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Acá puede ver la primera entrega de “La maldición de Gramalote”
Terminan 153 años de historia
Cerro de la Cruz, 16 de diciembre de 2010, 6:15 a.m.
-¡Nos vamos de aquí ya!- gritó Luis Sandoval, después de escuchar como del suelo emanaba un sonido estremecedor. El ganado comenzó a arrinconarse y luego a correr desorientado mientras de los árboles las aves volaban espantadas. Miró en dirección a la montaña y comenzó a ver cómo a la maleza se la iba tragando la tierra como en una especie de remolino gigante.
Luis permaneció inmóvil mientras todo a su alrededor comenzaba a moverse lentamente. Preso del pánico, vio que las paredes de su casa se agrietaron mucho más de lo que ya estaban, al tiempo que el suelo se iba desquebrajando, abriéndose mientras la tierra revolcaba todo como una licuadora.
En la casa de la profesora Omaira la tierra de nuevo se hacía sentir con ruidos parecidos a las de grandes rocas estrellándose, mientras de la montaña se escuchaba el crujir de los arbustos astillándose. En otras 20 casas vecinas sucedía lo mismo. En cuestión de minutos nadie en la vereda Jácome permanecía dentro de sus viviendas.
-¡Virgen santísima!, ahora sí esto está más complicado- se quejó el asistente del Padre Mora.
-Llevo pidiéndole alcalde que mandaran un experto para que hicieran estudios y nada – vociferó la profesora Omaira quien fue interrumpida por Luis Sandoval.
-Y, ¿qué pasó?… ¿Qué dijeron al fin?
- Nada, que no había presupuesto para hacer estudios.
-Sí, me consta que no quisieron subir, porque yo llamé hace como dos semanas y de la Defensa Civil un muchacho me dijo que no había nadie que pudiera subir por allá a mirar lo que estaba pasando.- Sentenció el hombre.
La tierra volvió a hacerse sentir con el mismo ruido aterrador. Todos se miraron y convinieron huir de sus parcelas. Los Pérez, los Botello, los Villamizar, los Flórez, los Suárez y los Gutiérrez, corrieron asustados, solo con lo que llevaban puesto, alejándose de la montaña, buscando tierra firme, algo que parecía imposible de encontrar en toda la zona. Finalmente, decidieron resguardarse en los terrenos de la finca de otro vecino, donde se percataron que también en el suelo aparecieron más grietas.
Varias horas después, llegaron funcionarios de la Oficina de Atención de Emergencias de la alcaldía, como si de tanto invocarlos se les hubiera hecho el milagro de hacerlos subir a la montaña. Los hombres, se percataron con sus propios ojos de la magnitud de las denuncias recibidas semanas atrás y sorprendidos con lo que estaban apreciando, uno de los hombres tomó la radio portátil para informar la situación.
A la profesora Omaira se le iluminaron los ojos cuando escuchó por fin aquellas palabras que anhelaba desde hace mucho tiempo que salieran de la boca de alguna autoridad de Gramalote.
-Hay que evacuar cuanto antes. La emergencia es inminente, cambio – avisó el funcionario.
Seguido de un ruido de interferencia de la radio se escuchó la respuesta de otro funcionario de la Defensa Civil de Gramalote.
- copiado, informe la situación, cambio.
- Hay muchas grietas, el terreno es inestable y en cualquier momento el cerro se puede venir sobre Jácome y Gramalote, cambio-
- copiado, cambio.
-Repito, es importante evacuar Gramalote ¡ya! Posible desprendimiento de la montaña.
-copiado, copiado.
***
Gramalote, barrio La Lomita, 16 de diciembre de 2010, 4:30 p.m.
-Nonito, hágame caso. Vámonos para Cúcuta- Le suplicó uno de sus nietos al viejo Cristín Blanco Pérez, quien hace unas semanas había cumplido 94 años y ostentaba el título de ser uno de los habitantes más longevos de Gramalote. El hombre, en señal de desaprobación, frunció el ceño. Luego, movió la cabeza indicando su negativa de abandonar su casa.
-¡No, no, no! A mí nadie me saca de acá.
