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Las Pavas, crónica de un desalojo

El Espectador fue testigo del cerco que poderosos empresarios palmicultores, respaldados por la Fuerza Pública, ejercen contra campesinos de la llamada Depresión Mompoxina.

Alfredo Molano Bravo* / Especial para El Espectador
01 de agosto de 2009 - 10:00 p. m.

Donde termina la Cordillera Oriental y nace la Serranía del Perijá; donde se acaba la Serranía de San Lucas y se rinde el Cauca al Magdalena, comienza la Depresión Mompoxina. A la entrada de este gran país lacustre está la isla de Papayal, y en su centro, la hacienda Las Pavas, que enfrenta a campesinos y empresarios por el título de propiedad. El viejo problema del hacha versus el papel sellado, que debía haber sido resuelto con la Ley 200 de 1936, continúa enfrentando a trabajadores de la tierra y hacendados. Los primeros, 123 familias; los segundos, las firmas Aportes San Isidro y C. I. Tequendama, empresa que pertenece al Grupo Daabon, de la poderosa familia Dávila de Santa Marta. Dos de sus miembros están implicados en asuntos criminales. Eduardo Dávila Armenta pagó cárcel por exportación de coca y ahora un fiscal antiterrorismo lo investiga por el presunto delito de concierto para delinquir agravado y nexos con paramilitares de Magdalena. José Domingo debe responder por paramilitarismo como protagonista principal del Pacto de Chivolo, firmado con el cabecilla paramilitar Jorge 40 que lo llevó a la gobernación del Magdalena.

Cronología violenta

Del predio Las Pavas, municipio de El Peñón, Bolívar, fueron desalojadas el 14 de julio pasado 120 familias en un operativo conjunto del Escuadrón Antidisturbios del Ejército y la Policía. Es el último episodio de una larga disputa que comenzó el día en que Jesús Emilio Escobar Fernández apareció en escena reclamando la propiedad de las tierras que trabajaban los campesinos de tiempo atrás. Alegan que ellos son agricultores y pescadores que ocupan la zona desde que era un baldío que nadie reclamaba. Desde entonces, cultivan maíz, arroz, yuca, plátano, y pescan en las ciénagas el bocachico, el bagre, el moncholo, y capturan para consumo y venta tortugas hicotea y morrocoy. Es una comunidad simple y pacífica que ha sufrido el rigor de las armas de las guerrillas, de los paramilitares y ahora de la Fuerza Pública.

A principios de los años 90, una tarde arribó una columna guerrillera, venía a defenderlos, según dijo el comandante. Y de entrada prohibió el uso de trasmallos, la quema de rastrojeras y el uso de la dinamita para pescar; después organizó juntas de vecinos y nombró a sus dirigentes. Impuso contribuciones forzadas y voluntarias: un marrano, un par de gallinas, un ovejo. La gente se aguantó hasta cuando Nelson Bolívar, un vecino, fue acusado de ser informante del Ejército y fusilado. La gente despavorida desocupó su tierra y huyó al corregimiento de Buenos Aires, donde hoy también está. Poco a poco fueron regresando a sus tierras.

En el año 96, llegaron cinco chalupas por el brazuelo de Papayal cargadas de paramilitares pertenecientes al Bloque Central Bolívar. Venían, según anunciaron a grito herido, a limpiar la zona, y pusieron a todo el mundo a barrer y arreglar las trochas por donde los uniformados andaban en motocicletas de alto cilindraje y en rugientes 4x4. A renglón seguido, la limpieza fue contra los campesinos considerados colaboradores del terrorismo. Asesinaron a un tal William, vendedor ambulante que nadie conocía. El terror comenzó a echar raíces. Se acuartelaron en el caserío de Papayal. Por el río bajaban cadáveres descuartizados.

El señor Gustavo Sierra, mayordomo de Escobar, apoyándose en el Rápido, jefe de los paramilitares, convocó una reunión en el Aula Múltiple de la concentración escolar: “Ustedes —les advirtió el Rápido— están trabajando en tierra ajena y eso está prohibido por la ley, si no quieren ‘piso’, vivan en los playones”. (El piso es una expresión usada por los paramilitares para significar un tiro de gracia en el suelo). Pero los playones tenían dueño, y la comunidad, por segunda vez, se fue a refugiar en Buenos Aires. Pusieron la queja ante las autoridades competentes, que temblaban de miedo. Nada pasó.

