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Uno de los municipios turísticos más conocidos de Chocó es Bahía Solano. Hasta allí llegan las ballenas jorobadas buscando aguas cálidas para parir o aparearse. No tiene más de 13.000 habitantes y es más conocido por viajeros extranjeros que por los mismos colombianos, pero detrás de las postales de playas perfectas en un mar de azules en degradé se vive un escenario de terror. En las noches impera el toque de queda “y si no tienes pasaporte, tu vida no vale ni el tiro que te mata”, asegura en voz baja un líder barrial que acudió ante el defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret, para denunciar la grave crisis humanitaria que está viviendo este municipio costero.
Aquí la problemática se centra en una disputa que libran bandas por las rutas hacia Panamá. Rutas que se utilizan para la trata de personas, el contrabando y el narcotráfico hacia Centroamérica. Y la disputa empieza a tomar un cariz dramático. Cuerpos desmembrados, decapitados, vientres con las tripas por fuera y jóvenes con signos de tortura están inundando las bahías que los guías turísticos muestran orgullosos a visitantes europeos, canadienses y estadounidenses, quienes llegan a pescar o en busca de experiencias naturales únicas en el mundo. “La semana pasada tirotearon a dos turistas suizos”, denuncia una mujer aprovechando el recorrido humanitario de Negret, quien prepara una alerta temprana para toda la costa pacífica.
Lea aquí la primera entrega: Chocó, entre obras de infraestructura y la guerra por la salida al mar.
“Mientras los turistas se atraviesan medio mundo y pagan enormes sumas de dinero por venir a pescar aquí, nuestros muchachos están abandonando sus faenas para incursionar en lo que aquí se conoce como la ‘pesca blanca’. Se trata de salir a buscar los paquetes de coca que las embarcaciones de narcos han tirado al mar cuando la Policía los intercepta o las que salen a flote después de que el oleaje ha hundido una de las lanchas go fast con las que llevan la droga hasta Panamá”, explica una mujer indignada por la pérdida de la tradición que le dio vida al pueblo solaneño.
Según cuentan, hoy un porcentaje importante de jóvenes está viviendo de esta práctica. Cada paquete encontrado puede venderse hasta por $3 millones, explica un agente de Policía. Lo compran los mismos narcos que lo perdieron, otro grupo mafioso o incluso la Fuerza Pública, que aquí está metida hasta el cuello en el negocio ilícito, según relatos de sus habitantes.
La otra cara de este jugoso negocio, en el que con solo lanzar la red se pueden hacer a varios millones, es la guerra salvaje que se vive en los barrios de Bahía Solano, los cuales son controlados y disputados por las Autodefensas Gaitanistas Campesinas (Agc), que han venido desde el Urabá antioqueño para asegurar el control de todo el cinturón fronterizo con Panamá. Estos paramilitares de nuevo cuño financian y fundan bandas delincuenciales que cambian de nombre según el oleaje. Por ahora, algunos se llaman los Chacales y otros los Mexicanos. Estos últimos operan principalmente en Quibdó.
Bandas que muchas veces terminan enfrentadas a sus antiguos jefes y fundadores por negocios que salieron mal, la caída de alguno de los comandantes o la ambición de un mando medio que decide crear su propia franquicia. Lo único que no cambia son sus sangrientos métodos de control: gente que les “camina” por pavor, violencia sexual contra las mujeres o despellejadores consumados que utilizan la desaparición forzada como instrumento.
Una mujer de unos 40 años levanta la mano en el salón en el que se reúnen líderes para denunciar ante el defensor lo que ocurre en esta bahía. Su voz se quiebra y narra que su hermano está desaparecido desde 2013. Afirma que sabe que lo mataron, pero quieren encontrar sus restos para que su madre, de 82 años, pueda descansar. La mujer transpira dolor, carga unas hojas en un sobre de manila ya raído por el salitre, sus lágrimas y la fuerza con la que las aprieta cada vez que cuenta su historia. Narra que su hermano tenía 22 años, que era muy querido en el pueblo y una tarde salió a hacer la faena junto a dos amigos. No llegó a la madrugada ni tampoco con el calor del mediodía. Su madre y sus hermanas lo esperaron sentadas en el umbral de la puerta, pero nunca volvió.