-Nonito, pero vea que la gente se está yendo del pueblo porque viene una avalancha.
- Eso no va a pasar nada. Es algo pasajero. Yo no me voy de mi casa.
-Vea nonito, están diciendo que es una emergencia, que las casas se van a venir abajo.
El viejo Cristín, miró a su nieto y a dos funcionarios de la Defensa Civil, con la misma desconfianza con la que escuchaba que debía de irse del pueblo.
-¡Me quieren sacar¡ pues de acá me sacan pero muerto.
-Señor, la orden es evacuar a todos de Gramalote, en cualquier momento las casas colapsan porque el terreno está muy inestable.- respondió el funcionario.
-Si ve nonito, hay que salir de acá. Le prometo que mañana volvemos y si no ha pasado nada, nos regresamos para la casa, pero vámonos ¡ya!
El anciano tomó a regañadientes su sombrero. Rezongando, aseguró la puerta de su casa y de la mano de su nieto abandonó el pueblo. Atrás quedó la casona en la que había vivido casi toda la vida, una estructura gastada en años como él, con un jardín amplio donde siempre correteaban pollos y gallinas. En ese inmenso solar había visto dar los primeros pasos a sus hijos y a más de una treintena de nietos y bisnietos.
***
Gramalote, barrio Santa Anita, 16 de diciembre de 2010, 9:20 p.m.
En la parte de atrás de la casa de la familia Leal, el rebuzne constante del burro Pancho alertó a Rafael que algo extraño estaba ocurriendo. Pancho, un ejemplar de raza catalana, era un animal muy tranquilo y jamás rebuznaba de manera exagerada.
Rafael salió en busca de su mascota y al verlo notó que estaba demasiado inquieto. El burro no paraba de quejarse.
-¡Hiaaa,hiaaa,hiaaa!- rebuznaba Pancho al tiempo que daba patadas como tratando de buscar la forma de marcharse.
-Tanquilo Panchito, no pasa nada – le repitió en más de una ocasión Rafael, tratando de calmarlo, pero el animal parecía no reconocer a su amo, porque se puso mucho más arisco. Sus ojos estaban tan abiertos que Rafael logró ver el reflejo de su propia silueta. Pancho estaba hecho un manojo de nervios y permanecía en señal de alerta, tirando de la cuerda que lo mantenía asegurado a un viejo tronco.
-¡Hiaaa, hiaaa, hiaaa!
Rebuznó esta vez mucho más fuerte y de manera prolongada, como nunca antes lo había escuchado Rafael. Acto seguido, se escuchó un fuerte estruendo, parecido a una explosión.
Rafael miró el corral y se percató que las cuerdas, de alambre de pua, comenzaban a tensionarse mientras la tierra vibraba y rugía, al tiempo que el suelo parecía inflarse. Segundos después la tierra comenzó a abrirse lentamente y aparecieron las grietas en una gran pared que separaba la casa del patio.
Rafael corrió al interior de la casa gritando que saliera todo el mundo, que la casa se iba a caer. Adentro, comenzaron a aparecer muchas más fisuras, mientras el suelo vibraba y los marcos de las puertas poco a poco se iban desbaratando. Él y toda su familia se vieron en la calle, en cuestión de minutos, al igual que los habitantes de otras 25 casas del barrio Santa Anita, ubicado en la parte posterior de Gramalote, junto a la falda de la montaña.
Cinco minutos después, los bramidos que provenían del suelo se intensificaron. Aterrados, rezaron y lloraron. Todo indicaba que era el fin del mundo. La tierra se abría, los techos de las casas se desquebrajaban, puertas y ventanales se astillaban, viniéndose al piso como si fueran hojaldres, mientras que las paredes se partían en mil pedazos.
-Dios mío santísimo, ayúdanos a que esto pare ya – suplicaba un hombre que veía cómo su casa se la tragaba la tierra en cámara lenta; como una pitón devorando una gran presa. Esa noche, la tierra no paró de hacer ruido y en Gramalote nadie durmió.
***
Iglesia de San Rafael, 17 de diciembre de 2010, 4:30 a.m.
