El barrio que nació de la basura

Una montaña de desperdicios en Medellín se convirtió en el hogar y sustento de unas 50.000 familias. Esta es la historia de Moravia, el jardín que floreció de lo que una ciudad desechó.

Paulina Tejada @PauliTejadaT
15 de octubre de 2018 - 01:00 a. m.
El recrudecimiento del conflicto armado y el auge del narcotráfico llevaron a varias familias a ver en un morro de residuos un lugar seguro para vivir y trabajar. / Jorge Melguizo
El recrudecimiento del conflicto armado y el auge del narcotráfico llevaron a varias familias a ver en un morro de residuos un lugar seguro para vivir y trabajar. / Jorge Melguizo
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

De niño jugaba con gallinazos y ratas. Tenía siete años cuando en su mente las palabras casa, trabajo y basura se convirtieron en sinónimos. “Choco, mientras busca checheritos”, le pedían los adultos, “recoja también lo que vea que valga la pena y le pagamos el día”. Fue así como Francisco Javier Ramírez, antes de sumar y restar, aprendió a vivir de lo que toda una ciudad desechaba allá arriba en el morro —su morro, el de su mamá y sus siete hermanos— del basurero municipal de Medellín.

Olía fuerte, agrio, pero era su hogar, “y uno siempre se adapta a su hogar”, cuenta. Cuando no estaba clasificando residuos, sacaba piedras de la quebrada para ayudar a construir un alcantarillado improvisado que sirviera a la creciente población del botadero de basura. Eran los años 70 y el auge del narcotráfico en la capital paisa, sumado a la intensificación del conflicto armado en distintas regiones del país, llevó a que cientos de personas encontraran en una montaña de deshechos el lugar más razonable para vivir.

Los escombros aumentaban con la misma rapidez que los ranchos construidos con plástico, lata, madera, cabuya y cartón. Como la familia de Choco, muchas otras —se estima que fueron alrededor de 50.000— hicieron del morro su morada y su fuente de ingresos. Allí llegaba todo lo que necesitaban: pollos congelados cuya fecha de vencimiento los hacía invendibles, pero aún eran aptos para consumir; piñas y tomates con esquinas dañadas que, al fin y al cabo, se podían cortar; ropa con un par de rotos, perfecta para trabajar en un basurero; papeles y cartones que se vendían para su reciclaje y curiosas piezas de chatarra que luego comercializaban. 

Puede leer: Como si viéramos cine por primera vez

“Lo que para muchos no valía, a nosotros nos daba vida”, recuerda Ramírez, a quien se le escapan carcajadas al rememorar los días en los que, en medio de las requisas de los desperdicios, se encontraba “caletas” de dinero en colchones viejos. “Siempre pensaba que esa plata le pertenecía a una abuelita a la que los hijos le cambiaron la cama sin avisar. Pobrecita, perdió sus ahorros”, comenta. “Pero allá también iban a parar cosas malucas. Fetos, bebés vivos y bebés muertos, partes humanas, sangre”. Choco dice que terminó conociendo su ciudad “y la misma condición humana a través de lo que llegaba al basurero”. 

Aunque en 1984 un decreto puso fin al uso del lugar como relleno sanitario a cielo abierto —para ese entonces ya medía unos 40 metros de altura—, los desechos permanecieron habitados informalmente. Relata William Gómez, hoy líder comunitario, quien llegó en esos años al morro tras haber sido desplazado del Magdalena Medio por la guerrilla, que las peleas y las riñas por un cartón o un tarro eran recurrentes y que la diversidad de orígenes de los colonizadores le abrió la puerta a todo tipo de conflictos. “Esto no era considerado barrio, esto era un punto oscuro de la ciudad, un foco de contaminación, un nido de moscos, peleas, ratas y rateros”, según describe. 

Al mismo tiempo, varios estudios diagnosticaron la peligrosidad de los  lixiviados para la salud de los habitantes del morro, así como para la seguridad de sus viviendas. Sin embargo, la comunidad hizo caso omiso y, a pesar de las condiciones adversas, comenzó a sembrar sus huertas encima de los despojos y a “sacar cayos en las manos”, evoca Gómez, construyendo una iglesia, una escuela y una cancha de fútbol, con el apoyo del revolucionario sacerdote Vicente Mejía, contemporáneo de Camilo Torres, y, posteriormente, hasta del mismo Pablo Escobar.