“Entonces empezó nuestro calvario. Salí a buscarlo en los bares del puerto, luego por las costas, en los manglares de arriba. Me puse frenética y empecé a preguntarles a sus amigos, a los padres de los muchachos que iban con él. Nada. Me fui hasta Panamá a pedirle a una amiga que vive en Jaqué para que me ayudara a averiguar si estaba por allá, si había salido del país o estaba preso en alguna cárcel. Busqué y busqué, pero no encontré rastro. Él era un muchacho bueno, no estaba metido en cosas de drogas ni en el bandidaje; era un pescador de los pocos que todavía se dedicaban a sacar pescado. Y ha sido tan duro. Mi mamá se sumió en el dolor. Llora todos los días y duró cuatro años sin salir de la casa. Ni a la tienda, ni a tomar sol. Nada. Solo llorar y rezarle a Dios que la lleve con mi hermanito porque no quiere vivir en esta tierra plagada de asesinos sin corazón”, añade entre sollozos.
Y esta muerte es solo el epílogo de su dolor. La historia de su cuñado es aún más enrevesada. Tenía unos 35 años, “comerciaba y, para ser franca, tenía metidos sus pies en cosas raras —confiesa esta mujer, que empieza a cambiar su semblante a medida que avanza en la historia—. En 2008 lo mataron dizque por un negocio chueco. A pesar del dolor de mi hermana y mis sobrinos, yo medio justificaba su asesinato porque era un hombre raro, pero al siguiente día de que lo enterraron sonó el teléfono. Atendí desprevenida y una voz de un hombre me advirtió que si no entregábamos tanta plata iban a matar a mi hermana y a sus hijos. Yo traté de entender y le pregunté que cuál plata, que quién hablaba, que qué habíamos hecho nosotros. Del otro lado del teléfono se regó en insultos y amenazas cada vez más violentas”, continúa.
Al tiempo que avanza en el relato, la mujer palidece. En sus gestos se advierten el miedo y la duda por si es prudente continuar, y el llanto la atraganta. “Pero el problema no fue la muerte de mi cuñado, sino lo que vino —señala tratando de desanudarse la voz—. Las llamadas amenazantes vinieron día tras día. Pedía plata y puteaba, decía que nos iba a matar a todos. Le expliqué que nosotros no teníamos plata, que éramos pobres, que viniera hasta la casa y mirara la nevera o el piso de tierra y las planchas sin terminar. El tipo fue y destruyó los cuartos y la sala, pero siguió pidiendo dinero. Fue terrorífico, duramos sin dormir del miedo como dos semanas, nos metíamos a dormir con mi mamá entre el baño, que era el único pedazo de cemento de la casa. Usted sabe, casa de pobre, sin cemento. Pasábamos el día entero con miedo. El señor llamaba y un día averigüé quién era y resultó ser un agente del CTI, que aún permanece activo”.
Su vida se volvió imposible. Un cura de Medellín se apiadó y le ayudó a sacar a sus sobrinos para que no los mataran. Las amenazas llegaban día tras día. “Cuando llamaba, yo le explicaba que Fernando, como se llamaba mi cuñado, no había dejado ni un peso, que para enterrarlo había tenido que pedir prestado y que el cajón lo compramos con unos centavos que se ganó mi hermana jugando chance. El tipo preguntó dónde lo comprábamos y después me enteré de que fue a buscar a la chancera para preguntar si era verdad. Ese día como que se dio cuenta de que nosotras éramos pobres de verdad”, concluye anegada en llanto.