El Padre Mora realizó la tradicional misa de gallo y la novena navideña más rápida de toda su carrera como sacerdote. Los villancicos y los rezos a la virgen de Monguí y a otra docena de santos se cantaron con angustia y mucho afán. Los más de 300 gramaloteros que permanecían en el templo rezaban y esperaban las instrucciones del cura.
En Gramalote, a lo largo de sus 153 años de historia, la palabra del sacerdote siempre fue sagrada y tenía más poder e importancia que la de cualquier otra autoridad, incluida la policía y el alcalde de turno.
Por eso, el Padre Mora no dudó en dar el anunció final.
-Váyanse a sus casas y saquen todo lo que puedan. Es lo mejor que podemos hacer y que Dios nos proteja.
-Debemos abandonar el pueblo antes que la montaña se nos venga encima- volvió a sentenciar el Padre Mora mientras cientos de manos se persignaban al tiempo. El sacerdote les dio la bendición y les pidió nuevamente que debían salir de Gramalote lo más pronto posible.
Una procesión de cuerpos despavoridos corrían desordenados por las calles del pueblo buscando sus casas para rescatar cualquier pertenencia. Las llamadas telefónicas para avisar a familiares en cada hogar se confundían entre sollozos, gritos y voces agitadas que suplicaban que fueran empacando todo lo que pudieran.
Con los primeros rayos del sol los gramaloteros pudieron dimensionar la magnitud de la emergencia. Los policías y los funcionarios de la alcaldía no daban abasto con el proceso de evacuación. El éxodo de más de seis mil personas comenzó en el barrio Santa Anita, que para las primeras horas del día, ya tenía la mitad de sus casas en el piso. La tierra las había triturado durante toda la noche.
Antes de las 9:00am llegó la ayuda del gobierno departamental y nacional para apresurar la partida, sin retorno, de los gramaloteros. La tierra nuevamente comenzó a emitir ruidos y las paredes de las casas se movían hacia delante y hacia atrás. El colegio comenzó a desmoronarse al igual que el hospital y la alcaldía.
El asfalto de las calles se abrió mucho más y las grietas se extendieron quebrando todo a su paso. El piso se levantaba una y otra vez, sacudiendo columnas y desmoronando techos, puertas y ventanas.
-Ayyy virgencita esto es el fin del mundo – Gritaba desconsolada Celina Neira, quien solo alcanzó a sacar un par de mudas de ropa de su casa.
Hacia el mediodía, en lo alto de la montaña se escuchó una fuerte explosión. Una especie de bombardeo, creyeron sentir los gramaloteros que aún intentaban rescatar los enseres de sus viviendas. Apuraban el paso, mientras las autoridades intentaban poner orden dirigiendo a la gente hacia los extrarradios del pueblo.
Griselda Balaguera, se detuvo en la entrada de Gramalote, para tomar un poco de aire. A sus 72 años los nervios la traían al borde de un colapso. Descansó sobre un bulto de ropa y bebió un poco de agua.
-Que tragedia, por Dios santísimo. Esto es horrible.
-No se preocupe señora que le vamos a prestar toda la ayuda que necesiten- le respondió un hombre que traía un chaleco azul oscuro que lo identificaba como funcionario del Gobierno Nacional.
-Es que hasta huele a azufre por acá- insistió Griselda, mientras tomaba fuerzas para continuar su trayecto.
Desde la parte alta de la montaña, la profesora Omaira, entre lágrimas y consumida por los nervios, veía caer árboles y rocas que la tierra se iba tragando.
-Este es el fin, Dios mío santísimo.
-Ayúdanos, virgencita – rogó entre sollozos.
Abajo, a tres calles del parque principal, las casas iban cayendo lentamente como fichas de dominó mientras se llevaba a cabo un maratónico trasteo, el más grande registrado en toda la historia de Colombia. Familias enteras, angustiadas, sumidas en una carrera contra reloj para salvar lo poco que la naturaleza les permitía llevarse.
-Abra la puerta señora o nos toca tumbarla.
-No señor, a mi casa no entran. De acá no me saca nadie – escucharon los miembros de los organismo de emergencia que tenían como misión, cerciorarse de que no hubiera ni un solo gramalotero dentro de las casas.
