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La maldición de Gramalote (I): una tragedia muy anunciada

Entre el 16 y el 17 de diciembre 2010 el municipio de Gramalote, ubicado en el departamento de Norte de Santander, dejó de existir. Una remoción en masa, producto de la ola invernal de ese año, sumado a una falla geológica, destruyó el pueblo en cámara lenta. El entonces presidente Juan Manuel Santos, a los pocos días, le prometió a los gramaloteros reconstruir el municipio en otro lugar y en poco tiempo. Sin embargo, una década después el Nuevo Gramalote aún no está 100% terminado. Esta es la primera de tres entregas de un reportaje sobre los 10 años de la tragedia de Gramalote.

Felipe Romero M. - @felipinhoromero
16 de diciembre de 2020 - 11:01 p. m.
Ninguno de los 6.000 habitantes de Gramalote murió en la tragedia, pero el pueblo quedó destruido.
Ninguno de los 6.000 habitantes de Gramalote murió en la tragedia, pero el pueblo quedó destruido.
Foto: DANIEL IANNINI

Entre el 16 y el 17 de diciembre 2010 el municipio de Gramalote, ubicado en el departamento de Norte de Santander, dejó de existir. Una remoción en masa, producto de la ola invernal de ese año, sumado a una falla geológica, destruyó el pueblo en cámara lenta. La devastación duró dos días y solo una de las dos torres de la iglesia de San Rafael, templo religioso de los gramaloteros, quedó en pie, agrietada y apunto de venirse abajo. El resto del casco urbano se lo fue tragando la tierra hasta convertir a Gramalote en ruinas, hoy consumidas por la maleza.

Por fortuna ninguno de sus más de 6.000 habitantes murió. El presidente Juan Manuel Santos, a los pocos días, le prometió a los gramaloteros reconstruir el municipio en otro lugar y en poco tiempo. Sin embargo, una década después el Nuevo Gramalote aún no está 100% terminado.

Problemas con la escogencia de los terrenos, miles de millones de pesos despilfarrados en estudios de prefactibilidad que no sirvieron, sobre costos en los contratos de obra, inconsistencias en los diseños urbanísticos, incumplimientos en la entrega total de las viviendas prometidas, sin iglesia y el hospital a medio terminar, entre otras obras inconclusas, son parte del cúmulo de inconvenientes que han hecho que la reconstrucción de Gramalote parezca eterna.

Esta es la historia de un pueblo famoso por sus maldiciones, entre ellas, la que cargan sus habitantes desde hace 10 años cuando la naturaleza les anunció lo que parecía ser el fin del mundo.

Una tragedia muy anunciada

Cerro de la Cruz, vereda Jácome, octubre de 2009, 8:25 a.m.

Un año y dos meses para la devastación.

-Escuchó eso padre?- preguntó sorprendido el viejo asistente, quien viajaba de copiloto, a bordo de un campero propiedad de la curia de Gramalote.

El Padre José Emín Mora Camargo deslizó sus dedos dentro del alzacuello, como tratando de desajustarlo y miró de reojo y con desconfianza a su copiloto sin perder de vista la carretera. Acto seguido, movió la cabeza dándole a entender al hombre que no había escuchado más que el ruido que hacía el motor que rugía cada vez que él presionaba el acelerador para evitar que la máquina perdiera fuerza.

Ambos hombres se desplazaban por la vía que comunica a las veredas de Jácome y El Triunfo, a unos 35 minutos de Gramalote. Iban acompañados del sonsonete del motor del campero que armonizaba con el chirrido que producían los cristales de las ventanas. El ayudante, estaba mucho más extasiado con aquel sonido que solo él parecía poder escuchar. Así que volvió a sorprender al sacerdote a quien se le notaba a gusto con el ruido del motor y de las ventanas a punto de desquebrajarse por los bruscos movimientos en la carretera.

-Padre escuche eso.

-Si lo oye padre?

- Hombre por Dios, de qué me habla, Yo no escucho nada-

Sentenció el cura con el ceño fruncido.

-Pare el carro y le muestro Padre-

Insistió el hombre frente a la mirada perpleja del sacerdote, quien le recordó a su acompañante que iba tarde para la escuela del Triunfo, donde celebrarían con una eucaristía la conmemoración de los cincuenta años de existencia del único centro educativo de la vereda.

El vehículo se detuvo a mitad de carretera. El Padre Mora se abstuvo de abrir la boca ante la inminente y contundente interrupción del ayudante.

–¡Chsss! escuche Padre.

Un extraño ruido, parecido al sonido de un torrente de agua llegó por fin a los oídos del sacerdote.

