como marca registrada.

Más información: Lea la primera entrega sobre términos como "excelencia.

Experto

“Cuando todo mundo es experto, entonces nadie lo es”: así resume Charles Pierce uno de los fundamentos del antintelectualismo actual, en su best-seller de 2010, provocadoramente titulado Idiot América. El libro de Pierce es sobre “cómo la estupidez se convirtió en una virtud en la tierra de los libres”. Parte de ese proceso tiene que ver con “uno de los impulsos más estadounidenses”: el desdén por el trabajo intelectual y el escepticismo frente a los expertos. Una de las garantías constitucionales más preciadas en ese país es el derecho que tienen los ciudadanos a sostener de manera pública las creencias que quieran. Pero este principio, con el que los padres fundadores de la nación estadounidense buscaban luchar contra el dogmatismo religioso, ha terminado por alimentar su contrario, una especie de dogmatismo secular con un alto componente antintelectual. Durante los últimos dos siglos y medio, la libertad y el estímulo para “sostener ideas chifladas, (...) cultivarlas, atesorarlas, pulirlas y ponerlas sobre el mantel” ha sido un terreno fértil para la pseudociencia y las teorías de conspiración, desde el origen de la civilización en la Atlántida hasta la ridícula “teoría del diseño inteligente” y la negación del cambio climático y el calentamiento global.

En un foro de 2019, la joven activista ambiental Greta Thunberg describió esta cuestión con una frase contundente. En una visita a Nueva York, respondía así a la pregunta por la diferencia más importante entre Noruega, su país de origen, y los Estados Unidos: “Aquí, la crisis climática actual es más algo en lo que uno cree o no cree, mientras que en el lugar del que vengo es más un hecho”. Quizás sin quererlo, con el fraseo de esta afirmación Thunberg estaba también marcando límites culturales, políticos e intelectuales muy precisos. Entre el “aquí” y el “lugar del que vengo” parece no haber nada en común, pues la diferencia entre ambos es tan radical que no hay manera de superarla. “De donde vengo”, los hechos apoyados por la investigación científica son hechos; “aquí”, en cambio, esos mismos hechos son opiniones. Entre tanto, la globalización ha tenido como efecto la estadounidización de muchas cosas: hoy, el “aquí” extiende uniformemente sus dominios más allá de lo que alguna vez fue “la tierra de los libres”, y “los lugares de donde vengo” se ven arrinconados, cada vez más estrechos, frágiles y precarios, como Noruega, o quizás como Finlandia.

Más información: Lea la segunda entrega sobre expresiones como "cambio de paradigma".

Esto acontece, paradójicamente, gracias a la proliferación de expertos. En el debate público, el aumento de la demanda de especialistas en todos los campos es directamente proporcional a la creciente desconfianza frente a ellos. Los medios y los periodistas, los gobiernos, los políticos y las agencias gubernamentales se remiten a expertos para dar su punto de vista o hacer informes especializados sobre cualquier cosa. A mediados de 2019, por ejemplo, la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortés publicó un video en Instagram en el que expresaba miedo por lo que podía implicar el derretimiento de los glaciares en esta época de calentamiento de la atmósfera: “los científicos temen que existe la posibilidad de que un montón de enfermedades puedan escaparse de esos glaciares derretidos (...) y que los humanos puedan contraerlas, y van a ser enfermedades de miles de años que contienen vectores para los que no estamos preparados, que nunca hemos visto”. Quizás Ocasio-Cortés no había leído un estudio especializado sobre el tema, y se había atenido a lo que decía algún informe periodístico como el de la BBC de 2017 que llevaba un título digno de sinopsis de película de terror: “Hay enfermedades escondidas en el hielo, y están despertándose”. Son hallazgos científicos sustentados por voces de expertos que circulan entre la opinión pública previamente envasados como espectáculo.

Por supuesto, quienes defienden causas opuestas a las de Ocasio-Cortés no demoraron en enfilar su propio ejército de expertos que la contradecían. Por ejemplo Justin Harkins, columnista de Fox News, daba una respuesta tranquilizadora a los temores de la congresista demócrata y “sus acólitos alarmistas”: aunque acepta el hecho del calentamiento global, la evidencia empírica disponible muestra que este “no es peligroso y no es probable que sea catastrófico”. Al contrario. Según James Taylor, un “colega” que Harkins cita para sustentar su postura, “el entibiamiento del clima ha traído beneficios inmensos (...), incluyendo cosechas récord en los Estados Unidos y a nivel global casi cada año”. Harkins presenta a Taylor como “investigador principal en asuntos ambientales y climáticos para el Heartland Institute”, pero no aclara que éste es un think tank cuya misión es, como lo anuncia su página web, “descubrir, desarrollar y promover soluciones de libre mercado a los problemas sociales y económicos”.

Los puntos de vista son tan diversos y están al servicio de tantos intereses contrapuestos, que uno puede encontrar fácilmente al experto que sostenga lo que uno quiera. Hoy, todo experto es visto con recelo por sus propios colegas, y todos denuncian los intereses políticos o económicos de los donantes que financian las investigaciones de quienes sostienen ideas contrarias a las suyas: esto es apenas una consecuencia lógica de la creciente privatización de las fuentes de financiamiento de la investigación científica y académica. Se puede, por ejemplo, poner en evidencia la estrategia política de think tanks como el Heartland Institute, de las tabacaleras para presentar los cigarrillos electrónicos como inofensivos, o de la industria farmacéutica para lucrarse con la pandemia del coronavirus. Pero desde la otra orilla también se puede acusar a los investigadores de pertenecer a la ciencia mainstream, y de apoyar la agenda política de ciertas ONG con tendencias progresistas. Todo juicio de un experto es así fácilmente relativizado y convertido en opinión, al tiempo que se demanda que la opinión de cualquier lego sea tomada con la seriedad de un juicio científico. En un “aquí” en el que la voz de cualquiera es puesta al mismo nivel de un especialista, el experto es fácilmente denunciado como miembro de una élite impuesta que sólo quiere simular su falso saber ante el pueblo.

Y los expertos se han inventado una manera curiosa de equilibrar las cargas. “De acuerdo con el autor principal del estudio más acreditado sobre el tema”, se lee por ejemplo en una noticia de The Guardian de junio de 2019, “el consenso científico de que los humanos producen el calentamiento global parece haber superado el 99%”: el “aquí” se ha expandido de tal modo que hasta los simulacros de democracia entre los expertos se usan como argumentos científicos.

Finlandia

Innovación permanente, financiación estatal garantizada, respeto por los profesores y los estudiantes, autonomía docente, excelentes resultados en las pruebas PISA. “Finlandia” es un “ábrete sésamo”: después de nombrarla, se nos aparecen los tesoros escondidos de la mejor educación del mundo. Por eso, los medios y los portales de internet anuncian con frecuencia las innovaciones más recientes del país de los milagros educativos. Un día, Finlandia abole las asignaturas tradicionales e instaura el phenomenon learning, basado en el desarrollo de proyectos temáticos; al día siguiente crea el KiVa, un programa para disminuir el bullying, que de inmediato es replicado por otros países de Europa y Latinoamérica; y un día después implementa el open-plan, un principio arquitectónico por el que, usando paredes de cristal y divisiones móviles, en las escuelas no se distinguen los salones de los espacios públicos. Finlandia es el laboratorio educativo del mundo que todos los demás, rezagados, miramos con envidia y admiración.

Cualquier noticia sobre la innovación educativa finlandesa más reciente suele comenzar enumerando lugares comunes. Ésta, por ejemplo, ha sido tomada de un informe de la BBC mundo de 2017: “desde hace años Finlandia parece haber encontrado la fórmula para obtener resultados educativos sobresalientes. Los niños finlandeses inician la educación formal a los 7 años, tienen jornadas escolares más cortas, vacaciones más largas, muy pocas tareas y no hacen exámenes. Y aunque su modelo ha demostrado ser un éxito, como lo prueba el estudio internacional PISA, el país no deja de innovar en su sistema educativo”. A estos tópicos habría que agregar la solidez de un sistema público y gratuito de educación, y sobre todo el alto respeto que se tiene por la profesión docente. Como muchos periódicos, El Clarín de Buenos Aires, por ejemplo, ha interiorizado la trivialidad finlandesista, hasta el punto de titular así una entrevista de 2018 con el director del Consejo de Educación de Finlandia, Olli-Pekka Heinonen: “En Finlandia hoy es más difícil estudiar para maestro que para abogado”.