-Abra la puerta o la tumbamos señora- repitió uno de los funcionaros.
Adentro, una mujer de avanzada edad había asegurado con varios candados la entrada de su casa ante el temor de que le fueran a robar sus pertenencias. En medio de la evacuación, desde la terraza de su hogar, había visto como sus vecinos, y gente que no reconocía, sacaban cuanta cosa podían a la calle.
-Señora debe salir ya, el pueblo se está cayendo y su casa no demora en venirse al suelo- volvió a insistir el hombre al tiempo que se alistaba para romper la puerta de madera que los separaba de la mujer.
Antes de decidirse por el primer intento para ingresar, del suelo se escuchó un nuevo quejido de la tierra y acto seguido se sintió un fuerte estruendo. La puerta se desajustó por el movimiento de la pared y cayó al piso. Luego, una gran nube de polvo invadió la fachada de la casa.
Segundos después, la mujer salió despavorida, gritando en dirección a la calle, totalmente impregnada de tierra, vociferando que el muro del patio de su casa se había venido abajo, lo mismo que parte del techo.
La mujer no había terminado de reponerse del susto observando cómo su casa se desmoronaba, cuando la sorprendió el derrumbe de las estructuras vecinas. En un abrir y cerrar de ojos los muros se desplomaron y sólo quedó un nubarrón de color amarillento que poco a poco adquirió una tonalidad grisácea. Después, aparecieron las ruinas, entre moles de cemento y ladrillos, esparcidas por todos lados.
Los andenes en el pueblo fueron levantándose, partiéndose, al igual que el concreto de las calles que se agrietaba lentamente dejando al descubierto espacios de hasta medio metro de ancho.
A lado y lado de las vías permanecían las pertenencias que habían logrado rescatar las familias.
La naturaleza parecía no dar tregua, sin que la tierra dejara de soplar desde abajo, levantando todo a su paso y demoliendo muros y techos hasta llegar a la iglesia que en cuestión de minutos se desquebrajó. Primero cedieron los muros que se agrietaron conforme el suelo se levantaba; después se vino abajo el techo sobre el altar y sobre la nave de la estructura.
Un último bramido de la tierra echo al piso una de los dos torres y la mitad de la fachada.
Solo quedó en pie la torre izquierda sostenida sobre una mínima parte del muro principal de la iglesia. A pocos metros, el quiosco del parque permanecía intacto, al igual que una veintena de palmeras que rodeaban la plaza principal, como escoltándola de la devastación.
Al final de la tarde del viernes 17 de diciembre de 2010, Gramalote era una gran mole de escombros. Todos sus habitantes habían logrado escapar de la tragedia. Los organismos de emergencia entregaban un reporte final, que para cualquier experto en catástrofes parecía inverosímil. El saldo de víctimas humanas era cero. Ningún gramalotero había muerto. Un aliciente en medio de tanta destrucción.
***
Gramalote, 18 de diciembre de 2010, 7:30 a.m.
En los municipios de Lourdes, Santiago y Salazar de las Palmas, cercanos al casco urbano de Gramalote, pasaron la noche más de mil gramaloteros que acaban de perder sus hogares. Otros, menos resignados y con la esperanza de regresar, decidieron pasa la noche en improvisados campamentos sobre la carretera a las afueras del pueblo. Desde ahí contemplaron con nostalgia, la magnitud de la tragedia. Lo único que había quedado en pie y que permitía ubicar a la distancia fácilmente a Gramalote, era la torre de la iglesia.
Algunos aceptaron desplazarse a Cúcuta por cuenta de los organismos de emergencia que les ofrecieron estadía en albergues temporales; otros prefirieron quedarse con la ilusión de que los dejaran volver para rehacer sus casas o simplemente para tratar de recuperar cualquier pertenencia de entre los escombros. A pesar que las autoridades tenían restringido el ingreso al perímetro de lo que quedaba de Gramalote, muchos se las ingeniaron para burlar los controles de seguridad e ingresar al pueblo a buscar entre las ruinas rastros de lo que alguna vez fue su hogar.