Al municipio no le quedó más remedio que reconocer este terreno como un asentamiento metropolitano en 1993. Con este hito llegaron a él servicios públicos, presupuesto municipal, programas de inversión social y nuevas oportunidades para sus ocupantes por medio de, por ejemplo, el nacimiento de cooperativas como Recuperar y Recicladores de Colombia, en las que sus usuales labores de clasificación de residuos conocieron la formalidad, articulándose con el empresariado de la capital antioqueña.

Moravia. Así fue bautizado el barrio ubicado en el nororiente de la ciudad, según indican orgullosamente hoy sus ciudadanos, como una abreviación de lo que hicieron cuando llegaron a él: “Morar sobre la vía”.

Sin embargo, ante el hacinamiento, las cuestionables condiciones sanitarias y los riesgos por toxicidad química para los habitantes del sector, la Alcaldía decidió en 2005 implementar un plan de reubicación. Fueron más de 4.000 las familias que salieron del morro para ocupar un apartamento en Pajarito, una vereda del corregimiento de San Cristóbal, que queda retirado del centro urbano de Medellín.

Aunque esta determinación se tomó pensando en el bienestar de la población, hay quienes critican la forma en la que se llevó a cabo el proceso, principalmente porque el sustento de muchas de esas familias dependía en su totalidad del reciclaje. De acuerdo con Duván Londoño, antropólogo y antiguo gestor cultural de la zona, “estando lejos del centro es imposible continuar con su trabajo. La gente no va a cargar con bultos de basura todos los días en el metro”. 

Puede leer: Diana Uribe deja la radio y se muda al formato podcast

De hecho, hay todavía personas que se resisten a abandonar su hogar en el morro. “La basura está en su memoria y físicamente bajo su suelo, pero también está en su trabajo, en sus proyectos productivos; al perderla, se pierden a sí mismas, por eso muchas, incluso, han vendido sus viviendas en Pajarito para regresar al barrio”, asegura el antropólogo. “Por Moravia pasaron todas las violencias posibles del país y, aun así, se constituyó como uno de los lugares donde más movimientos sociales organizados existen. La relación tan fuerte con la basura y la presencia de líderes sociales cohesionó a la población, le dio una identidad”, explica.

William Gómez coincide con él. Aunque reconoce necesaria la reubicación, siente que debió haber sido un proceso con más participación de la comunidad. El actual presidente de Jardineros Unidos de Moravia denuncia que los líderes comunales le hicieron varias propuestas a la entidad, pero que, finalmente, “las cosas se realizaron como lo quiso la Alcaldía”. 

A pesar de ello, resalta que sí han sido exitosas la mayor parte de las iniciativas conjuntas, como el Centro de Desarrollo Cultural, que desde hace diez años se convirtió en “la casa de todos” los moradores del barrio desde el arte, la memoria y los espacios de encuentro comunitario. Además, el cuidado del medio ambiente conecta constantemente a sus habitantes. Gómez, por ejemplo, es el encargado de realizar un compost con los desechos orgánicos de la zona y, como él, varios compañeros y organizaciones sociales aportan a su manera para mantener el jardín que hoy cubre lo que antes fue un morro de pura basura. De hecho, el proyecto Morro de Moravia recibió en febrero de 2017 un premio internacional por innovación ambiental.

Debajo de las flores, las frutas y los vegetales que ahora nacen en la zona todavía permanece una montaña de desechos, pero sus pobladores insisten en que eso no es un obstáculo para que el maracuyá, mango, plátano y la yuca que brotan de esa tierra alimenten y nutran sus cuerpos, ni para que su hogar sea considerado “el barrio más hermoso de Medellín”, como lo desea Orley Mazo, líder comunitario, guía turístico y habitante de Moravia desde hace más de 30 años. “Todos y cada uno participamos en la transformación de este territorio, no solo del terreno, sino de la gente. Todos construimos esta comunidad. Yo de aquí no me muevo”, manifiesta. 

Por eso cada vez que camina por el morro que le enseñó de niño a resignificar su casa, trabajo y vida, Choco les habla una a una a las plantas y recoge cualquier desecho que no esté en su lugar. 

“Para mí este barrio ha sido mi fuente de emprendimiento, crecimiento y desarrollo, le dediqué mi alma y mi sombrero. Ahora mi orgullo es haber hecho un jardín de una montaña de basura. Nunca me he ido de mi casa, simplemente la estoy decorando como quiero: con colores y amor”.

Por Paulina Tejada @PauliTejadaT

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar