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Las camionetas de la Comisión para la Vida, la Paz y la Reconciliación del Catatumbo pararon en algún lugar de la carretera que comunica a Ocaña con la vereda Mesa Rica, municipio de Hacarí (Norte de Santander). Una de las personas con las que compartía transporte y que es presidente de una Junta de Acción Comunal de la región, miró mis pies y preguntó: “¿Está estrenando?”. Las botas negras de caucho apenas tenían una pequeña capa de polvo. “Sí”, le contesté. Soltó una carcajada y subimos al carro. “Lo que para unos es turismo para nosotros es desastre”, me dijo entre risas.
Me advirtió que me preparara para lo que seguía. Las trochas en esa zona son transitables solo por vehículos altos que aguanten cruzar ríos y subir por caminos escarpados. Desde lejos, parecen serpientes que envuelven las montañas.
Los indígenas barí nombraron a esa región “Catatumbo”, que significa “la casa del trueno”; de hecho, en esas montañas se registra la mayor densidad de descargas eléctricas en el mundo: caen 1,6 millones de rayos al año.
Pero no sería el tronar del cielo sino el de las balas lo que marcaría el destino del Catatumbo. El primer estallido de violencia fue durante la Conquista. En 1530, el alemán Ambrosio Alfinger, un conquistador al servicio del emperador Carlos V y fundador de la ciudad venezolana de Maracaibo, llegó a la región en un intento por descubrir el interior del continente y sus riquezas. Aunque murió tras una batalla con los indígenas que defendían su territorio, el asedio a los barís y la explotación de las riquezas de esas tierras no ha parado desde entonces.
En la primera mitad del siglo XX, las empresas petroleras estadounidenses entraron al Catatumbo. Fue tal su impacto que algunos lugares fueron bautizados como Campo Dos, Petrolea y Kilómetro 60, en Tibú. Con la promesa de progreso se terminó por gestar la segunda ola de barbarie.
“Los gringos”, como fueron nombrados por los catatumberos, impusieron un sistema clasista en el que ellos estaban en la cima de la pirámide. Los técnicos colombianos estaban en segundo nivel y por último los obreros rasos. Los indígenas ni siquiera hicieron parte de la estructura. Hay relatos que cuentan cómo los estadounidenses “jugaban” a cazar barís en medio del monte.
La última y aún vigente época de violencia empezó hacia los años 80 con la llegada de las guerrillas. Primero fue el Ejército de Liberación Nacional (Eln), luego el Ejército Popular de Liberación (Epl) y después las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). El conflicto armado se agudizó con la arremetida paramilitar, que comenzó en 1999. El año más dramático fue 2002, cuando los grupos armados asesinaron a unas 40.000 personas en una región de poco más de 288.000 habitantes.
La paz que no fue
A pesar de que tres de estos cuatro grupos suscribieron acuerdos de paz con el Estado, la violencia se resiste a abandonar el Catatumbo. El Epl se desmovilizó en 1991, pero una disidencia actúa bajo el frente Libardo Mora Toro. El bloque Catatumbo de los paramilitares dejó las armas el 10 de diciembre de 2004, y los frentes Héctor Julio Peinado Becerra y el Resistencia Motilona lo hicieron en 2006. Sin embargo, de la región no se ha ido el miedo al resurgimiento de las Autodefensas. Menos ahora, cuando en el municipio de Convención, según denuncian los campesinos, se ven de nuevo las siglas “AUC” pintadas en los postes de luz. Por su lado, un grupo del frente 33 de las Farc creó una disidencia, porque “el Gobierno no les ha cumplido lo que pactaron en los diálogos de paz de La Habana”.
“Bala para el pobre”
En El Tarra, uno de los 11 municipios que componen el Catatumbo, las fachadas de las casas están rayadas con las siglas del Eln, Epl y las Farc. Además, hay un retén del Ejército en la salida hacia Tibú. Fue en ese municipio donde un campesino tomó la palabra durante una de las sesiones de la Segunda Misión de Verificación Humanitaria, conformada por organizaciones sociales de la región y apoyada por la Asociación Minga y dijo: “Vida tranquila aquí no hay. Aquí no hay ayuda para el pobre, lo que hay es bala”. En esa frase resumió el sentir de decenas de campesinos de veredas pertenecientes a Hacarí, San Calixto y El Tarra que dieron sus testimonios durante los cuatro días de la misión.