En Cúcuta, Rafael Leal apreciaba por la televisión el tamaño de la destrucción de su pueblo. Se persignó para dar gracias por estar vivo. Luego un sentimiento de culpa lo embargó. Aunque su casa ahora era una escombrera, lo que más le dolía era saber que debajo de la tierra estaba Pancho.
En medio del nerviosismo y ante la premura de una inminente destrucción de todas las casas, el burro no pudo ser rescatado y terminó sepultado por toneladas de roca y tierra que se desprendieron de la montaña.
Solo recordarlo, le hizo brotar un par de lágrimas que corrieron por sus mejillas. Entre sus manos, sostiene con fuerza un viejo portarretratos y se consuela con la única fotografía que le quedó de 17 años de amistad. Sucedió una tarde de fiestas en Gramalote, montando a su Pancho, con sombrero y carriel. No recuerda quién fue, pero ahí quedaron inmortalizados los dos para siempre en el parque principal de un pueblo que ya no existe.
En la casa de uno de los nietos del viejo Cristín Pérez, el anciano refunfuña sin dar tregua, reclamando que lo regresen a Gramalote. La pataleta termina cuando le ponen el noticiero del medio día en la televisión.
En la pantalla están trasmitiendo las imágenes de lo que quedó del pueblo mientras aparece un periodista, informando que Gramalote ha sido desalojado y que una falla geológica acabó en 48 horas con 153 años de historia. Luego, el periodista da paso a una noticia en la que se muestran las calles rotas, atestadas de montañas de escombros que hasta el pasado jueves 16 de diciembre eras casas. Después, informa que en el pueblo la única estructura que se sostiene es la torre de la iglesia.
Cristín no da crédito a lo que sus gastados ojos ven en la televisión. Se quita el sombrero que lo acompaña desde hace más de una década, y que fue lo único que logró traerse de Gramalote; lo mueve de lado a lado como intentando refrescarse. Los 38 grados de temperatura que azotan a Cúcuta, sumado al bullicio de una ciudad en la que siente que no encaja, lo aturden. Quisiera regresar a su pueblo, pero ahora, viendo las noticias, se convence que eso jamás sucederá.
En la plaza principal de Gramalote un equipo de noticias termina de entrevistar a uno de los pocos habitantes que regresaron para intentar rescatar alguna pertenencia. El hombre se aleja del equipo periodístico, se dirige frente a la fachada del templo y luego se arrodilla contemplando la adversidad que lo rodea.
Ha hecho caso omiso a las advertencias de las autoridades, que prohíben el ingreso a las ruinas de Gramalote para evitar hechos que lamentar. El terreno permanece inestable y en cualquier momento las paredes que quedaron en pie se pueden venir abajo.
Días después que la tierra se tragara a Gramalote, el presidente Juan Manuel Santos, acompañado de varios de sus ministros y autoridades de Norte de Santander, sobrevolaron la zona del desastre. Luego, frente a cientos de gramaloteros les prometió que el pueblo renacería.
-Yo vengo a decirles a todos los ciudadanos de Gramalote que vamos a reconstruir el pueblo – Anunció de manera efusiva el Presidente Santos.
Acto seguido, recibió la ovación y una cascada de aplausos de ancianos, mujeres, jóvenes y niños que creyeron en la palabra del gobierno de turno.
Esa tarde del miércoles 22 de diciembre de 2010, todos regresaron a sus albergues tranquilos, guardando en su memoria la promesa que les acaba de hacer el Presidente de la República, como si fuera el mejor regalo de Navidad que pudieran recibir después de haber sobrevivido a la destrucción de su pueblo.
La profesora Omaira también regresó al albergue, molesta porque ninguna autoridad quiso prestarle atención a sus denuncias. Recordó que al fin y al cabo en medio de tanta destrucción sí hubo un milagro. Nadie murió en Gramalote.
-Es verdad, no hubo un solo muerto, pero sí un desaparecido, el alcalde Celis que nunca fue capaz de darme la cara.-
Pensó Omaira, marchándose con una sonrisa atestada de ironía en su rostro.
La segunda entrega de “La maldición de Gramalote” se publicará el 17 de diciembre en El Espectador