En el año 2003 regresaron los campesinos a Las Pavas y sembraron matas de cacao y árboles de roble. Las compañías chocolateras prometían sostener el precio; las madereras también. Las autodefensas habían entregado armas y sus jefes estaban en las cárceles de seguridad. La persecución parecía cosa del pasado. Fue entonces cuando se rumoró que Palmas Tumaco había comprado a Escobar Fernández la hacienda Las Pavas, compuesta además por otros dos predios, Peñalosa y Si Dios Quiere. Los campesinos agrupados en la Asociación de Cacaoteros de Buenos Aires (Asocab) desde 1998, solicitaron al Incoder en 2006 declarar la extinción de dominio de la hacienda dado que su propietario, señor Escobar, no ejercía actos de dominio ni explotación económica alguna. Entonces se presentó Jesús Emilio Escobar Fernández en persona con hombres armados sin identificar, según los campesinos, que informaron de inmediato al coronel Melo de la Policía Nacional de Magangué. Pero el Grupo de Asalto enviado por el oficial llegó cuando los acompañantes de Escobar ya habían quemado los ranchos y se habían evaporado. Muchos campesinos volvieron, por cuarta vez, a encambucharse en Buenos Aires.


En 2007, un año después, Escobar vendía la hacienda a las empresas palmeras. Fue en esos días cuando llegó a Las Pavas un abogado, el doctor Danilo Palacios, a comunicar a los campesinos que pronto entrarían topógrafos, buldózeres y obreros a sembrar palma africana. Agregó el abogado que los campesinos no tenían por qué preocuparse, dado que la empresa reconocía sus mejoras y les aseguraba el desarrollo de un plan de vivienda. Mientras tanto, las máquinas preparaban el terreno, hacían drenajes, viveros y tomaban posesión de la casa de la hacienda. Sembraron 60 hectáreas con palma africana. Pero, agrega un viejo narrador conocido como el Bitácora: “Dios es grande: mandó una creciente, anegó las palmas; la empresa salió y nosotros seguimos con nuestro cacao y nuestro maíz”.

Llegan los palmeros

No alcanzaron a recoger la primera cosecha cuando regresó el doctor Palacios acompañado de seis policías a espantar a los campesinos “como se espantan gallinas con una escoba”. Ya venía a nombre de Aportes San Isidro y C. I. Tequendama, compañías palmeras del grupo Daabon, un conglomerado de empresas agroindustriales —banano, café, frutas tropicales— que cultiva, comercializa y refina productos de la palma africana. Las Pavas hace parte de un megaproyecto de alianzas estratégicas con cultivadores locales que se extendería a toda la isla de Papayal de 66.000 hectáreas. El grupo posee tierras en el Magdalena y La Guajira, y sólidos vínculos políticos: contribuyó a la elección de Juan Carlos Díaz-Granados a la alcaldía de Santa Marta y apoyó con dinero la reelección de Uribe.

Mientras tanto, el trámite de extinción de dominio se trababa en los engranajes burocráticos del Incoder, la entidad que reemplazó al Incora en el manejo de tierras.

Para rematar los enredos, el Gobierno esperaba que saliera indemne del control constitucional el arbitrario Estatuto de Desarrollo Rural que terminaría con el Incoder, razón por la que trasladó a manos de la Unidad Nacional de Tierras (Unat) todo lo relacionado con extinción de dominio. Pero la Corte Constitucional encontró vicios de trámite al no haber hecho la consulta previa con comunidades indígenas y negras. Los negocios del Incoder, o de Unat, quedaron, pues, en el limbo.

La diligencia

A pesar de ello, los campesinos insistieron. Se integraron a la Mesa de Interlocución del Sur de Bolívar, donde encontraron el apoyo del equipo jurídico del Programa de Desarrollo y Paz. Justo en ese momento, las empresas presentaron querella por ocupación de hecho ante la Inspección Central de Policía del Peñón. Se ordenó el desalojo de los campesinos, pero Asocab interpuso una tutela y logró anular la medida. Las empresas apelaron ante el Juez de Circuito de Mompox y sacaron en firme la orden de desalojo, sustentada más en lo procedimental que en lo sustancial. La diligencia se cumplió el pasado 14 de julio.

En la madrugada llegaron los primeros pelotones de policía; después, las unidades del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) con sus terroríficos uniformes; luego, hombres del Ejército Nacional rodearon el área. Más tarde, en una camioneta, llegaron funcionarios oficiales con el abogado de las empresas, el célebre Danilo Palacios, y varios personajes de civil que durante el procedimiento tomaban fotos y videos.

Iniciada la diligencia, la abogada defensora de los derechos campesinos solicitó se constatara si estaban presentes todos los funcionarios exigidos por ley. El defensor de las compañías palmeras, Danilo Palacios, enfurecido, gritó que no había recurso de oposición posible y que se debía cumplir la orden de desalojo inmediatamente. El Inspector de Policía tembló ante las palabras del doctor Danilo. Intervinieron la Defensoría del Pueblo, la delegada de DD. HH. de la Presidencia, la delegada de la Procuraduría, pidieron calma.


El Inspector no sabía qué hacer, sudaba, mascullaba. Los niños berreaban, el ruido que hacían los Esmad con sus palos contra los escudos los aterraba. Había varios curas de la región y miembros del equipo del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio. Trataron de intervenir.

Aparecieron en camionetas oficiales una docena de muchachos jóvenes contratados en La Gloria por el jefe de Policía, que se pavoneaba con su chaleco antibalas. Los civiles contratados por la Policía recibieron la orden de proceder. Estaban encapuchados. Tumbaron los ranchos de los campesinos y quemaron los materiales con que habían sido construidos. Asocab pidió tranquilidad. Se retiraron sin un grito. Era la quinta vez que debían encambucharse en Buenos Aires con niños, mujeres, perros, gallinas y marranos. La diligencia se dio por terminada. Se firmaron actas. La defensora de los campesinos dejó explícita una demanda: “El Gobierno debe pronunciarse sobre la extinción de dominio”. Las empresas palmeras, por debajo, soltaron su ofrecimiento estrella: Las envenenadas alianzas productivas. O Ley del Embudo: “El aceite para la empresa, el bagazo para los campesinos”.

Región de viejos conflictos

A fines del año 69 tuvo lugar en el Congreso un sonado debate entre el senador liberal José Ignacio Vives y el entonces ministro de Agricultura, Enrique Peñalosa Camargo, que había sido el primer gerente del Incora. Vives acusó a Peñalosa de comprar 2.000 de las 12.000 hectáreas de la hacienda Bellacruz de Alberto Marulanda Grillo, comerciante caldense, por un valor superior al comercial. Peñalosa reviró acusando a Vives de tráfico de influencias a favor de otro latifundista, Manuel Ospina Vázquez. La hacienda Bellacruz, situada entre los municipios de La Gloria y Tamalameque —ambos vecinos de El Peñón— fue fundada por Marulanda adquiriendo a las buenas y a las malas mejoras de colonos. Nunca pudo probar la limpieza de sus títulos de propiedad, razón por la cual 170 familias campesinas ocuparon parte de la hacienda hasta el 14 de febrero de 1996, cuando 40 paramilitares quemaron sus ranchos y asesinaron a tres dirigentes. Desde esa fecha, 37 campesinos han sido asesinados. La Fiscalía dictó orden de captura contra los propietarios del latifundio, uno de los cuales había sido ministro de Desarrollo Económico. Hoy fue adquirido por una empresa brasileña para cultivar palma africana y piña.

Las versiones de los palmeros y del Gobierno

Las empresas palmeras Aportes San Isidro y C. I. Tequendama aducen que compraron de buena fe el predio porque en la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos y Privados no había ninguna reserva. Y la Asocab alega que desde el año 2006, Incoder había constatado que los campesinos trabajaban esa tierra. Así, estos presentan pruebas incontrovertibles: en 2007, con préstamos del Banco Agrario cultivaron 216 hectáreas con maíz y sacaron 323 toneladas. Los palmeros argumentan que cuando llegaron a mirar la finca en 2004 para comprarla no vieron a nadie trabajándola. Ese año, los campesinos regresaban a Las Pavas después de haber sido desplazados a la fuerza por los hombres de El Rápido. Cuando los campesinos vieron que la palma sembrada crecía y crecía sin que el Gobierno interviniera, optaron por quejarse en la Gobernación de Bolívar y ante el Presidente de la República. Les respondió Alicia Arango, secretaria privada: “Tranquilos, su preocupación ha sido anexada al proceso de afectación, ya hay un abogado externo vigilando el negocio”. Pero los directivos de Asocab dudaban. Fueron a Bogotá, trataron de hablar con el Presidente. La respuesta fue la misma.

 *Periodista, columnista, sociólogo y autor de varios libros sobre la violencia en Colombia.

Por Alfredo Molano Bravo* / Especial para El Espectador

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