Olger Pérez, líder comunitario del Catatumbo, quien fue miembro de la Unión Patriótica y víctima de cinco atentados, asistió a la sesión que tuvo lugar en El Helecho, vereda de San Calixto, ubicada en la parte alta de la montaña y que desde hace unos meses tiene fuerte presencia militar. Los soldados se apostaban cerca de sus trincheras a lado y lado de la carretera. “El Gobierno lo que argumenta es que para lograr la estabilidad y acabar con el conflicto en la región hay que mandar más militares. Nosotros decimos lo contrario. Que los problemas del Catatumbo se solucionan con inversión social”.
En otra escuela, en la vereda La Esperanza, de San Calixto, los baños no tienen agua. En Mesa Rica, Hacarí, sí hay agua, pero el espacio en donde está el sanitario no tiene puerta. La atención de salud también es precaria. Según cuentan los campesinos, si una persona de la zona rural de ese municipio se enferma, tiene que pagar $100.000 para que una ambulancia la lleve a un centro hospitalario. “Acá no hay ni un triste doctor (…) Yo no lo soy, pero hago de doctora, enfermera y psicóloga”, dijo Sonia Torres, habitante de la zona. “A las gestantes les dan la cita cuando ya ha nacido el bebé”, dijo otra mujer con una niña de tres años en su regazo.
Los catatumberos de las zonas rurales parecen haberse acostumbrado a que su voz no sea escuchada. Por eso, la organización social por medio de las Juntas de Acción Comunal (JAC) trata de suplir al Estado. Por ejemplo, en las trochas no es extraño encontrar peajes comunitarios que, aunque ilegales, son la única forma en la que más o menos se puede hacer mantenimiento a los caminos.
Pero con la militarización del Catatumbo, los presidentes y miembros de las JAC sienten miedo por los prejuicios de los soldados.
“Un día hablé alrededor de media hora con un cabo de apellido Martínez. Yo llevaba una sudadera impermeable, de esas sencillitas, y me dijo que esas prendas las usaba la guerrilla. Yo le dije que no, que en El Tarra, que es el pueblito que más frecuentamos, usted la consigue en cualquier almacén de ropa”, contó un campesino de la zona rural de San Calixto.
Terminó de hablar, miró hacia el cielo y terció la boca como quien recuerda algo con gracia. Volvió a mirarme y con sus manos señaló la gorra blanca que llevaba puesta. Tenía bordados los anteojos redondos y la figura de la cicatriz de Harry Potter. “Me compré esta gorra para que me identifiquen. Me advirtió que no usáramos ropa de colores oscuros”.
Se militariza la montaña (otra vez)
El miedo a las ejecuciones extrajudiciales es un fantasma que no se va del Catatumbo. En diciembre de 2018, la Asociación Minga, el Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca), la Corporación de Abogados Luis Carlos Pérez y la Asociación de Campesinos del Catatumbo (Ascamcat) presentaron a la Jurisdicción Especial para la Paz dos informes en los que se documentan 158 homicidios que el Ejército habría presentado como “bajas en combate”. Los casos expuestos presuntamente fueron cometidos por miembros de la Brigada Móvil n.° 15 entre 2005 y 2008.
“Muchas veces los altos mandos y el mismo Gobierno exigen resultados ante una presencia tan grande del Estado a través del Ejército en una región de estas, y muchas veces los mandos más pequeños buscan de una u otra forma demostrar que están haciendo algo. Ese es el peligro y el miedo que existe en la comunidad: que en el afán de mostrar resultados se presenten estas situaciones de ejecuciones extrajudiciales”, dijo José de Dios Toro, alcalde de El Tarra.
Luego del escándalo provocado por el artículo de The New York Times en el que se alertó sobre las directrices de los altos mandos del Ejército para exigir, entre otras cosas, “duplicar los resultados operacionales” el temor se acrecentó.
Nicholas Casey, autor de la investigación, publicó uno de los documentos que sirvió de base para su texto, que se llama “Cincuenta órdenes de comando”. En este se lee: “No exigir la perfección para realizar operaciones, hay que lanzar operaciones con un 60 % - 70 % de credibilidad y exactitud”. Ese documento está firmado por 13 generales, entre ellos el comandante del Ejército, Nicacio de Jesús Martínez, y el comandante de la segunda división, que tiene jurisdicción en el Catatumbo, Mauricio Moreno.
“Estamos en una guerra muy compleja, pero nunca el objetivo va a ser el campesino indefenso. Por el contrario, ellos son a los que vamos a defender y los líderes sociales son vitales para llegar a ellos, pero obviamente estamos atentos a recibir cualquier queja que se pueda presentar”, dijo al respecto el general Moreno.