-Lo oye Padre? Es como un río.

Esta vez fue Mora quien lo interrumpió.

-¡Chsss¡ déjame oír.

-Sí, es como un río, pero… ¿Dónde está? – Se cuestionó el Padre mientras sus ojos buscaban desorientados el origen de ese particular sonido al que ahora se le sumaba un ruido similar al golpeteo de piedras.

El hombre se acercó al extremo interno de la carretera, junto a la montaña donde el terreno se empinaba invadido de maleza. Escaló un poco más de dos metros, abriéndose camino entre varias plantas de tártagos, una especie oriunda de esa región cuyo fruto se usa para la fabricación de aceite industrial.

El ayudante miró desde lo alto al Padre Mora y con un grito, le indicó que ahí dónde se encontraba encaramado también se escuchaba como si el agua corriera para algún lado, pero no lograba ver más que monte y tártagos. No tardó mucho en descender, obedeciendo el llamado del sacerdote, quien le pidió que regresara lo más rápido posible.

Desconcertados, continuaron escuchando cómo una corriente de agua que no podían ver, parecía que bajara por la montaña y pasara justo por debajo de ellos, atravesando el camino. El sonido comenzaba a perderse montaña abajo, allá donde alcanzaban a verse las casas y el templo de Gramalote.

-Esto es algo realmente asombroso, el ruido viene como de abajo de la tierra.

-¡Cierto que sí, padre!- concluyó animado el ayudante, quien se veía más sorprendido que el sacerdote.

Segundos después, ambos sintieron como la tierra se movía, al tiempo que una leve vibración pasó por sus pies. Sus miradas coincidieron en dirección a la parte alta de la montaña, de donde vieron desprenderse algunas piedras.

-Vámonos- Apuró el Padre Mora.

-Padre esto está muy raro. Virgen santísima no vaya a ser que pase algo malo, porque para donde irá toda esa agua que escuchamos?

Esta vez el Padre Mora no tuvo respuestas. Ambos se miraron nuevamente y apurados subieron al campero. El motor volvió a rugir para continuar su trayecto rumbo a la escuela El Triunfo donde los esperaban, con media hora de retraso, para dar inicio a las celebraciones.

***

Vereda Jácome, 15 de noviembre de 2010, 4:15 a.m.

Un mes y un día para la devastación.

La profesora Omaira Ibarra, habitante de la vereda Jácome, sintió como si la tierra se quejara. Aún no amanecía, pero ella, todavía con la pesadez en sus ojos, casi que por inercia, ya se encontraba fuera de la cama luego de escuchar una especie de bramidos que terminaron por despertarla. Angustiada, por cuenta de aquel extraño ruido, abandonó la habitación de su casa.

A fuera, se percató que algo andaba mal porque el ganado y las aves estaban inquietas. Los bramidos que venían del suelo y que se perdían entre los árboles y la maleza, montaña arriba, volvieron a sentirse, esta vez como si se tratara de algo que fuera a hacer erupción.

Omaira quiso regresar a su habitación en busca de refugio, pero el pánico se lo impidió. Pensó en el peor de los escenarios; su casa viniéndose al piso producto de un fuerte temblor y la escuela, donde enseña a los más chicos de la región desde hace 30 años, hecha ruinas por el desprendimiento de la montaña.

Unos minutos después, se percató que la tierra no se había movido y que aquel ruido que ella estaba segura que emanaba de abajo de la tierra se había ido. Se persignó y esperó a que los primeros rayos del sol iluminaran el terreno para sentirse más segura.

A unos pasos de su casa se encontró con una grieta en la tierra de unos cuatro metros de largo por unos 15 centímetros de ancho. Omaira repasó una y otra vez con sus ojos el suelo y calculó que la profundidad de la abertura no superaba los 30 centímetros; luego corrió al interior de la casa donde encontró pequeñas fisuras en las paredes.

La profesora Omaira recordó que algo parecido había ocurrido en lo alto de la montaña, dos años atrás, a finales de 2008, en la finca de su vecino Luis Arias; aunque en aquella ocasión no hubo grietas en la tierra ni mucho menos se escuchó que el suelo crujiera. Los recuerdos de aquel episodio, sumado a lo que acaba de ocurrir, hicieron que esta mujer se terminara de convencer que podía ocurrir una emergencia en cualquier momento.

Las lluvias de los últimos meses, que se habían incrementado como nunca en la historia de Gramalote y sus alrededores, ponían a pensar a Omaira en posibles desprendimientos de tierra y rocas del cerro La Cruz, que vigilaba tanto a la vereda Jácome como a Gramalote, llevándose todo a su paso.