Desde mediados de agosto de 2018, recién llegado el presidente Iván Duque a la Casa de Nariño, la Defensoría del Pueblo le advirtió sobre el peligro inminente de un desplazamiento masivo en Juradó, un municipio fundado por esclavos negros escapados de las minas del San Juan a mediados del siglo XIX y que ha tenido que sufrir los embates de la guerra, a tal punto que medio pueblo está desocupado y la gente se fue a vivir a Jaqué, en Panamá, traumatizada por la guerra. Lo dramático es que esta historia no es pasado, sino que se está repitiendo. La zona ha vuelto a ser escenario de disputa entre paras, guerrilla y Fuerza Pública.
“Paisa, ¿qué están haciendo ahí, a quién van a matar? Porque el paisa solo viene aquí a matar y hacer daño”, inquiere una juradoseña desparpajada a un grupo de visitantes que acompaña la misión humanitaria de la Defensoría. Según la alerta temprana del Ministerio Público, “desde 1996 se produjo un desplazamiento forzado masivo por la incursión del bloque Élmer Cárdenas de las Auc, que vació los territorios de Coredó, Guarín y Patajoná; luego, en el mismo año, las Farc produjeron un nuevo desplazamiento que llevó a la población a refugiarse a diferentes municipios de Chocó y a Panamá”.
Por esos años, más de 2.000 indígenas llegaron desplazados de las regiones del Baudó y el Bajo Atrato. La guerra entre Farc y paras ya había producido las masacres de Riosucio y Bojayá, entre otras. Juradó se convirtió en una especie de refugio humanitario, pero detrás de los desplazados llegó la guerra. A finales de 1999, los combates entre Farc y Ejército vaciaron el pueblo, que terminó siendo testigo de una de las peores masacres: 24 infantes de Marina, un policía y un civil fueron asesinados en la toma guerrillera que convirtió un pueblo próspero, de fuerte comercio con Panamá, en unas ruinas en las que quedaron apenas 100 familias.
Doña Argelis, juradoseña y víctima, ha resistido con dignidad y trabajo.
“Contaban los abuelos que nuestra tradición es la esclavitud, y eso explica muchas cosas. José Gregorio era un africano traído por los españoles a las minas de oro de Chocó. Entraron por el sur, por Timbiquí (Cauca). Un día, José Gregorio construyó un bote, subió a su esposa Regina y unas familias de apellidos Paz, Condumíes, Palacios. Y llegaron a un pueblo llamado Curiche, que era de los indígenas. José Gregorio era muy inteligente y le pidió al cacique que lo dejara vivir en su territorio. El indígena lo retó a una pelea diciendo que si él se dejaba pegar, le permitía quedarse, y si, por el contrario, José Gregorio le pegaba, entonces tendría que irse. Así fue que, después de una golpiza, se quedó viviendo en Curiche, de donde se venían por la playa hasta Punta Ardita, donde se ubicaron las otras familias esclavas que escaparon junto a José Gregorio.
En una de esas visitas vieron este esterito, que les llamó la atención porque de adentro, de la selva, venía una quebrada que salía en esa bocavieja. Chapiando la ronda del río fueron a salir a otro más grande, que le decían Jiguadó. Ahí construyeron una casa grande y se fundó el primer pueblo. Los indios que estaban en Curiche se fueron porque tuvieron una epidemia de sarampión, y como ellos eran nómadas, arrancaron para arriba. Así fue que el pueblo negro quedó en la boca del Jiguadó y esto que se llama Juradó era una especie de centro de abastecimiento donde traían el contrabando que venía de Panamá. En ese ir y venir de gente, José Gregorio vino y construyó la primera casa de Juradó. Allí, con Regina, tuvieron a José Eugenio, quien se casó con Toribia y fueron los primeros habitantes de esta tierra. Ellos montaron su ley y decidían quién vivía aquí. Esa descendencia es la mía.
Cuando yo era chiquita, Juradó era un pueblo pequeño, las casitas eran de paja, las paredes de gira y cañablanca. Nos alumbrábamos con embil. Era territorio negro, pero convivíamos con los indígenas que venían a comprar querosene y jabón. Aquí siempre el comercio ha sido con Panamá. La tradición dice que José Eugenio y su hijo Epifanio sacaban cacucho, raicilla y tagua para ir a venderla a Panamá, y de allá traían productos para vender acá. Iban en bote de vela.