El comandante de la Fuerza de Tarea Vulcano, general Diego Luis Villegas Muñoz, en su acto de perdón luego del asesinato del excombatiente de las Farc Dimar Torres por parte de miembros del Ejército, dijo estar al mando de 4.000 hombres; pero las organizaciones sociales calculan que hay entre 14.000 y 20.000 uniformados en el Catatumbo. El general Moreno le dijo a El Espectador que el número de hombres es variable porque las operaciones que desarrolla el Ejército son conjuntas y coordinadas con la Fuerza Aérea, la Armada y la Policía.
Otro campesino contó que, en fiestas de fin de año, los soldados bajaron a su finca y le pidieron que les vendiera tres gallinas. El hombre y su familia no estarían por unos días en sus tierras y, según dijo, así se lo hicieron saber a los uniformados. Aseguró que cuando volvió no encontró algunas de sus aves, pero que las plumas estaban cerca de los árboles de plátano cuyos racimos también habían sido cortados. “Al otro día mandé al obrero a trabajar. Lo agarraron (militares) y le dijeron que qué estaba haciendo por allá. Que si es que iba a meterles minas o qué. Que ellos sabían que todo el que llegaba a la casa mía era guerrillero”.
Además de la estigmatización que sufren por parte de los soldados, las comunidades de los siete lugares que la Comisión visitó insistieron en que el Ejército ubica las unidades en los nacimientos de agua y que montaña abajo el líquido no es apto para el consumo humano o que llega muy poco. Además, dicen que hay restricción de movilidad después de las seis de la tarde y que cuando los detienen les toman fotos a ellos y a sus cédulas.
“La persona que se haya sentido invadida por los controles nos lo pone en conocimiento y de manera inmediata iniciamos una investigación para que esa situación sea corregida, porque lo que más necesitamos es el respeto por los derechos humanos y el derecho internacional humanitario”, dijo el general Moreno. Aunque el militar asegura que tiene voluntad de investigar este tipo de situaciones y de, según el caso, castigar al uniformado que obre mal, los campesinos dicen tener miedo a las represalias de los soldados.
En Monte Tarra, Hacarí, la sesión con la Comisión se hizo en un billar. Unos siete militares con sus fusiles rodearon el sitio. “Nosotros somos campesinos y civiles. No nos metemos absolutamente con nada. Tenemos un solo delito; tenemos cultivos sembrados. Usted sabe muy bien. Ellos mismos saben por qué los tenemos”, dijo agazapado contra la pared un miembro de una de las Juntas de Acción Comunal de la zona. El mismo hombre contó que después de este tipo de reuniones los militares los amenazan con erradicarles sus cultivos. “La vez pasada trajimos aquí una comisión de personeros. Vinieron y nos acompañaron la Defensoría del Pueblo y otras entidades. Cuando se fueron, los militares dijeron que nos iban a arrancar la coca a los campesinos porque eso era promovido por los presidentes (de las JAC)”.
Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de las Naciones Unidas, en el Catatumbo está el 16 % de los cultivos de coca del país, con 28.244 hectáreas destinadas a este fin.
Sin embargo, está lejos de ser un negocio rentable para los campesinos. A pesar de la voluntad de algunos de cambiar sus cultivos, el costo del transporte, encarecido por el estado de las trochas, y el variable precio del café o el cacao hacen que esa opción no sea rentable. La coca es el único cultivo que les da una mediana seguridad económica, sin que esto sea sinónimo de prosperidad; todo lo contrario, es un círculo vicioso de pobreza en municipios como El Tarra, Hacarí y San Calixto, donde 73 de cada 100 personas viven en condiciones de pobreza.
“¿Quién está garantizándole la economía al campesino? La criminalidad a través del narcotráfico”, aseguró otro hombre en Mesa Rica, Hacarí.
La sensación que da al escuchar a los campesinos del Catatumbo es de desesperanza. La ilusión que hubo tras el Acuerdo de Paz entre el Estado y las Farc les hizo pensar que por fin iban a existir las condiciones suficientes para que la región fuera vista como un polo de desarrollo. Que el Estado haría presencia y garantizaría los derechos de los catatumberos. Hizo pensar que por fin cesaría la espiral de violencia que desde la Conquista envuelve a la casa del trueno.
El mismo hombre de la gorra blanca miró las montañas y se secó las lágrimas luego de ver a uno de sus primos, quien fue amenazado de muerte, llegar con escoltas a la reunión. “Soñamos con la paz, pero lo despierta a uno la pesadilla de la guerra”.