-Será que en la escuela pasó lo mismo?- se preguntó angustiada.

El afán de saber en qué condiciones se encontraba su lugar de trabajo, precipitaron su partida rumbo al Centro Educativo Rural Jácome.

Al llegar revivió en su memoria lo que unas horas atrás había imaginado. Era como si se tratara de una premonición. Sus ojos veían tierra y piedras regada por todo el patio de juegos de la escuela. Una parte de la montaña se había deslizado afectando la infraestructura del lugar. Por suerte ese día no hubo clases ni víctimas que lamentar.

Omaira se llevó sus manos a la cabeza, respiró hondo y miró al horizonte. Desde lo alto de la montaña, donde estaba ubicada la vereda y la escuela, tenía una vista estupenda de Gramalote que se veía diminuto a la distancia. Lo contempló por varios minutos, enfiló su mirada de nuevo sobre la escuela y pensó en el peligro que corrían sus 21 alumnos.

Después, sus ojos regresaron en dirección al pueblo y se preocupó aún más porque desde su posición lograba dimensionar la magnitud de una tragedia que podría ocurrir en cualquier momento.

-Dios mío, si hay más derrumbes, toda esta tierra va ir a parar al pueblo- Pensó. Aterrada, miró al cielo y una vez más se persignó temerosa del poder de la naturaleza. Luego, abandonó la escuela rumbo a Gramalote. Quiso buscar al alcalde Gabriel Alfonso Celis en su despacho, pero recordó que era lunes festivo. Resolvió ir hasta su domicilio; pero allá no le dieron razón de dónde podría ubicarlo.

Omaira se dio a la tarea de encontrar al personero del municipio; pero su búsqueda también resultó infructuosa. Solo logró informarle de la situación que se estaba viviendo en lo alto de la montaña a un funcionario de la Unidad Municipal de Asistencia Técnico Agropecuario (Umata) quien con una solo frase aterrizó a la profesora Omaira en la realidad.

-Profesora, qué podemos hacer nosotros contra el poder de la naturaleza?- sentenció el hombre, en un tono que Omaira interpretó como displicente.

Parecía como si ninguna autoridad en Gramalote fuera a hacer algo para tratar de mitigar una emergencia que la misma naturaleza estaba anunciando con antelación. Omaira lo miró a los ojos y no tuvo que esforzarse mucho para responderle.

-Pues… ¡prevención!

- Ustedes como autoridad lo que debe hacer es prevenir que algo malo pase. Dios no quiera que esa montaña se nos venga encima un día de estos y acabe con Jácome y con Gramalote – sentención Omaira con ira ante la incompetencia que destilaba el funcionario.

-Profesora, entienda que nosotros ya informamos de esta situación a Bogotá.

-Y entonces… ¿Qué van a hacer?

- Yo no puedo hacer nada.

-Por lo menos déjenme acabar el año escolar antes, porque los niños ahora tienen que arriesgarse al pasar por varios derrumbes para llegar a la escuela.

El hombre siguió mirando de manera desobligante a la profesora y no pronunció ni una sola palabra. Omaira, iracunda por la indiferencia que mostraba la única autoridad que encontró ese día, dio media vuelta y se marchó. Frustrada e impotente ante la falta de atención a sus suplicas para que alguien fuera a verificar la magnitud de la situación que ella estaba denunciando, emprendió el regreso a la vereda al tiempo que vociferaba que ella iba a dejar constancia de todo lo que estaba sucediendo.

Arribó a su casa al caer la tarde y se sorprendió porque el tamaño de las grietas en las paredes había aumentado. Tomó papel y lápiz y se dedicó a describir, de manera detallada, acerca del riesgo en el que se encontraba ella, los 200 habitantes de Jácome y todos los gramaloteros.

***

Alcaldía de Gramalote, 16 de noviembre de 2010, 8:30 a.m.

Un mes para la devastación.

Luego de repasar minuciosamente si en el suelo y las paredes de su casa seguían apareciendo fisuras, Omaira se desplazó a Gramalote y radicó ante la oficina del Comité de Prevención y Atención de Desastres de la Alcaldía una carta en la que advertía de la emergencia que estaban padeciendo en Jácome por cuenta del invierno.

Narró sobre la afectación a la escuela, varias viviendas y fincas debido a los deslizamientos de tierra; además de las grietas que seguían apareciendo. Luego, a manera de premonición, convencida de lo que estaba asegurando, concluyó su escrito diciendo que la vereda estaba en peligro al igual que todo el pueblo de Gramalote, e instó a las autoridades del municipio a tomar medidas de prevención ante un posible desastre, pero como en los días siguientes no ocurrió ninguna emergencia, a pesar que el cielo seguía roto y las lluvias eran cada vez más intensas, la carta de la profesora Omaira fue archivada en un arrume de notificaciones que nadie en la alcaldía quiso leer.