El cuento dice que un día, cuando venían llenos de cosas, se les volteó la lancha entrando. Este mar por aquí ha robado la vida de muchísima gente. Este mar no es como usted lo ve. Mi pa Epifanio empezó a nadar y José Eugenio le dijo: ‘Nade, mijo, que su padre va muerto’, y así fue, José Eugenio se ahogó y justo ese día nació mi abuelita, a quien llamaron Praxten Ballesteros. Así fue que Epifanio, mi tío, se volvió como su papá.
Nosotros no conocíamos policía. Un día, cuando yo tenía unos siete años, bajábamos del trabajadero que quedaba en la quebrada Jiguadó. Allá tenían arroceras, frutales, plátano. Eran muy agricultores. La primera vez que vimos policía nosotros les corríamos de miedo. Ellos andaban en un cuartel que hicieron en la entrada del parque en 1934. La guerra tocó estas playas en 1991. Una noche oímos unos tiros, nos levantamos y escuchamos a alguien que cantaba: ‘Se acabaron ya, se acabaron, se acabaron ya, se acabaron’. Salí con mis hijas por la parte de atrás de mi casa para la playa, cuando un vecino me vio y dijo: ‘Ve Argelis, pa dónde vas, no ve que lo que suena así es la guerrilla’. Eran unos policías, pero gamines, todos barbados. Entonces nosotros nos fuimos pal trabajadero, donde aprendimos a escondernos cuando pasaban las cosas de la guerra.
Aquí reinaban eran las Farc. Al Eln solo lo he visto por televisión. La segunda vez que vi la guerra fue en diciembre de 1999. Yo venía de Medellín, donde me habían operado, y llegué a Buenaventura y oí que la guerrilla se había metido a Juradó. Le dije a mi marido que sacara a mis hijos y que se vinieran, pero no quiso. Y la guerrilla le llegó a la casa y se le llevó la motosierra y el motor. En marzo de 2000 volví a Juradó; cuando llegué ya no había policía. Aquí mandaban las Farc, se habían tomado el pueblo esa vez que mataron a 25 policías y un vecino. Eso fue bravísimo porque los mataron a punta de machete. Imagínese lo que fue esa carnicería.
Pasaron los días y en 2001 aquí había un muchacho muy querido por la gente. Se llamaba Henry Perea Torres, se metió a la política y lo eligieron alcalde. Tenía apenas 18 días de haberse posesionado cuando llegó la guerrilla, lo sacó de la Alcaldía y lo mató delante de todo el mundo. Yo era concejal y decidí irme para Bahía Solano, prometí que nunca volvería, pero después me lavé los pies.
Un 25 de julio, el Gobierno nos convenció de devolvernos y así fue que regresé. Un buen día de 2002, otra vez oímos la plomacera y esta vez eran los paras. También reinaron un tiempo. Mi marido se fue a trabajar a Riosucio. A él le gustaban mucho el trago y las mujeres. Una vez se puso a chupar en su libertinaje, en un sitio al que llegaban bandidos y de todo. Era 12 de julio de 2006, cuando me llegó la noticia de que en Riosucio había ocurrido una masacre y que Ómar había caído ahí. Le mataron las mulas, le quitaron la ropa y lo mataron como un perro. Y para terminarle mi historia, uno de mis hijos, que salió como el papá, chuparín y enamoradizo, se largó en 2009 a Istmina detrás de una mujer. Dicen que allá se enredó con la novia de un para y el hombre los mató a los dos. De él no tuve ni los huesos ni lo pude sepultar. Esa es la historia de nosotras las mujeres chocoanas. Hemos sido víctimas de todos, pero las juradoseñas somos fuertes y hemos resistido con dignidad y trabajo. Aquí mandaron la guerrilla, luego los paras y ahora los narcos”.