Los medios y las instituciones que algo tienen que ver con las políticas educativas están encantados con Finlandia. Los miembros de las comisiones que visitan Helsinki salen convencidos de que el sistema finlandés es diferente de los demás, y se devuelven a sus países transformados, convencidos de haber visitado la tierra prometida; los que se quedan en sus países invitan a los funcionarios educativos finlandeses para que les expliquen “las claves” de su éxito. Y en sus declaraciones, estos funcionarios responden a las mismas preguntas de siempre con actitud de no entender exactamente por qué tanto alboroto: lo único que hay que hacer es apelar al sentido común y de justicia, escuchar a los docentes y tomarse en serio a los estudiantes. Para el caso de los profesores, por ejemplo, las claves del éxito no son gran cosa. Como lo explica Heinonen en la entrevista de El Clarín: los docentes tienen plena autonomía, están sindicalizados, y sus derechos laborales están garantizados. Sin embargo, nosotros nos empeñamos en ver todo esto como un cambio revolucionario. “Eso sería imposible en nuestro país”, decimos: tan eficazmente hemos interiorizado nuestros propios lugares comunes sobre los docentes, los sindicatos, la autonomía académica y los derechos laborales en nuestras sociedades.

“Finlandia”: la magia de este nombre también atrae como un imán la viruta de toda clase de noticias fantásticas y curiosas. Basta ojear algunas notas recientes del portal BBC Mundo, por ejemplo. “Por qué los bebés de Finlandia duermen en cajas de cartón”, “Finlandia estrena ‘renos fluorescentes’ para evitar accidentes del tránsito”, “Por qué Finlandia piensa pagar un salario básico a todos”, “Cómo Finlandia dejó de ser el país del mundo donde más gente moría porque le fallaba el corazón”, “Cómo consiguió Finlandia que ya nadie duerma en las calles de sus ciudades”, “¿Y si al facturar tu maleta antes de subirte a un avión te piden que te peses? Eso están haciendo en Finlandia”... No sólo en educación, Finlandia es el país de las curas milagrosas, de las decisiones políticas audaces, de los experimentos sociales de cara amable. Por eso, para nuestra conciencia moral es imposible entender cómo es posible que en un país tan feliz un hombre haya podido matar a tiros a tres mujeres en 2016, que varias personas hayan sido apuñaladas en una plaza de Turku en 2017, o que la ultraderecha se haya fortalecido en las elecciones de 2019. Para darle algún sentido a semejante contradicción, nuestra imaginación moral recurre a más lugares comunes que justifican la vida fantástica de los finlandeses. Finlandia es un país exótico, hundido en el frío opresivo del polo norte, demasiado oscuro, con una población pequeña, demasiado homogénea, asentada en un terreno demasiado agreste; en resumen, todo lo opuesto de nosotros.

Así, Finlandia es víctima de una excesiva proliferación de significantes que los medios alimentan con sus lugares comunes. Cuando les preguntan cómo les fue posible adaptarse a un clima tan frío y a una naturaleza tan inhóspita, los finlandeses cuentan una historia. Hace miles de años, dicen, un grupo de salvajes de algún lugar en el este decidieron emigrar hacia el occidente en busca de tierra nueva. Después de atravesar los Urales, llegaron a una intersección en alguna parte de lo que hoy es Polonia. Había dos flechas, cada una con un letrero: la que apuntaba al sur decía “Tierra fértil, clima agradable”; la que apuntaba al norte decía “Tierra árida e imposible de cultivar, clima frío y horrible”. Algunos tomaron un camino y los otros el otro: los que se fueron hacia el sur, habitaron Hungría, e incluso bajaron hasta el Mediterráneo, donde tuvieron una buena vida; los que siguieron hacia el norte, tercos, terminaron por poblar Finlandia y se acostumbraron a vivir pobremente de papas y zanahorias, cuando podían cultivarlas. ¿Y por qué decidió uno de los grupos seguir hacia el norte, donde los esperaban condiciones tan lamentables? Porque no sabían leer; los que sí lo sabían, tomaron hacia el sur.

Para los finlandeses, esta historia está cargada de ambigüedad: Finlandia es un país primitivo, ingenuo, que en todo se las arregló para aprender a leer y cultivar cierta forma de democracia que ha funcionado hasta ahora. Quien la escucha, en cambio, la ve como una comprobación de lo que ya sabe: que además de ser un pueblo simple y primitivo, Finlandia también es capaz de reírse de sí mismo, lo cual lo hace más pintoresco. La palabra “Finlandia” nos abre el paraíso, pero también lo cierra porque pinta un país distante, exótico y salvaje, cuyos milagros sólo se explican como una excepción en el orden general del mundo.

* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co)

https://www.elespectador.com/noticias/noticias-de-cultura/propuesta-sobre-el-pequeno-glosario-de-antiintelectualismo-academico-articulo-906787

Por William Díaz Villarreal * / Especial para El Espectador

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