Ese mismo día, indignada por la falta de atención de las autoridades, regresó a la vereda con el firme propósito de reunir a sus vecinos. Les pidió que entre todos redactaran otro documento, uno mucho más extenso y dirigido exclusivamente al alcalde Rafael Celis.

En el escrito, que solo pudo ser radicado tres días después porque la vereda quedó incomunicada por un nuevo deslizamiento de tierra y piedras que taponó la carretera, los padres de familia de los 21 alumnos de la profesora Omaira notificaban que sus hijos no iban a volver a la escuela debido a las constantes amenazas de un posible derrumbe que podría terminar sepultándolos. También aprovecharon para insistirle al alcalde que les enviara a la vereda personal de la Defensa Civil para evitar una tragedia. Dicho escrito también terminó en la bandeja de notificaciones archivadas que reposaban en el despacho del alcalde Celis.

***

Gramalote, 02 de diciembre de 2010, 11:00 a.m.

14 días para la devastación.

El funcionario de la Defensa Civil, Orlando Escalante, levantó el auricular de uno de los teléfonos de la oficina de atención de emergencias de la alcaldía. Al otro lado de la línea, un hombre, angustiado, le solicitaba que enviaran, con carácter urgente, personal a la parte alta del cerro La Cruz, porque en la verada Jácome la tierra parecía que se estuviera empezando a abrir.

Escalante, tomó nota del requerimiento y le respondió al hombre que en el momento no había personal disponible para subir y monitorear la montaña. La llamada se cortó y el funcionario regresó a sus labores de oficina.

Esa mañana la tierra había vuelto a rugir en la parte alta de la montaña. Varias grietas, de hasta 10 metros de longitud, aparecieron en el suelo mientras caían piedras. Abajo, los gramaloteros, disfrutaban tranquilos de un jueves común y corriente. El ambiente decembrino se sentía en cada rincón del municipio. Los preparativos para recibir el año nuevo habían comenzado y la Navidad, aunque llegaba esta vez en medio de las fuertes lluvias del año 2010, siempre era la excusa perfecta para olvidarse de otros asuntos. Gramalote, un pueblo tradicionalmente católico, no ahorraba esfuerzos ni tiempo en preparar sus festividades religiosas, adornando las casas y las calles con luces que a lo lejos lo hacían ver como un gran pesebre.

Cansada de que ninguna autoridad le prestara atención a sus denuncias, Omaira se dio a la tarea de empezar a advertirle a todo el que se le cruzaba en su camino de los peligros a los que estaban expuestos. Repetía sin descanso que tanto la vereda como el pueblo estaban al borde de una tragedia y que en cualquier momento la montaña podía venirse abajo, arrasando todo a su paso.

-Salgan de sus casas y vengan y miren que no es mentira lo que vengo advirtiéndole al alcalde desde hace días, pero nadie hace nada – vociferó Omaira por una de las calle del pueblo.

Quiso entrar a buscar al Padre Mora para advertirle, pero se percató que la iglesia a esa hora estaba vacía.

Recordó las veces que le había solicitado al alcalde Celis que invirtiera un muro de contención para la escuela, pero la respuesta del mandatario de los gramaloteros era que él no iba a invertir dinero en una zona donde había una falla geológica.

Agotada y sintiéndose ignorada, emprendió su regreso a la vereda con el presentimiento de que algo malo estaba por suceder. Antes de llegar a su casa se cruzó en el camino con el ayudante del padre Mora quien se le acercó pensativo. Su rostro compartía los mismos visos de preocupación que reflejaba la profesora Omaira.

-Profesora, la tierra no para de hacer ruido. Qué hacemos, ¡virgen santísima!

-Yo estoy muy angustiada, vea esas grietas- señaló Omaira en dirección al suelo.

-Yo estuve llame que llame a la alcaldía, pero de la Defensa Civil me dijeron que nadie podía subir al cerro a mirar las grietas.

-Lo entiendo, yo me la he pasado en lo mismo, pero nadie pone atención a esta vaina.

-¿Qué vamos a hacer entonces?

-Por lo pronto esperar y encomendarnos a Dios para que no vaya a pasar nada.

La segunda entrega de “La maldición de Gramalote” se publicará el 17 de diciembre en El Espectador

Por Felipe Romero M. - @felipinhoromero

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